Lecciones económicas de la cuarta Eurocopa
¿Se imaginan que la selección nacional de fútbol se rigiera por los mismos principios que la universidad española?
«Es un orgullo para mí […] dirigir a […] estos extraordinarios futbolistas —alardeaba este lunes el seleccionador Luis de la Fuente de sus jugadores desde el escenario montado en la Cibeles—. Representan una escuela de valores: superación, sacrificio, trabajo, compañerismo, humildad, generosidad, talento, categoría… Un ejemplo para este país, para España».
Y la selección nos interpela, ciertamente, como un espejo en el que mirarnos. ¿Cuál ha sido la clave de su éxito? ¿En qué es un modelo?
La lectura más obvia e inmediata la ha hecho la izquierda e iba dirigida a los votantes de Vox. ¿No es una contradicción que, al mismo tiempo que celebran los goles de la Roja, soliciten la impermeabilización de «nuestra frontera sur»? De ella han salido Nico Williams y Lamine Yamal, dos de los héroes de Berlín. «A algunos les debe de estar estallando la cabeza ahora mismo», ironizaba en X la politóloga Arantxa Tirado.
No podemos ser racistas
La victoria habría sido, según esta tesis, una «reivindicación de la España diversa» y, si deseamos agrandar la leyenda, no podemos ser racistas.
Para empezar, oponerse a la inmigración ilegal y ser racista no es lo mismo. Pero, sobre todo, esta argumentación utilitarista siempre me ha parecido peligrosa. Desde pequeñito me enseñaron que las cosas había que hacerlas bien porque había que hacerlas bien, no por las posibles ventajas que comportara. Ser cruel puede ser muy práctico. Piensen en los experimentos con esclavas que se realizaron en Alabama a mediados del siglo XIX para combatir la fístula vaginal. O imagine a una familia judía que huye sigilosa de los nazis cuando el bebé rompe a llorar. ¿Debe la madre asfixiarlo y salvar así al resto de sus hijos?
En realidad, ser racista seguiría siendo malo incluso aunque hubiéramos perdido contra Inglaterra.
Los indeseables también ganan torneos
El triunfo de los muchachos de De la Fuente no tiene que ver con la multiculturalidad ni el progresismo, pero tampoco con la decencia.
Cuando en 2012 ganamos la anterior Eurocopa, la economía española se debatía al borde del rescate y una comentarista subrayó el contraste entre la avaricia y la soberbia de «los nuevos ricos» que nos habían arrastrado al desastre inmobiliario, y las virtudes que encarnaba la selección, entre las que brillaban la humildad de Iniesta, la alegría de Pepe Reina o la elegancia de Xavi.
Lo cierto, sin embargo, es que no existe mucha correlación entre la moral y el éxito deportivo.
Se puede ganar siendo humilde como Iniesta, alegre como Reina y elegante como Xavi, pero también arrogante como Balotelli, pendenciero como Rooney y hortera como Beckham. Los casos de indeseables que han triunfado en el fútbol americano, el baloncesto o el atletismo son cuantiosos. La Wikipedia tiene incluso una relación de deportistas profesionales condenados en Estados Unidos por diferentes delitos.
¿Qué lecciones encierra, entonces, esta cuarta Eurocopa?
El fútbol y la universidad
La principal es lo buena que es la competencia.
El fútbol español es implacablemente meritocrático. En la selección no hay enchufes que valgan. El extremo izquierdo lo ocupa un muchacho que ha superado una criba salvaje, en la que una red altamente capilarizada de ojeadores y entrenadores ha detectado y evaluado a cientos de miles de niños. Y cuando finalmente De la Fuente decide que Nico Williams es la persona indicada, a ningún directivo de la Federación se le ocurre llamar para decirle que tiene un sobrino que es una centella.
Tampoco funcionan las cuotas.
De la Fuente no tiene que estar pendiente de si cumple con la paridad, ni de si hay demasiados caucásicos en la alineación o se discrimina a los andaluces en beneficio de los catalanes o los vascos. El único criterio que cuenta es la calidad, algo que no puede decirse de muchos otros ámbitos. El vitriólico Xavier Sala-i-Martin se preguntaba una vez: «¿Se imaginan que el Real Madrid se rigiera por las mismas normas que la universidad española?». Los jugadores cobrarían en función de la antigüedad, habría que alinearlos aunque no dieran pie con bola y al entrenador lo elegirían todos los empleados del club, incluido el utillero.
La distopía meritocrática
Muchos pensarán que la meritocracia despiadada del fútbol no es extrapolable a otros ámbitos, y no lo discuto.
En esta misma sección hemos hablado de Michael Young. Este sociólogo se planteó en El auge de la meritocracia cómo sería una sociedad en la que hubiera auténtica igualdad de oportunidades y en la que cada cual ocupase el lugar que le correspondiera en función de sus capacidades. El resultado era completamente distópico, porque quienes acababan al pie de la pirámide ni siquiera podían atribuir su posición a la mala pata. Debían asumir que eran «realmente inferiores».
Necesitamos más meritocracia, pero con plena conciencia de sus límites, y esa es la segunda lección de la Eurocopa.
Unos caprichosos centímetros
Pensemos en el gol de Lamine Yamal contra Francia.
Se ha elogiado justamente como una obra de arte, pero ¿cuántas veces tiros similares han pasado rozando el larguero o se han perdido directamente en el tercer anfiteatro? Si fuera una cuestión de mera técnica, veríamos muchos tantos parecidos, pero no abundan porque hace falta que confluyan factores que escapan por completo al control del jugador. Lo mismo, pero en sentido contrario, puede decirse del penalti fallado por João Félix ante la propia Francia. ¿Estaba mal lanzado porque se estrelló contra el poste?
Conviene reivindicar el papel de la suerte.
El escritor Rajessh M. Iyer cuenta que, en vísperas de una de sus campañas, Napoleón debía cubrir una vacante en su Estado Mayor y alguien puso sobre la mesa el nombre de un general. «Sé que es un militar competente y un líder astuto —replicó el emperador—, pero ¿tiene suerte? —Y ante el estupor de los circunstantes añadió—: Prefiero un general afortunado a uno bueno».
Eduquemos a nuestros hijos, como quiere De la Fuente, en los valores de la superación, el sacrificio y el trabajo, pero desvinculándolos de la victoria y la derrota, a las que apenas separan unos caprichosos centímetros.