¿Por qué están sufriendo los Estados Unidos una epidemia de muertes por desesperación?
Se ha atribuido el fenómeno al neoliberalismo, a la discriminación positiva y a los opioides, pero la explicación podría tener que ver con la pérdida de capital social
Roseto es una localidad de Pensilvania fundada en el XIX por emigrantes italianos.
Malcolm Gladwell la define en Fuera de serie como «un universo autosuficiente en su pequeñez, casi desconocido para la sociedad que lo rodeaba». Y así habría permanecido de no haber invitado a dar una charla a Stewart Wolf, un especialista en el aparato digestivo, a finales de la década de 1950.
«Después de la conferencia», contaría Wolf años después, «un médico local me invitó a tomar una cerveza y, mientras bebíamos, me contó que en sus 17 años de ejercicio rara vez había tenido un paciente de Roseto con problemas cardiacos».
Wolf se quedó muy sorprendido.
En aquella época los infartos se habían convertido en una auténtica epidemia en Estados Unidos. Eran la principal causa de defunción entre los varones menores de 65 años. Wolf decidió investigar aquel misterio.
«Los resultados», cuenta Gladwell, «fueron asombrosos».
En el grupo de rosetinos de 55 a 64 años no se había registrado ni un infarto entre 1954 y 1961 y, para los mayores de 65, la tasa de fallecimientos por esa causa era la mitad que en el resto del país. De hecho, la mortalidad general era un 30% inferior. No había suicidios ni alcoholismo ni drogadicción, y la delincuencia era prácticamente nula.
«Aquella gente solo se moría de vieja», escribe Gladwell. ¿Por qué?
Muertes por desesperación
Más de medio siglo después, Estados Unidos se enfrenta al enigma contrario.
En 2015, los economistas de Princeton Anne Case y Angus Deaton advirtieron que, en lo que iba de siglo, se había registrado «un pronunciado aumento de la mortalidad» entre los estadounidenses blancos no hispanos de mediana edad. Las causas fundamentales eran «las drogas y el alcohol, el suicidio y las enfermedades hepáticas crónicas».
Millones de compatriotas parecían estar autodestruyéndose.
En un artículo posterior, Case y Deaton acuñarían una expresión que no tardó en hacer fortuna: «muertes por desesperación». La izquierda se apresuró a sacar conclusiones: en La tiranía del mérito, el filósofo Michael Sandel argumenta que el motor del sueño americano se ha «gripado» para millones de ciudadanos, que ven cómo sus empleos se externalizan a Asia o son ocupados por máquinas o por minorías: negros, mujeres, inmigrantes…
Sin embargo, «una investigación publicada por el Congreso en 2019 mostró que el aumento de la mortalidad no coincidía con un creciente malestar económico», observa The Economist.
Si no era el malvado capitalismo, ¿qué otro sospechoso quedaba? Las aviesas multinacionales. Varios estudios denunciaron la irresponsable comercialización de opioides por parte de los grandes laboratorios, pero, sin dejar de ser un escándalo, las fechas no cuadran. «OxyContin se introdujo como medicamento de prescripción en 1996», escriben Tyler Giles (Wellesley College), Daniel Hungerman (University of Notre Dame) y Tamar Oostrom (The Ohio State University). «Pero ya ese año las muertes por desesperación de los estadounidenses blancos de mediana edad estaban muy por encima de la tendencia».
¿Cuál era, entonces, la explicación?
Descartando sospechosos
Para resolver el misterio de Roseto, Wolf pidió ayuda al sociólogo John Bruhn.
Lo primero que pensaron fue que los rosetinos habían conservado algunas prácticas dietéticas del Viejo Mundo, pero cocinaban con manteca de cerdo en lugar de aceite de oliva. Y la pizza, que en Italia era una frugal corteza de pan con sal, aceite y algún tomate, en Pensilvania consistía en una gruesa rebanada con salchichas, jamón y huevos.
La gente fumaba y no madrugaba para practicar yoga o correr 10 kilómetros.
¿Era una cuestión de genes? Wolfe y Bruhn rastrearon a los parientes de los rosetinos que se habían instalado en otras regiones de Estados Unidos para ver si, al compartir su carga hereditaria, gozaban igualmente de su longevidad. No era el caso.
¿Había quizás algo en las colinas de Pensilvania que resultaba particularmente saludable?
Tampoco. Las dos aldeas más cercanas se habían poblado con la misma clase de industriosos inmigrantes europeos, pero sus índices de mortalidad por enfermedades cardiovasculares triplicaban los de Roseto.
Entonces, cuenta Gladwell, «caminando por el pueblo, Bruhn y Wolf lo entendieron».
Leyes azules
«Pocos estudios sobre el aumento de la mortalidad examinan los cambios en la cultura o la cohesión social», escriben hoy Giles, Hungerman y Oostrom.
Ellos se han centrado en la práctica religiosa y aportan evidencia que revela «una estrecha relación negativa» con las muertes por desesperación. Cuanto más cae aquella, más crecen estas. Naturalmente, cabe la posibilidad de que haya «otro fenómeno no observado» que sea la causa común de ambos fenómenos.
Para descartarlo, Giles et al han aprovechado el experimento natural que supuso la derogación de las llamadas «leyes azules».
Estas normas prohibían distintos tipos de actividad comercial en domingo, para facilitar la asistencia a los servicios, pero en 1961 el Supremo cuestionó su constitucionalidad y algunos estados decidieron revocarlas, lo que incrementó el coste de oportunidad de ir a misa y hundió la afluencia. «¿Se correspondió este descenso de la religiosidad con un aumento de las muertes por desesperación?», se preguntan Giles et al.
Su conclusión es que «puede explicar una parte importante».
Efecto Roseto
Nuestro bienestar subjetivo se alimenta en diferentes fuentes: el trabajo y la familia principalmente, pero también los vínculos con terceros. Estas interrelaciones conforman un capital social que, como enfatizan numerosos trabajos, «reduce los costes de transacción, facilita la provisión de bienes públicos y promueve la creación de […] sociedades civiles saludables».
Eso fue lo que Bruhn y Wolf descubrieron.
Vieron cómo los rosetinos se visitaban unos a otros, se paraban a charlar por la calle o cocinaban para sus vecinos en los patios traseros. Repararon en cuántas casas tenían tres generaciones viviendo bajo un mismo techo, y el respeto que infundían los viejos patriarcas. Oyeron misa en la iglesia y asistieron al efecto unificador y calmante de la liturgia. Los lugareños habían desarrollado una poderosa red de seguridad que los defendía de las presiones del mundo moderno.
Por eso eran tan longevos.
Gilles et al se plantean «si una vuelta a la participación en la religión organizada (o quizás a la participación en otras organizaciones comunitarias laicas) ayudaría a revertir las tendencias de mortalidad» de los estadounidenses actuales, pero no son optimistas. «Por lo que sabemos, los resultados sobre este punto han sido hasta ahora pesimistas».
Una vez perdido, el capital social no se repone fácilmente.