THE OBJECTIVE
La otra cara del dinero

No se deje intimidar por los ecologistas que van por ahí augurando escaseces apocalípticas

La cotización de las materias primas demuestra que, lejos de estar agotando las reservas del planeta, la humanidad apenas ha comenzado a arañar su superficie

No se deje intimidar por los ecologistas que auguran escaseces apocalípticas

La emisión de gases de efecto invernadero es la principal amenaza ecológica. En otros terrenos no estamos tan mal. | TO

Me imagino que ya estará usted al corriente: si la humanidad consumiese los recursos naturales con la voracidad de los españoles, necesitaría casi tres planetas para cubrir sus necesidades. Es un cálculo de la Red de la Huella Mundial (Global Footprint Network), un grupo independiente que promueve la concienciación ecológica mediante una evaluación científica del impacto de nuestra actividad en el medio ambiente. Sus expertos realizan una estimación anual de las materias primas que demanda un país y de los residuos que genera, y comparan a continuación el resultado con la capacidad de ese mismo país para satisfacer la primera y absorber los segundos.

En términos globales, el balance no es positivo. Llevamos acumulando un déficit tras otro desde 1970 y, según una proyección del investigador de KPMG Gaya Herrington, de mantenerse el ritmo actual, podríamos haber liquidado todas las existencias en menos de una generación. «Es probable que en 2045», escribe David Russell Schilling, «la mayoría lleve una existencia […] muy alejada de la que solía hace unas décadas». Y añade dramáticamente: «Piense en riadas de ratas hambrientas devorándose unas a otras. Las enfermedades, el clima extremo y el hacinamiento, combinados con la incapacidad de consensuar una política razonable y satisfactoria, provocarán un desplome demográfico y guerras por doquier. El 1% [más rico] quizás termine encerrado en urbanizaciones fortificadas o deba invertir todo su capital en fugarse a otro sistema solar».

¿Está de verdad tan mal todo?

Irresponsables como ciervos canadienses

La metáfora de la Nave Espacial Tierra, un bólido de recursos finitos flotando en medio del vacío intergaláctico, resulta muy sugestiva, pero tiene una derivada poco plausible. Retrata al Homo sapiens como un mero huésped, y no de la variedad más benigna. Vendríamos a ser okupas violentos, parásitos, la mayor amenaza del planeta.

En realidad, somos un engranaje más de la Gran Maquinaria. Nuestros viaductos y nuestras torres de viviendas son tan naturales como las presas de los castores o los nidos de las hormigas. Es verdad que somos más eficientes y, sobre todo, mucho más intensivos en materiales, pero ¿hasta el extremo de poner el entorno y a nosotros mismos en peligro? No sería el primer caso. En La muerte contada por un sapiens a un neandertal, el director del Parque Nacional de Cabañeros relata cómo unos ciervos a los que habían dejado (igual que a nosotros) sin depredador en una isla canadiense se multiplicaron hasta que se lo comieron todo y se extinguieron.

Hágase el agua

La noción de que los ecosistemas poseen una capacidad de carga limitada y no pueden soportar una depredación indefinida parece impecable, pero no es fácil ponerle patas. ¿Dónde está, en efecto, ese límite de carga? Varía con cada animal y, como explican los investigadores de Cato Institute Gale L. Pooley y Marian L. Tupy, «los humanos hemos desarrollado formas sofisticadas de cooperación que incrementan […] nuestras posibilidades de supervivencia».

Hay múltiples ejemplos. El empresario Seth Siegel cuenta que el Gobierno británico elaboró en 1939 un documento que restringía la inmigración a Palestina, porque no había agua suficiente más que para dos millones de personas. Hoy la región alberga a 12 millones: ocho en Israel y cuatro entre Cisjordania y Gaza. Todos están perfectamente hidratados y, además, suministran miles de litros a Jordania y exportan toneladas de melones, pimientos, tomates y otros cultivos que requieren un riego abundante.

Me dirán que muy bonito, pero que llegará un día en que la Tierra no dé más de sí, y no tengo más remedio que darles la razón. Ahora bien, les puedo garantizar que no será en 2040, por mucho déficit ecológico que llevemos acumulado desde 1970.

Precisando el apocalipsis

Los cálculos de la Red de la Huella Mundial (RHM) requieren alguna matización. Para empezar, el escenario no es tan dramático cuando se descompone por tipos de actividad. Como observa Robert B. Richardson, «la red evalúa la oferta y la demanda de recursos biológicos renovables para seis tipos de uso: forestal, pesca, agricultura, pastoreo, urbanización y masa de bosque precisa para compensar las emisiones humanas de carbono». Y según la propia RHM, todos los ámbitos «están en equilibrio o superávit», salvo el último.

Una carencia aún más grave es que el análisis ignora por completo «si las reservas están disminuyendo o aumentando como consecuencia del consumo humano», dice Richardson. Esta es una «cuestión crítica para entender el impacto ecológico» y la respuesta es que… depende.

Los biólogos y los ecologistas manejan un concepto estático de escasez. A partir de la proposición clara y evidente de que las materias primas son finitas, deducen que un consumo creciente llevará tarde o temprano a su desaparición. Punto.

Los economistas tienen, por el contrario, una idea más dinámica. «La escasez», escriben Pooley y Tupi, «lleva a precios más elevados, los precios más elevados crean incentivos para las innovaciones, y las innovaciones conducen a una nueva abundancia». Es lo que ocurrió con el petróleo a raíz de la guerra del Yom Kipur. El embargo árabe disparó el barril, lo que hizo a su vez más atractiva la inversión en el sector y hoy disponemos de más yacimientos que hace cuatro décadas. Es decir, «la escasez se transforma en abundancia a través del sistema de precios» y, allí donde se permite que «estos se muevan sin restricciones y se respeta la propiedad privada, el imperio de la ley y la libertad de mercado», no solo no hay escasez, sino que «la abundancia tiende a ser cada vez mayor».

Esto no es ciencia ficción y hay un modo sencillo de comprobarlo: mirar qué hacen las materias primas. Si estuviéramos quedándonos sin ellas, se encarecerían, y no es eso lo que se desprende de los datos. Pooley y Tupi seleccionaron 50 commodities (alimentos y bebidas, metales corrientes y preciosos, energía y materias primas), estudiaron su cotización entre 1980 y 2017 y «en promedio», concluyen, «el precio real de nuestra cesta se redujo un 36,3%».

Master chef

Los augurios sobre escaseces catastróficas se basan en un equívoco. Confunden «recursos» con «materias primas», cuando estas son meramente los ingredientes con los que la humanidad cocina aquellos. Y aunque el número de posibilidades no es infinito, sí que es muy elevado.

«La tabla periódica», argumenta el premio Nobel de Economía Paul Romer, «contiene alrededor de 100 elementos». Tomándolos de dos en dos, como hacemos para fundir bronce o acero, nos salen «100×99 recetas». Pero se pueden combinar también cuatro elementos, en cuyo caso nos encontraríamos «con 100×99×98×97 recetas, es decir, con más de 94 millones. Con cinco elementos superamos los 9.000 millones» y, a partir de ahí, se produce lo que los matemáticos llaman «una explosión combinatoria», de modo que «cuando llegas a 10 elementos, obtienes más recetas que segundos han discurrido desde el Big Bang que originó el universo».

Lejos de estar agotando este planeta maravilloso, apenas hemos comenzado a arañar su superficie.

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