Zapatero, Rajoy y la explosión del secesionismo catalán a la luz de la teoría económica
Los políticos no son buenos ni malos; están hechos de nuestra misma carne mortal y, simplemente, maximizan su utilidad
Olvidamos a menudo que el político profesional es un señor que, cuando empieza a verse luz al final del túnel, encarga más túnel. El político profesional vive del túnel, no de la luz. Su tarea fundamental es encontrar problemas para sus soluciones. Acuérdense de la urgencia de José Luis Rodríguez Zapatero por reformar el Estatut. José Bono cuenta en sus memorias que, en setiembre de 2005, le hizo ver que el asunto preocupaba solo «¡al 0,4% de los catalanes!».
¿Disuadió eso a Zapatero?
En absoluto. Pasqual Maragall, el eterno aspirante a la Generalitat, lo había convencido de que para arrebatársela a CiU no quedaba otro remedio que pactar con ERC y esta le exigía una ampliación del autogobierno. El resto de la historia es conocido. Maragall cumplió su sueño de ser president, Artur Mas reforzó su retórica nacionalista para no perder la cara y los votantes de CiU partidarios de la independencia, que apenas eran un 20% en 2005, pasaron al 65% en 2012 y al 70% en 2013.
Hoy, en Junts, la formación heredera de Convergència, no queda ni un autonomista.
La izquierda atribuye la explosión del secesionismo catalán a la torpeza de Mariano Rajoy, y algo de razón lleva, pero la responsabilidad primera fue de Maragall y Zapatero. Se inventaron el problema de que había que «construir una España cómoda para todos» y así aplicar su solución de un nuevo Estatut.
¿Qué es en realidad el Estado?
Muy pocos expertos creen hoy que los Gobiernos deban abstenerse de intervenir en economía.
El primer gran valedor de esta posición fue John Maynard Keynes. Tras el colapso de Wall Street en 1929, argumentó que para evitar la recesión era imprescindible aumentar el gasto público. Tras la Segunda Guerra Mundial, las democracias occidentales concluyeron asimismo que la igualdad de oportunidades requería la provisión universal y gratuita de educación y sanidad.
«Los economistas asumían que el Estado podía arreglar las cosas —escribe Niall Kishtain—, pero ¿qué es en realidad el Estado?»
Nos educan en la convicción de que es una entidad supraindividual movida por un principio igualmente supraindividual: el interés general. Se trata de una concepción algo ingenua. El Estado no es más que una colección de funcionarios y políticos que, como cualquier hijo de vecino, poseen su propia agenda.
Y del mismo modo que el ser tiende a perseverar, según Spinoza, el gobernante tiende a mantenerse en el cargo, según James Buchanan.
¿Y de qué pasta están hechos los políticos?
Esto no significa que los políticos sean un caso perdido.
No son ni buenos ni malos. Están hechos de nuestra misma carne mortal y, simplemente, maximizan su utilidad. Son capaces de lo mejor y de lo peor. En ausencia de cualquier control, como sucede en las cleptocracias africanas, se dedican a repartir rentas y privilegios entre sus secuaces y pueden dejar un país en las raspas.
Pero incluso en las democracias avanzadas, sus intereses no están siempre alineados con los de los ciudadanos.
Hemos mencionado a Zapatero y el Estatut, pero en economía la casuística es aún más abundante. Pensemos en los aranceles. La teoría y la práctica han demostrado que elevan el precio de los bienes y perjudican a la mayoría. Los productores y trabajadores afectados están, sin embargo, bien organizados y muy motivados, mientras que los consumidores son más, pero están dispersos y difícilmente se movilizarán por el modesto ahorro que hay en juego.
Lo más probable, por tanto, es que un Gobierno se lo piense dos veces antes de liberalizar las importaciones.
El último valladar
¿No hay nada que pueda hacerse para reconducir a los políticos por el buen camino?
Buchanan creía que debíamos «aceptar el hecho de que algunos hombres se valen a veces de medios políticos para promover intereses privados o de grupo». Y exigir a todos que se comporten con arreglo al precepto evangélico de «ama al prójimo como a ti mismo» no es realista ni deseable, como atestiguan los casi dos siglos de guerras de religión en Europa.
La única salida es diseñar mecanismos que desincentiven las conductas indeseables.
Por ejemplo, en economía se gravan las emisiones contaminantes de modo que se vuelva prohibitivo arruinar la calidad del aire o del agua. Del mismo modo, en política se habilitan los contrapesos de la libertad de información o de la independencia de los tribunales para dificultar los desmanes del Ejecutivo. La Constitución es, en última instancia, el valladar que disuade al gobernante de turno de encargar más túnel cuando empieza a verse la luz, y la de 1978 nos ha servido bien hasta ahora.
Habrá que ver qué pasa en adelante.