THE OBJECTIVE
La otra cara del dinero

Jimmy Carter, el hombre que mató a Liberty Valance

El 39 presidente suscita la inquietante duda de si no estará la decencia reñida con el buen gobierno

Jimmy Carter, el hombre que mató a Liberty Valance

El 39º presidente de los Estados Unidos, Jimmy Carter.

Muchos años después de dejar la Casa Blanca, Jimmy Carter había de recordar que nunca rezó tanto como cuando fue presidente. Eran unas oraciones metódicas, propias del ingeniero de la marina que estaba a punto de ser cuando, debido al fallecimiento de su padre, tuvo que abandonar la carrera naval para hacerse cargo de la plantación familiar de cacahuetes.

Su biógrafo Jonathan Alter cuenta que cada mañana, en el despacho oval, Carter invocaba la inspiración divina para «tres cuestiones clave», a saber: «¿Son los objetivos que persigo los adecuados? ¿Estoy obrando de conformidad con mi ética personal, mi fe cristiana y las exigencias de mi cargo? ¿Y he hecho lo mejor, dadas las alternativas disponibles?»

«Jimmy Carter fue quizás el más virtuoso de todos los presidentes estadounidenses», ha titulado su obituario The Economist, y justamente por ello suscita «la inquietante idea de que tal vez sea imposible para un mandatario realmente eficaz ser una buena persona». ¿Fue tan ineficaz? ¿Y de verdad está reñida la decencia con el buen gobierno?

Lo que dice la leyenda

«Si usted, como yo, creció en los Estados Unidos —escribe el economista Noah Smith—, probablemente habrá escuchado una historia […] que reza más o menos así: ‘En los años 70, las políticas liberales [socialistas] de Carter habían provocado un alza galopante de los precios. Entonces, llegó [Ronald] Reagan, derrotó la inflación y relanzó la actividad mediante un programa de desregulación y de rebajas tributarias’». Además, patrocinó una carrera armamentística que obligó a la URSS a gastar más de lo que le permitía su renqueante aparato productivo, «arruinándola y ganando así la Guerra Fría».

Esta es la imagen que más o menos tenemos todos de Carter: un mandatario bienintencionado, pero ingenuo, que entregó el canal de Panamá sin apenas contrapartidas, que se dejó intimidar por el Kremlin y que fue finalmente humillado para nada por el ayatolá Jomeini, mientras a su alrededor la economía se desmoronaba y él se empeñaba en aplicar trasnochadas recetas keynesianas.

Una bestia diferente

Ciertamente, a Carter le tocó gestionar tiempos complicados. Carl Biven, profesor emérito del Instituto de Tecnología de Georgia, cuenta cómo su Administración se enfrentó al desafío simultáneo de la inflación y el estancamiento, un fenómeno tan novedoso que carecía de nombre y para mencionarlo hubo que acuñar uno sobre la marcha: «estanflación».

Hasta entonces, los dos problemas se habían presentado por separado y las autoridades podían conjurarlos con las palancas monetaria y fiscal. Cuando la actividad decaía, bajaban los tipos y estimulaban el gasto. Cuando los precios se salían de madre, subían los tipos y recortaban el gasto.

Pero cuando en enero de 1977 Carter juró su cargo, el embargo de la OPEP había disparado el IPC y deprimido la demanda, y los remedios tradicionales no estaban funcionando. Si subías los tipos para controlar el IPC, la actividad se hundía y, si los bajabas para estimular la actividad, el IPC se descontrolaba.

Una dura medicina

«De todas las conmociones que sacudieron la Administración [de] Carter —escribe Biven—, la más relevante fue la atonía de la productividad».

La aversión al mercado posterior a la Gran Depresión había inundado Estados Unidos (y Occidente entero) de regulaciones que resguardaban a las compañías de la competencia y limitaban los incentivos para innovar y mejorar la producción por trabajador. Y si los trabajadores generaban el mismo (o incluso menos) valor, ¿de dónde podía salir el dinero para que hicieran frente a la carestía de la vida inducida por los choques del petróleo? Los empresarios podían renunciar a sus beneficios o cobrar más por sus artículos, pero la primera opción tenía un recorrido limitado y la segunda engordaba el IPC.

No quedaba más remedio que llevar a cabo un ajuste. Por un lado, había que atajar la inflación con una fuerte subida de los tipos y, por otro, introducir competencia en los sectores más regulados. Era una estrategia impopular, que endurecería el crédito y provocaría miles de despidos. Las víctimas principales serían los más humildes y Carter era plenamente consciente de ello. «Venía del sur rural —diría uno de sus asesores, Stuart Eizenstat—, sabía bien lo que era la pobreza».

Pero hizo lo mejor, dadas las alternativas disponibles.

El gran desregulador

«Fue Jimmy Carter quien puso a [Paul] Volcker al frente de la Reserva Federal», explica Noah Smith. Volcker era un conocido halcón y no decepcionó a su público. En 1979 llevó los tipos al 17,61% y provocó la primera de las dos recesiones que llevan su nombre y que desde luego no ayudaron a que el presidente saliera reelegido.

Carter también bajó los impuestos en dos ocasiones (1977 y 1979) y, sobre todo, impulsó las leyes que galvanizarían todo tipo de sectores. «No se entiende por qué Carter tiene tan mala fama, especialmente entre los liberales y los conservadores —observaba hace unos años el director de The Skeptical Libertarian—, [cuando] desreguló la industria del petróleo, los ferrocarriles, las aerolíneas y la cerveza».

¿Y Reagan? «A pesar de toda su retórica incendiaria —dice Smith—, durante sus dos mandatos apenas sacó adelante dos liberalizaciones […] significativas: la del transporte en autocar y la de las cajas de ahorro».

Panamá, la URSS, Irán

Carter no fue un mandatario blando, sino fundamentalmente pragmático. El control del canal de Panamá cebaba el sentimiento antiestadounidense en toda Latinoamérica y retenerlo, tal y como argumenta la revista Foreign Policy, «habría requerido el estacionamiento permanente de 100.000 soldados […] para prevenir los inevitables atentados terroristas». Reagan se opuso enérgicamente a la retrocesión, sugiriendo que «creaba un vacío de poder en el Caribe que Fidel Castro y su patrón, la URSS, podían aprovechar». Luego, una vez en la Casa Blanca, no movería ni un dedo para revocarla, y con muy buen criterio, porque «han funcionado bastante bien», según Foreign Policy.

En cuanto a su presunto avasallamiento por parte de Moscú, Carter «incrementó considerablemente el gasto en defensa de Estados Unidos y desarrolló el bombardero furtivo B-2, el sistema de posicionamiento global (GPS) y otras tecnologías que más tarde ayudarían a Reagan a intimidar a la Unión Soviética», señala Foreign Policy.

Por último, la incansable negociación de su equipo fue determinante para la liberación de los rehenes de la embajada de Estados Unidos en Teherán, aunque el ayatolá Jomeini se cuidó de hacerla efectiva hasta instantes antes de la toma de posesión de Reagan.

Carter sentó, en suma, las bases de las políticas económicas y geoestratégicas que forjarían la leyenda de su sucesor. Como en la película de John Ford, fue el hombre que mató a Liberty Valance, aunque el mérito se lo llevara otro (igualmente sin saberlo, con gran probabilidad).

Un temperamento de segunda

«Como la mayoría de los ingenieros —escribe Alter—, [Carter] rechazaba la rigidez ideológica». Tenía una mentalidad práctica y procuraba basar sus decisiones en datos.

Pero los ingenieros rara vez son grandes líderes, y Carter no fue una excepción. «El juez del Tribunal Supremo Oliver Wendell Holmes —recuerda Alter— describió a Franklin D. Roosevelt como un intelecto de segunda y un temperamento de primera. Jimmy Carter era todo lo contrario: un intelecto de primera y un temperamento de segunda». Le impacientaba que lo contradijeran y no dudaba en emplear su ingenio «para mortificar a los colaboradores que no se habían preparado rigurosamente las reuniones».

No le importaba lo que opinaran de él, algo que quizás no suponga un inconveniente para entrar en el Cielo de los baptistas, pero que en un político constituye un pecado mortal.

Un gran ejemplo

Tras dejar la Casa Blanca, Carter desplegó una admirable labor humanitaria. «Como responsables del Centro que lleva su nombre —escribe Salim Yaqub, del Lowy Institute—, su esposa Rosalynn y él recorrieron el planeta desactivando conflictos, fomentando la democracia, promoviendo los derechos humanos y combatiendo las enfermedades». Este activismo y su mediación en los acuerdos de Camp David, que en 1978 habían sellado la paz entre Israel y Egipto, le valieron el Nobel de la Paz en 2002.

Paradójicamente, todo ello alimentaría aún más esa leyenda de buena persona, pero ingenua y definitivamente reñida con un gobierno eficaz. Nada más alejado de la realidad. Fue su firme compromiso de obrar siempre de conformidad con su ética personal y su fe cristiana lo que lo llevó a adoptar las medidas correctas, aún a sabiendas de que eran impopulares, de que nunca cosecharía sus frutos y de que seguramente se estaba cerrando el camino de la reelección.

Qué ejemplo para estos tiempos de cinismo, en los que todo vale con tal de preservar el poder.

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