El ‘management’ de Phil Jackson y la selección nacional femenina (con perdón) de fútbol
La ingrata tarea de un entrenador consiste en proteger a las superestrellas de su propio talento
«La Federación [Española de Fútbol] está en un momento de caza de brujas —dice el jefe de Deportes de El Mundo Eduardo Castelao—. Las jugadoras [del combinado nacional] han pedido una serie de cabezas, aunque ellas digan que no […] y la nueva Federación que encabeza [Pedro] Rocha se las está dando». Además del seleccionador Jorge Vilda, ya han caído el secretario general Andreu Camps y el director de Integridad Miguel García Caba. «No van a ser los únicos —advierte Castelao—. Los momentos que se viven son realmente tensos. Hay gente que está sentada en su despacho esperando a que la llamen para saber si está despedida o no».
El desencadenante de esta purga fue el lamentable piquito de Luis Rubiales, pero da la impresión de que se está aprovechando una aspiración general para impulsar una agenda particular que, según Castelao, combina «algunas reivindicaciones justas y otras no tanto».
Las futbolistas reclaman con toda legitimidad ser tratadas como profesionales o percibir el mismo porcentaje que los hombres de los ingresos que generan, pero ¿tienen derecho a poner y quitar entrenadores? La capitana Alexia Putellas niega que hayan pretendido nunca nada semejante, pero ¿por qué ha tenido entonces que interceder ante ellas el Consejo Superior de Deportes para que den una oportunidad a Montse Tomé, la sucesora de Vilda?
El jugador más trascendental
No es fácil entrenar a un equipo de superestrellas.
La conciencia de su talento las vuelve poco receptivas a las sugerencias ajenas y, en parte, no les falta razón. Después de todo, ¿no saben ellas mejor que nadie cómo han llegado a donde han llegado?
Esa era la mentalidad de Michael Jordan en 1987, cuando Phil Jackson se incorporó a los Bulls como segundo entrenador.
La temporada anterior Jordan se había convertido en «el jugador más trascendental [de la NBA]», recuerda Jackson en sus memorias. «No solo conquistó el título de máximo anotador, con un promedio de 37,1 puntos por partido, sino que puso a prueba los límites del rendimiento humano y creó movimientos asombrosos en el aire».
Es natural que el entonces primer entrenador de los Chicago Bulls, Doug Collins, cargara sobre él gran parte del juego.
El macho alfa
No se confundan. Collins no era el clásico entrenador pelota, que intenta desactivar la hostilidad de los astros haciéndose su mejor amigo, una actitud que, según Jackson, «está condenada al fracaso incluso en el mejor de los casos».
Collins encajaba, por el contrario, en la escuela del macho alfa, del «aquí se hace lo que yo digo y punto».
Había obligado a los deportistas a memorizar entre 40 y 50 jugadas y, en función de lo que veía en el parqué, ordenaba una u otra desde las bandas. El propósito último era siempre el mismo: explotar la muñeca letal de su mejor tirador. «El ataque de los Bulls —dice Jackson— consistía en que cuatro jugadores abrieran espacios para que Jordan hiciese su magia».
Una gran orquesta
El problema de esta estrategia era doble.
Por una parte, la inteligencia del equipo dependía de una sola cabeza, la de Collins, lo que impedía que los jugadores pensaran por su cuenta y los volvía, por tanto, mucho más previsibles. El mítico escolta de los Lakers Kobe Bryant lo explica muy bien en el libro de Jackson. «Era difícil jugar contra nosotros porque los adversarios no sabían cómo reaccionaríamos. ¿Y por qué no lo sabían? Porque ni siquiera nosotros lo sabíamos. Interpretábamos la situación y obrábamos en consecuencia, como una gran orquesta».
El segundo inconveniente era que el protagonismo de Jordan facilitaba la defensa a sus rivales, porque, una vez neutralizado, el equipo carecía de alternativas.
Todo lo que necesitas es amor
«Los Bulls tenían que convertirse en una tribu», recuerda Jackson. ¿A qué se refería exactamente?
«Se necesitan varios elementos críticos para ganar la NBA, incluida la combinación adecuada de talento, creatividad, inteligencia, resistencia y, por supuesto, suerte», enumera Jackson. Y recuerda cómo Napoleón replicaba a quienes le desgranaban los méritos de un candidato a general: «Todo eso está muy bien, pero ¿tiene suerte?».
En todo caso, ni una buena estrella ni ninguno de los otros factores pueden nada «si falta un ingrediente fundamental: el amor».
Lanzarte sobre una granada
Jackson no se refiere, naturalmente, ni al amor romántico ni a la caridad cristiana.
Se trata más bien del vínculo que surge en una unidad de combate como la que el periodista Sebastian Junger describe en Guerra. Aquellos hombres destinados en un remoto y violento valle de Afganistán estaban más preocupados por lo que les pudiera ocurrir a sus camaradas que a ellos mismos. «La versión más intensa de este compromiso con el grupo —escribe Junger— es lanzarte sobre una granada de mano para salvar a quienes te rodean».
¿Por qué habría de hacer nadie algo tan contrario al instinto de supervivencia?
«Porque quiero a mis hermanos —le contestó uno de los soldados—, los quiero de verdad. Esto es una hermandad. Poder salvar su vida para que puedan vivir me parece que vale la pena. Y todos ellos lo harían por mí».
Esa conciencia «tribal» fue la que Jackson se propuso insuflar en los Bulls cuando, en 1989, destituyeron a Collins y lo nombraron a él primer entrenador.
El plan de Jackson
La tarea no era sencilla.
Había que empezar por pedirle a Jordan que, básicamente, dejara de lanzar tanto a canasta para que otros compañeros se involucraran más en el ataque. No se lo tomó muy bien. Cuando intentaban convencerle de que «no hay ‘yo’ (I) en la palabra ‘equipo’ (team)», replicaba con su sonrisa de lobo: «Pero sí la hay en la palabra ‘ganar’ (win)».
Pese a todo, Jordan accedió a poner a prueba el plan de Jackson.
«Le concedo dos partidos», comentó inicialmente a un periodista, pero de pronto se sentía a gusto moviéndose sin balón y viendo cómo complicaba la vida a los entrenadores rivales, que ya no podían ponerle encima dos o tres marcadores, porque eso generaba un montón de ocasiones para sus compañeros.
Aunque aquel año volverían a caer en los play off contra, los Detroit Pistons, su némesis, Jackson detectó «indicios de que se estaban convirtiendo en un equipo más generoso» y perseveró en su visión.
La canasta de Paxson
Mediada la temporada 90-91, las piezas comenzaron a encajar.
Jordan ya no saltaba a la cancha «solo para anotar», como observó Scottie Pipen, y los Pistons no resultaron una barrera insalvable. El único obstáculo que los separaba de su primer anillo eran los Lakers de Magic Johnson.
Entonces Jordan sufrió una recaída.
Volvió al viejo hábito de intentar ganar por sí solo. En el último partido de la serie, a falta de poco más de un minuto para el final, los Lakers iban dos puntos por delante. Jordan subía el balón por la pista y Jackson supuso desalentado «que se dirigiría hacia la canasta, como solía hacer en esas situaciones, pero engañó a la defensa y la atrajo hacia sí, creando una oportunidad para [el base John] Paxson».
Fue «increíble»: Paxson encestó, los Bulls se impusieron y Jordan conquistó el primero de sus seis campeonatos.
La misión del entrenador
La canasta de Paxson es toda una parábola.
Magic Johnson ganó el primer anillo en su año de rookie; Jordan tardó siete temporadas. Paradójicamente, su enorme talento se reveló su peor enemigo. Para acabar de triunfar, necesitaba que alguien lo guiara desde fuera y le hiciera ver que, sin la colaboración de los Paxson de la vida, no se llega muy lejos. Esa es la misión de un buen entrenador: proteger a las estrellas de sí mismas.
Por eso es una temeridad dejarles que anden quitándolo y poniendo a su antojo.