Valle-Inclán sigue presente: cien años de 'Luces de bohemia'
El Teatro Español de Madrid, bajo la dirección de Eduardo Vasco, vuelve a representar la obra del creador del esperpento
Presenciar una vez más en un teatro español, en esta ocasión en el Español de Madrid, la obra de Ramón del Valle-Inclán, Luces de bohemia, es motivo de celebración colectiva y de regocijo personal. Ya nos hemos acostumbrado a esta ceremonia teatral en las últimas décadas, pero no se debe olvidar que la obra tardó casi 50 años en llegar a nuestros escenarios. Hubo una representación sin mayor gloria ni trascendencia en París, y en francés, en 1963, pero en nuestro país hubo que esperar a octubre de 1970, para que se estrenase en Valencia en pleno franquismo. Recuérdese.
Su autor nunca consiguió, en vida, subirla a las tablas. Se murió en enero de 1936 sin ver el texto representado. Lo había escrito en su retiro gallego de La Puebla de Caramiñal, presumiblemente en 1919, en una época de creatividad prodigiosa, de la que saldría, entre otras, también Divinas palabras. La publicó al año siguiente, en 1920, por entregas en el semanario España, que había fundado y dirigido Ortega y Gasset años antes. En el momento de la publicación de la obra la dirección de la revista la detentaba Luis Araquistain, un destacado intelectual socialista, alineado al parecer en aquel momento con Largo Caballero. Lo anecdótico es que esta primera edición por entregas sufrió la censura de la redacción de la revista. Eliminaron la escena segunda entera y algunos pasajes que se consideraron atentatorios contra las creencias políticas. De izquierdas claro.
Esta censura a don Ramón no le gustó ni un pelo, y no volvería a publicar más en dicha revista. Cuatro años después, en 1924, Valle-Inclán la auto-editaría, como hizo con muchas de sus obras, incluyéndola en los primorosos volúmenes de su Opera Omnia, las obras completas que el autor había iniciado en 1916 con La lámpara maravillosa. En la edición en forma de libro Valle-Inclán recuperó los fragmentos censurados y añadió dos escenas nuevas. Esta edición se considera la definitiva. Por tanto, en 2024 se conmemora, el centenario de su publicación. Al cobijo de esta efeméride, y por decisión de Eduardo Vasco, nuevo director del teatro madrileño, se vuelve a representar esta obra emblemática y magistral del gallego.
Reconozco que este montaje es digno y generoso en todos los sentidos, pero no consigue hacerme olvidar ni evitar la comparación con otros anteriores que me gustaron más. En los setenta, el de José Tamayo, pionero y arriesgado, en una época en que se ponía en cuestión todavía el carácter teatral del texto de Valle-Inclán, pues se consideraba irrepresentable. Y en los ochenta, el de Lluís Pasqual. Vasco ha incorporado un acompañamiento musical para ambientar ciertas escenas o transiciones entre estas, que refuerzan innecesariamente determinados momentos con subrayados musicales. También incorpora canciones o himnos de la época, cantes y jaleos flamencos. Todo esto, creo, distrae la atención antes que aportar algo al texto. Parece más una concesión al público joven que un enriquecimiento del clásico, y muestra hasta qué punto hoy el musical es el género teatral predominante.
Los actores, bien en general. Los dos protagonistas defienden con acierto sus difíciles papeles, pero ni el Max Estrella de Ginés García Millán, ni el Latino de Hispalis de Antonio Molero, consiguen hacernos olvidar a Rodero o Lemos ni a Agustín González respectivamente. No es fácil dar o pillar el tono esperpéntico adecuado, en el que tanto la risa como el llanto se congelan sin sentimentalismo. A propósito de este asunto de la representación del teatro de Valle-Inclán, sigue siendo inolvidable e insuperable (para mí se entiende), lo que consiguió el Teatro de la Abadía con dirección de José Luis Gómez en los esperpentos que componen Retablo de avaricia, lujuria y muerte. Pero estas objeciones deben tomarse como lo que son, achaques de viejo nostálgico, porque el público, en la sesión en la que estuve, siguió la representación con una atención religiosa, y la aplaudió y la vitoreó al final. Por consiguiente, el éxito es merecido, y no podía ser para menos, porque se ha montado sin regatear medios ni esfuerzos, con un amplio y destacado elenco de actores.
Complejidad de Max Estrella
En cualquier caso, la obra sigue viva, teatralmente hablando, después de cien años, se dice pronto: ¡cien añazos! ¿Quién lo diría? No es tanto por el eterno problema de España y la corrupción de sus clases dirigentes, que también. Creo que la razón de la vitalidad y actualidad de la obra reside en la original y desenfadada mezcla de hablas de argot, caló y hampa, con un lenguaje conceptual de barroquismo quevediano y de continuas alusiones clásicas, debidamente parodiadas y grotescamente ridiculizadas. También sigue funcionando perfectamente la maquinaria teatral con su arquitectura fragmentaria en escenas yuxtapuestas, tan ágil y ligera como el mejor cine.
La versión y el montaje de Eduardo Vasco entienden que la controversia esperpéntica de la que da cuenta Luces de bohemia es fundamentalmente de carácter socio-político, y atiende sobre todo a esta cuestión. Pero al subrayar esto desatiende la contradicción política del personaje y el carácter introspectivo y autobiográfico de Max Estrella. Porque, si bien es cierto, que Valle-Inclán se inspiró en la desgracia final de Sawa y en el desamparo en que dejó a su viuda e hija única, no es menos cierto que esta muerte y el destino de aquella familia le hicieron reflexionar y temer sobre la que podría correr la suya, en el caso de que su enfermedad de cáncer en la vejiga, por aquel entonces sobrevenido, le deparase un desenlace semejante al de su personaje.
En mi humilde parecer, la complejidad del personaje de Max Estrella es mayor que la que nos muestra la función del Español. Max es un anti-héroe, un mesías o líder de los parias, pero sin el empaque ni la ética que exigiría este liderazgo. Su vida y su muerte es la evidencia de un fracaso: no tiene solución para los males que denuncia y que él mismo encarna. Su precedente valleinclanesco es el señor cuasi feudal don Juan Manuel de Montenegro, de las Comedias bárbaras, otro personaje lleno de contradicciones, en el que también podemos atisbar un autorretrato oblicuo de su autor, pero que, a diferencia de Max Estrella, es capaz de enfrentarse con heroísmo y dignidad a su destino, encabezando la revuelta de sus propios siervos contra los privilegios abusivos de sus hijos (Romance de lobos).
Por otra parte, asistiendo a la función, tuve la impresión que, con el paso del tiempo, Luces de Bohemia se ha convertido en una suerte de ritual social (ceremonia dije arriba), al que de vez en cuando y periódicamente los españoles asistimos para reconocer y exorcizar los demonios patrios. Hay un gusto paradójico en identificar o imaginar una visión crítica de que somos o seguimos siendo todavía, tantos años después, un país en descomposición, en el que ningún grupo o estamento parece querer poner remedio. Asistir a la función de la obra tiene algo de catarsis y de confesión, en la que nadie queda libre de culpa. Los asistentes se lamen con cierta complacencia las cicatrices de los males patrios, congelados como si el tiempo no trascurriera, como si España fuese igual después de la centena de años transcurridos. No sé si esto es exacto, pero así parece decirlo la comunión del público con la obra.
Lacras españolas
Valle-Inclán creó una obra intemporal, a partir de ciertos acontecimientos concretos de la presidencia de Antonio Maura, de la impresión que le causó la muerte de Alejandro Sawa en 1909, del recuerdo de la de Mateo Morral en 1906, de sus propias vivencias (su hartura de la bagatela modernista y el reconocimiento enmascarado del momio que recibió cuando Julio Burell era ministro), además de sus intuiciones talentosas e invenciones geniales. Por ejemplo, en la Escena Segunda, Max Estrella apostilla una opinión de Don Gay, que no debería pasar desapercibida en este momento del escándalo de Íñigo Errejón. Dice el poeta ciego: «Aquí los puritanos de conducta son los demagogos de la extrema izquierda. Acaso nuevos cristianos, pero todavía sin saberlo».
Por cierto, ¡oh, casualidad!, esta frase fue una de las censuradas en la edición de la revista España. En cambio, permítase la osadía de la broma, creo que la celebrada escena del encuentro de Max con el obrero catalán ya no funciona en la actualidad. Es difícil imaginar una escena de ese tipo hoy, porque el obrero sería ahora un indepe, indultado y amnistiado, al servicio precisamente de los empresarios catalanes y del gobierno de turno. Es decir, un puigdemont cualquiera.
La pena, tal vez, es que nos falta un escritor que sepa dar cuenta del estado de corrupciones y vergüenzas, que nos ruborizan e indignan ahora. En ocasiones se ha reclamado un nuevo Valle-Inclán que pinte, a su manera esperpéntica, los acontecimientos y protagonistas del momento. Alguien con una mirada tan aguda y despiadada como la del escritor gallego podría mostrar las lacras actuales de nuestra nación, y tendría material de sobra para hacer una crónica del actual «ruedo ibérico». A manera de sugerencia solo, las «luces», mejor las «oscuridades», tendría que poner el foco en tres escenarios principales diferentes, porque la acción no podría transcurrir ya en Madrid solamente. Además del inevitable escenario de La Moncloa y su entorno, deberían ganar en protagonismo los escenarios catalanes del procés, su honorable president Pujol y sus honorables sucesores, con sus extensiones «cosmopolitas» entre Waterloo y Ginebra. Los personajes y sus hábitats están ahí a la espera de un nuevo Valle-Inclán, que los vista o desnude adecuadamente.