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Teatro

Una inmensa Irene Escolar muestra las vísceras de la adicción

La actriz llena de intensidad hasta el último rincón del Teatro Español con la adaptación por Pablo Messiez de Personas, lugares y cosas, de Duncan Macmillan

Una inmensa Irene Escolar muestra las vísceras de la adicción

Irene Escolar | Mario Zamora

Vivimos una época de adicciones. Se puede teorizar sobre ello hasta el infinito. A veces con mucha sustancia, como hemos visto por aquí que hace gente como Lipovetsky. O se puede mostrar tal cual, destripando a un espécimen significativo de la enfermedad/tendencia, como hacíamos con las ranas en la clase de Ciencias Naturales. El teatro se ofrece como una alternativa menos truculenta. No mucho menos si la rana ofrecida al holocausto es una actriz como Irene Escolar. 

El inglés Duncan Macmillan acertó hace ya una década a describir el fenómeno en una obra llena de fuerza y matices. Personas, lugares y cosas, producida por Mogambo, arranca con una actriz, Emma, desmoronándose durante la representación del papel protagonista de La gaviota de Chéjov. Justo cuando dice aquello de «a mí habría que matarme». La escena se traslada a un centro de desintoxicación en el que comienza un viaje hacia el centro de la herida. Un planteamiento aparentemente simple. 

Foto: Mario Zamora

Las posibilidades de caer en tópicos y sentimentalismos acechan por doquier, pero el texto de Macmillan las esquiva matizando la intensidad dramática con un magnífico humor negro y reflexiones filosóficas y metaliterarias tan interesantes como medidas. La versión de Pablo Messiez en el Teatro Español proporciona el contexto escénico necesario para que esa intensidad alcance momentos sublimes, acumulando energía en una batería humana, muy humana, humana hasta el dolor más íntimo y retorcido. 

Personas, lugares y cosas es, evidentemente, una de esas obras que pone a prueba el alcance de un talento interpretativo. Irene Escolar pasa el test con la mejor nota posible. Asume esa energía que recibe de la obra en la necesaria bipolaridad de rabia y ternura, fuerza y vulnerabilidad, fisiología y espíritu. Todo. Su Emma se descubre, como Baudelaire, la herida y el cuchillo. Tras ver sus vísceras diseminadas estratégicamente por el escenario, cualquier espectador mínimamente sensible no podrá ya ver a un adicto a las drogas como algo tan simple como una víctima o un criminal.  

Que no es poco y, sin embargo, no es todo. Tampoco tendrá tan claro el espectador qué es real y qué no, qué es teatro y qué esa normalidad desfondada, precaria y un poco absurda que nos quieren vender. Sutiles parpadeos de luces estroboscópicas introducen al espectador en los infiernos de Emma, sonidos inquietantes reproducen su percepción alterada, su desdoblamiento en varias actrices difuminadas por la penumbra sugieren el desarraigo de las categorías espacio-temporales… 

El centro de rehabilitación se propone como espacio de sanación. Una burbuja. O todo lo contrario. «¿No se supone que estamos fuera de la realidad?», pregunta Emma. «Estás muy equivocada, no hay nada más real que esto», le responde un lúcido compañero de vicios. Emma se rebela porque, en el fondo, se sabe más tocada por la realidad que nadie. Pero está sola. Y, paradójicamente, tiene que romper el aislamiento para soportar la incurable herida de ser ella misma. La salvación se dibuja en un grupo de terapia. Sí, algo tan evidente. El ingenio del texto, el ritmo de diálogos y situaciones, y el equilibrio de personalidades lo elevan a una categoría dramática óptima, propicia para el despliegue de Emma. 

Emma es el sol reventando y poniéndose suavemente y saliendo poco a poco y reventando otra vez. Colaboran notable y meritoriamente el juego de luces, con sus gamas cálidas, frías y explosivas, y la modulación perfecta del sonido, y la escenografía, y unos secundarios memorables. Pero en el centro está Irene Escolar. Con esa extraña esbeltez en chándal de algunos yonquis, recorre las esquinas de la soledad con su desesperante variedad de emociones. Y anuncia, de paso, una actriz de época.

Su asimilación del grupo pauta su interpretación en una escalada hacia la posibilidad de sanación: escuchar a los otros, dejar de mirarse por un rato para verse al fin, aunque duela, porque la cicatrización tiene que escocer. «Estoy aquí. Estás aquí. Estamos aquí», dice Emma. Un tráiler ofrece algunos chispazos de su encarnación en Irene Escolar, pero no alcanza, ni de lejos, a insinuar su potencia continua y sincopada, de corriente alterna, el pulso de una vida en la picota, las entrañas palpitando.   

Pablo Messiez, consagrado hace un par de años con La voluntad de creer, ha sabido ofrecerle a semejante talento un texto acorde a su potencial. En sus notas, recuerda que, ya en la primera acotación de la obra, el autor nos dice: «Vemos lo que ella ve». Según Messiez, «quiere que las escenas se vean afectadas por la percepción de una mujer bajo la influencia, y diciéndonos a la vez que ella es también, al menos por un rato, nosotros». Y esa acotación inicial continúa: «Cuando la escena cambia en torno a ella, Emma es consciente de lo que pasa». Ahí, sostiene Messiez, «se intuye la apuesta ideológica de la obra. Emma –nosotros– somos conscientes de lo que pasa. El cuerpo siempre sabe lo que pasa. El problema es que muchas veces nos cuesta escucharlo. Lejos de plantear un mundo dividido en adictos y no adictos, o de pensar el consumo problemático como algo cercano a la fatalidad, Emma puede reconocerse responsable. Saber que desde su lugar de privilegio está eligiendo –como en el teatro– hacer lo que hace y darle su vida a ello. Aunque cueste aceptar como elección del propio cuerpo el lastimarse».

Pero, matiza Messiez, «no es este un drama didáctico moralizante. En todo caso es un planteo ético acerca de cómo gestionamos el dolor y el placer. Todos los argumentos, como si se tratara de una tragedia griega, son de una solidez que convence. También como en las tragedias, hay personajes y coro, y una tensión constante e irresoluble entre lo apolíneo y lo dionisíaco. Entre la lógica de la razón y los misterios del cuerpo. Personas, lugares y cosas no busca sentar cátedra sobre ninguna cuestión (la obra se cierra con un ‘Por qué’ suspendido en el aire) sino poner en escena –con lucidez, humor y afecto– la complejidad, el absurdo y la maravilla de estar vivos».

El título remite a la tríada que acecha al adicto. Hay personas, lugares y cosas que incitan al consumo, le dice a Emma, la terapeuta del centro. El adicto tiene que aprender a reconocer y domar esta tríada salvaje, asumiéndola y estableciendo con ella una relación distinta, una fluidez en la que quepa el sentido, como una narrativa, como… una buena obra de teatro. 

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