No hay fórmulas mágicas para hacer la vivienda accesible
El tipo de contrato, la remuneración y la carrera varían cada vez más de un sitio a otro. Nunca importó tanto donde uno resida
«La guerra es insensata», argumenta Henri Carrère en Limónov, «pero, ¡mierda!, también la vida civil es insensata a fuerza de ser monótona y razonable y reprimir los instintos». Y reproduce una cita de Campagnes, un libro en el que Jean Rolin describe la implosión de Yugoslavia: «Era el principio […], hacía bueno, las pérdidas eran todavía limitadas en ambos bandos y completamente nuevo el placer de llevar armas y servirse de ellas para imponer tu ley, aterrorizar a los civiles, abusar de las chicas y, por último, gozar gratis de todas esas cosas tan largas y costosas en tiempo de paz, cuando hay que trabajar, y aun así, para conseguirlas».
Una de esas «cosas tan largas y costosas» es la vivienda. Procurarse una nunca fue fácil. ¿Recuerdan El verdugo, la película de Luis García Berlanga cuyo protagonista acepta aplicar el garrote porque así obtiene un apartamento? ¿Y el monólogo de Miguel Gila? «Estoy muy contento», explica a su interlocutor. «Me he comprado un piso en las afueras. Cojo el metro y luego el tren… No, el tren va a Irún, pero tirándome en marcha me deja en la puerta. Le doy una propina al maquinista y afloja la marcha […]. Es una maravilla. […] Tiene una cocinita para freír huevo… [Huevo, en singular], porque si fríes dos se te cae al patio. […] Bueno, patio: rendija. […] El váter es colectivo. Por la mañana, cuando te levantas, sacas un número como en el supermercado… Voy a ver por cuál va. [Se pone en pie, consulta algo a lo lejos, vuelve al teléfono]. Tengo tiempo. Va por el cuatro y tengo el 11. […] Es una maravilla».
Aglomeración
Freud decía que el humor es el recurso que usamos para tolerar ciertos abusos y hoy necesitaríamos tanto como en tiempos de Berlanga y Gila, lo cual no deja de ser una paradoja. Con internet, el correo electrónico y los móviles debería ser irrelevante dónde trabaja uno. En teoría, si se dispone de una conexión de datos y un ordenador, da lo mismo estar en Tirana que en Berlín. Pero no es así. El tipo de contrato, la remuneración y la carrera varían cada vez más de un sitio a otro. Nunca importó tanto donde uno resida. «Cuando se analizan los principales campos [de la economía del conocimiento]», explica Enrico Moretti en Econ Focus, la revista del Banco de la Reserva Federal de Richmond, «se aprecia una aglomeración de inventores asombrosa. En computación, las 10 primeras ciudades concentran el 70% de toda la innovación, medida por las patentes. Para los semiconductores, es el 79%. Para biología y química, es el 59% […] las 10 primeras ciudades generan la inmensa mayoría de los avances en cada campo».
Esta acumulación de capital y talento ha disparado la productividad, los sueldos y la presión sobre el suelo. En la bahía de San Francisco, donde hay radicadas 33 firmas de la lista Fortune 500, se piden por un alquiler cantidades que quizás estén al alcance de los programadores estrella de Silicon Valley, pero no de los asalariados medios, que se ven obligados a compartir techo con parientes y amigos o a exiliarse a la periferia.
Remedios
La gentrificación no afecta solo a San Francisco. Ninguna gran capital es ajena al fenómeno y, para contrarrestarlo, se han probado diversas fórmulas. La más popular son las ayudas directas, pero acaban por trasladarse a los precios, lo que complica el acceso a la vivienda de la mayoría. Los únicos beneficiados son los pocos que las reciben.
La limitación de rentas es otra política muy apreciada por la izquierda, pero comprime el margen del propietario, que ya es modesto, y desincentiva la salida de pisos al mercado, lo que agudiza su carestía.
Finalmente, destinar una parte de cada desarrollo urbanístico a vivienda social reduce el margen del constructor y, ¿qué hace para resarcirse? Aplica un sobrecoste al resto de la promoción, la de venta libre. Como con los subsidios, se favorece a una minoría (los que reciben una casa de la Administración) y se perjudica a la mayoría.
Ante lo que consideran «el fracaso del sistema», algunas voces consideran legítima la okupación, pero como modo de asignación no se diferencia mucho de la ley del terror de los milicianos yugoslavos y es igualmente miope e ineficaz. Enrique Jardiel Poncela cuenta que el 18 de julio de 1936, horas después de que Francisco Franco se alzara contra la República, «tres forajidos y dos mujerzuelas» le arrebataron su automóvil a punta de fusil en Madrid. Mientras los veía alejarse entre risotadas, el comediógrafo pensó: «Es lo mismo, granujas. Las cosas pueden obtenerse robándolas; pero cuando se han robado, no se conservan. Igual que lo habéis conseguido, os quedaréis sin él para siempre. Y yo, trabajando, volveré, siempre también, a tener otro igual».
Así fue…