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El fútbol sobrevive al quilombo nacional

«Es como si la crispación política, agitada por ese ruido disparatado, levantara un dique insalvable para todo lo demás»

El fútbol sobrevive al quilombo nacional

Vicente del Bosque. | Europa Press

A 1.800 kilómetros de distancia y repanchingado en el sillón, preveo un cierto nerviosismo antes del primero de los cuatro partidos cruciales. España juega en Colonia contra Georgia y aunque todas las señales apuntan al triunfo español, surgen las dudas, pequeñas, pero comprensibles. En fútbol la seguridad es material fungible, como «la edad adulta es ese pestañeo que hay entre el día en que buscas una guardería para tu hijo y el día en que encuentras una residencia para tu madre» (Pedro Simón). El pestañeo entre la felicidad y la catástrofe, la diferencia entre el penalti de Cesc y el de Eloy, la impotencia de Buffon y la parada de Pfaff, eso es el fútbol, parecidas tareas y distintos resultados; sentimientos sometidos al vértigo de la montaña rusa y el destino, compasivo o cruel, como punto final. Es el drama de los demócratas estadounidenses que no saben cómo retirar a Biden de la circulación electoral y la euforia de los republicanos quienes, sin sonrojo, aclaman al delincuente Trump como los norcoreanos a Kim Jong-un. La vida en un «¡ay!», tránsito del pañal a la cuña en un parpadeo, de lo malo a lo peor en un decir amén. Menos mal que la pelota no deja de rodar y nos mantiene a salvo de la depresión y de quienes detentan el poder, servidores de la autocracia repartida en cuartillas vomitadas por la multicopista.

Al fútbol, pues. En la «Euro» llaman la atención dos novedades reglamentarias: solo el capitán puede dirigirse al árbitro, so pena de amonestar al soldado raso protestón, y los «piscinazos» se castigan con tarjeta amarilla. Eso de rodear al colegiado entre aspavientos, ojos inyectados en sangre y espumarajos por la boca se ha terminado, como lo de fingir una falta dentro del área o en las inmediaciones. Hay normas que evolucionan para mejorar. Si en política las trolas, los cambios de opinión, las medias verdades y los pueriles mantras del líder y sus «fontaneros» que los acólitos reproducen sin pestañear, acarrearán tarjeta, en el hemiciclo solo quedarían los ujieres; ni siquiera Francina Armengol. El quilombo en sede parlamentaria es de tan largo alcance que se presta a varias acepciones, todas recogidas en la RAE: «Prostíbulo, burdel, lupanar… Lío, desorden, caos, barullo». Menos mal que el balón sobrevive a cualquiera de ellas.

Luis Aragonés, precursor de la mejor selección española de todos los tiempos, fomentó el uso de «La Roja» sin segundas intenciones. Puro fútbol. Todavía hay a quien ofende el apodo; cuesta separar el color de la zamarra de la Guerra Civil y olvidarse de Franco cuando se necesita una cortina de humo. Costó un siglo cambiar la «Furia» por el «tiquitaca», el «a mí el pelotón, Sabino, que los arrollo», por el «ganar y ganar y ganar y volver a ganar» del Sabio. Luis estaba tan mimetizado con la liturgia futbolera que no concebía la “asistencia” referida al pase o al centro de gol. «La asistencia queda para las ambulancias», repetía, e insistía en dotar a la Selección del acervo de otras naciones: Argentina, «La Albiceleste»; Italia, «La Azzurra»; Francia, «Les Bleus»; ¿España?, «La Roja», reconocible con Vicente del Bosque en el Mundial de 2010 y en la Eurocopa de 2012. A partir de ahí, declinó el equipo, no el color. Los héroes de Sudáfrica se hicieron mayores y ni el banquillo ni el césped alumbraron herederos. Hasta ahora. Como dijo la ministra Elena Salgado, «hay brotes verdes».

Atención, pregunta: ¿Única selección que ha superado la fase de grupos con tres victorias? La española, imbatida e invicta. El 3-0 a Croacia sembró algunas dudas defensivas, pese a la goleada a la subcampeona del mundo. De la exhibición frente a Italia, los incrédulos destacaron que el gol de la victoria fue en propia meta. Y del triunfo ante Albania resaltaron el escuálido 1-0. Poco importaba que la Inglaterra de Bellingham empatara con Dinamarca y Eslovenia y aburriera a las ovejas, que la Francia de Mbappé terminara superada por Austria –la revelación–, que Alemania, con Kroos, Gündoğan y Musiala, fuera evaporándose hasta empatar con Suiza, o que Georgia ganara 2-0 a Portugal, con un Cristiano Ronaldo más soberbio y más desesperado, así como el talento de João Félix diluido por la mediocridad general.

A pesar de los evidentes síntomas de mejora de «La Roja», a los escépticos se les antoja insuficiente para afrontar el futuro con esperanza. Es como si la crispación política, agitada por ese ruido disparatado, levantara un dique insalvable para todo lo demás. Peor aún, afilan el colmillo retorcido y destellan las navajas cabriteras, prestas a desollar al seleccionador y a sus jugadores al menor traspié. También en el deporte hay quien vive del odio; haters que se rebozan en el fango de la más absurda, demencial y desesperante guerra de partidos (políticos). No se ha visto hasta el momento un equipo mejor que el de España en la Eurocopa. Los resultados lo demuestran y la calidad de su fútbol lo corrobora. Pero hay quien, descabello en mano, se mantiene al acecho. La voluntariosa Georgia de Mamardashvili y Kvaratskhelia, que en la fase clasificatoria encajó una decena de goles españoles, es el menor de los problemas. Las complicaciones avisan en cascada a partir de los cuartos de final con estos hipotéticos rivales: Alemania, Portugal o Francia antes de aterrizar en Berlín el 14 de julio. 

El apocalíptico es el terreno de los malajes, que celebran el caos acodados en la barra del puticlub. Y no hay mejor refugio para descreídos y anónimos que X, descrito así por Humberto Eco: «El fenómeno de Twitter es, por una parte, positivo; pensemos en China o en Erdogan. Hay quien llega a sostener que Auschwitz no habría sido posible con Internet, porque la noticia se habría difundido viralmente. Pero, por otra parte, da derecho de palabra a legiones de imbéciles». Mientras el fútbol se mantenga aislado del quilombo nacional, la pelota rodará sin sobresaltos.

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