El descenso de Venezuela al infierno bolivariano
Ocho millones de personas han dejado el país en «la mayor migración de masas» de la historia de América, según HRW

Nicolás Maduro baila con su mujer Cilia Flores en la celebración posterior a su jura como presidente de Venezuela el pasado 10 de enero. | Marcos Salgado (Xinhua News)
El 11 de febrero de 2014, harto de las multitudinarias protestas contra su gestión, el presidente venezolano Nicolás Maduro proclamó en los medios: «¡Leopoldo va preso!»
Se refería al líder de Voluntad Popular, Leopoldo López, uno de los convocantes de las manifestaciones. Javier Moro cuenta en Nos quieren muertos que el líder opositor se lo tomó al principio con filosofía. «Bueno, no es la primera vez que me amenazan —comentaría a la mañana siguiente a su entorno más próximo—. Maduro ya lo hizo en 17 ocasiones, en la cadena nacional, en radio y televisión, ¿no lo recuerdan?»
Esta vez iba, sin embargo, en serio. Ese mismo día López debió pasar a la clandestinidad, donde, después de mucho meditarlo, concluyó que el mejor modo de poner en evidencia los abusos del régimen bolivariano era convertirse en un preso de conciencia, igual que antes que él habían hecho Nelson Mandela, Mahatma Gandhi o Nguyen Van Thuan.
Antes de entregarse quedó con Carlos Vecchio, su segundo en Voluntad Popular, para cederle los trastos. Fue una reunión triste, llena de autocrítica.
«¿Dónde habían fallado?, se preguntaban, sentados en la terraza de aquel apartamento —escribe Moro—. ¿Cómo habían llegado a ese punto?». Y concluyeron que su gran equivocación fue «haberles subestimado», no creerles «capaces de saltarse todas las reglas y de retorcer la ley como lo han hecho».
López tendría ocasión de comprobar hasta qué punto llevaba razón. Casi dos años después lo condenaban a 13 años, nueve meses, siete días y 12 horas de cárcel tras un proceso completamente amañado, como reconocería el propio fiscal tras fugarse a Miami.
Una serie de catastróficas desdichas
La tesis más benévola sobre el régimen bolivariano sostiene que el terror político y la incompetencia económica empezaron con Nicolás Maduro. Hugo Chávez habría cometido, sin duda, errores. Pecó de autoritario y no logró romper la dependencia del petróleo, pero lo hizo urgido por la apremiante situación heredada.
«A lo largo de la década que subsiguiera a la elección de Chávez —escribía en 2019 Asier Arias en Público— los índices de pobreza cayeron del 50% al 25% y los de pobreza extrema del 25% al 7%. Por su parte, el PIB per cápita se duplicó holgadamente mientras la mortalidad infantil y el desempleo cayeron un 50%».
Este legado se habría echado a perder tras el fallecimiento en 2013 del comandante como consecuencia, según sus defensores, de una serie de catastróficas desdichas.
El desplome del crudo a lo largo del año siguiente obligó a imponer controles de precios «a fin de garantizar el acceso universal a bienes indispensables», explica Arias. Por desgracia, no funcionaron porque «las empresas que dominan la distribución de cada uno de estos bienes básicos disponen de la posibilidad de crear mercados alternativos, propiciando ciclos de desabastecimiento».
Finalmente, en 2014 «la Administración Obama impuso una serie de sanciones a Venezuela alegando razones de seguridad nacional», a las que seguirían otras mucho más duras de Donald Trump en 2017.
La maldición de los recursos
«Venezuela —me confesaba hace tiempo la columnista Beatriz de Majo en Caracas— no ha tenido gobiernos buenos y gobiernos malos. Ha tenido gobiernos con altos precios del petróleo y gobiernos con bajos precios del petróleo».
Cuando Chávez llegó en 1999 al Palacio de Miraflores, el barril de Brent rondaba los 10 dólares, pero un año después estaba en 30 y en 2008 superaría los 130. Esta extraordinaria bonanza le permitió embarcarse en una encomiable labor social, pero lo arrojó también en brazos de la maldición de los recursos, que condena a las naciones ricas en materias primas a crecer más lentamente.
«La principal explicación de este patrón —explica Noah Smith— es que los ingresos fáciles procedentes de la abundancia mineral desincentivan el desarrollo del tipo de instituciones [democráticas] necesarias para una verdadera industrialización: educación de calidad, infraestructuras, derechos de propiedad, burocracias eficaces, etcétera».
Numerosos ejemplos en África y Oriente Próximo avalan esta teoría, pero Venezuela es probablemente su mejor exponente.
Gracias al chorro de divisas que le reportaban sus pozos, Chávez pudo dar la espalda al mercado. Sus nacionalizaciones no se limitaron a sectores estratégicos, como el eléctrico, las infraestructuras o las comunicaciones. Eran famosos sus paseos televisados en los que preguntaba por la titularidad de este comercio o de aquel edificio y, si no era pública, exclamaba: «¡Exprópiese!». El Estado se hizo así con un parque de joyerías, granjas, agencias de viajes o cadenas de alimentación con las que luego no sabía qué hacer y que operaba con pérdidas.
Pero daba igual, porque siempre quedaba el colchón de Petróleos de Venezuela SA (PDVESA).
La gallina de los huevos de oro
Con la coartada de las urgencias sociales, Chávez empezó a detraer cada vez más fondos de la energética pública.
Al principio lo hizo en detrimento de la inversión, pero ni así le alcanzaba para todos los gastos y, cuando los gestores de PDVSA le advirtieron de que iba a matar a la gallina de los huevos de oro, The Economist cuenta que los acusó de «ocultar sus beneficios mediante una contabilidad engañosa» y les colocó por encima a una serie de jefes que le eran leales, pero no tenían mucha idea del negocio.
El malestar de los trabajadores acabaría materializándose en una gran huelga en 2002. Chávez no se anduvo con paños calientes y despidió a sus patrocinadores. «De un plumazo, PDVSA perdió a casi todos sus empleados más experimentados y mejor cualificados», dice The Economist. El deterioro de la gestión fue inmediato y se traduciría en los años posteriores en una importante reducción de las exportaciones, que pasaron de 3,1 millones de barriles diarios a 1,7 en 2013.
Los ingresos, no obstante, apenas se resintieron porque la cotización del crudo seguía disparada.
Los aviesos oligarcas
Hemos visto que Asier Arias atribuía el declive venezolano a otros dos factores: 1) La insolidaridad de «las empresas que dominan la distribución», que creaban «mercados alternativos» para eludir los controles de precios, «propiciando ciclos de desabastecimiento». Y 2) Las sanciones que la Administración Obama impuso a Venezuela en 2014.
Respecto de la creación de mercados alternativos, el problema no es de insolidaridad.
Pongamos que eres un tendero que quiere importar harina de maíz en 2010. Vas a Colombia y allí te piden un dólar por cada uno de los 100 kilos que quieres llevarte. Como el Gobierno ha decidido que el cambio oficial es de 4,3 bolívares por dólar, son 430 bolívares. Pero, claro, nadie te vende billetes verdes a ese precio, sino que te pide exactamente el doble, o sea, 8,6. El resultado es que los 100 kilos te cuestan 860 bolívares. Pero dado que las empresas están «obligadas a importar al tipo de cambio fijado por el Estado», ¿qué haces?
O colocas la harina en el mercado negro por un poco más de lo que te ha costado, que es una cifra muy superior al precio máximo autorizado, o sencillamente no la traes.
La puntilla
En cuanto a las sanciones de Obama, lo que Arias omite en su artículo es que se circunscribieron a una cincuentena de autoridades responsables de vulnerar los derechos humanos. Se congelaron sus activos en el extranjero y se les retiró el visado, algo que no tuvo el menor efecto en la economía general.
Las medidas que adoptó Trump en 2017 sí fueron más serias, pero para entonces la situación de Venezuela era pavorosa.
«En 2016, el año anterior a la imposición de sanciones, las importaciones de alimentos en el país habían caído un 71% desde su máximo de 2013 —se lee en un informe de la Institución Brookings—. Las importaciones de medicamentos y equipos médicos cayeron un 68% entre 2013 y 2016. En términos de ingesta de calorías, en agosto de 2017 los venezolanos que ganaban el salario mínimo apenas podían permitirse un máximo de 6.132 de las calorías más baratas disponibles por día, lo que equivale al 56% de las necesidades alimentarias mínimas de una familia de cinco personas. Esto supone un 92% menos de calorías de las que el salario mínimo podía comprar en enero de 2010. La mortalidad infantil, un buen indicador de la calidad de los servicios de salud pública, aumentó un 44% entre 2013 y 2016».
Un monigote de la extrema derecha
Chávez no solo sentó las bases del colapso económico. También marcó la senda de crueldad que sus sucesores han transitado, como ponen de relieve las historias del general Raúl Isaías Baduel y de la jueza María Lourdes Afiuni que Javier Moro recoge en Nos quieren muertos.
Baduel se había hecho «íntimo amigo de Chávez en la academia militar y habían conspirado juntos en el fracasado golpe de 1992 —escribe Moro—. Años más tarde, sus comandos rescataron a Chávez de la isla donde lo habían encerrado y lo devolvieron triunfante al palacio. Entonces Baduel era considerado un héroe de la revolución». La relación se agrió cuando se negó a que las fuerzas armadas abrazaran el socialismo y manifestó «su oposición a la influencia de Cuba» o «a conmemorar su sublevación de 1992. Pensaba que no era apropiado honrar un golpe de Estado».
Chávez denunció a Baduel como «traidor» y «monigote de la extrema derecha», y lo recluyó en el penal de Ramo Verde, donde según el régimen falleció en 2021 de covid, algo que sus familiares niegan.
La ordalía de una jueza honesta
Por su parte, María Lourdes Afiuni labró su desgracia cuando dejó en libertad a Eligio Cedeño, un empresario y banquero enemigo de Chávez.
Tras un juicio amañado (especialidad de la casa), Afiuni fue condenada a 30 años en la prisión femenina del INOF, «un infierno sobrepoblado donde se encontró con presas que ella misma había mandado encarcelar y que habían jurado venganza —cuenta Moro—. Algunas la agredieron sexualmente. Otras le pegaron para después desvalijarla. La amenazaron con beber su sangre. Vivió en un clima de terror hasta que unos activistas denunciaron su situación ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que exigió que se le hiciera un juicio o se la liberase».
En la actualidad, se encuentra en libertad, aunque no puede abandonar el país ni realizar declaraciones.
El mayor éxodo
Leopoldo López forma parte de los ocho millones de personas que han abandonado Venezuela en lo que Human Rights Watch ha descrito como «la mayor migración de masas» de la historia reciente de América.
Ante tan descomunal catástrofe, no deja de sorprender la indiferencia (por no decir algo peor) del actual Gobierno español.
No siempre fue así. Mariano Rajoy dio visibilidad a los atropellos madurochavistas recibiendo en La Moncloa a la mujer de López, Lilian Tintori. Felipe González también ha tenido un comportamiento ejemplar. No puede decirse lo mismo de José Luis Rodríguez Zapatero, el único líder al que las autoridades permitieron visitar a López para ofrecerle un alivio penal a cambio de que dejara de «agitar la calle». El líder de Voluntad Popular se negó. «Zapatero —recordaría después— no venía como mediador, no era imparcial, no era neutral».
Y tanto que no lo era.
Traficante de presos
«Con el cambio de Gobierno en España —escribe Moro—, Zapatero había asegurado a Maduro que se iba a ocupar de que Pedro Sánchez cambiase la política hacia Venezuela».
Tuvo que esperar, no obstante, a que Josep Borrell se fuera de Alto Representante a la Unión Europea y dejara el Palacio de Santacruz. Su primera sustituta, Arancha González Laya, dejó de escuchar a su embajador en Caracas, Jesús Silva, en cuya legación se había refugiado López tras su puesta en libertad. González Laya prefería informarse de la coyuntura venezolana a través de unos amigos de Naciones Unidas, que tenían una visión más complaciente del régimen.
Con el actual responsable de Exteriores, José Manuel Albares, la cosa empeoraría aún más.
No tardó en destituir a Silva, quien insinuó a López que la embajada había dejado de ser un lugar seguro. Con la ayuda de Alberto Losada, el responsable de las juventudes del partido, López pidió prestada una camioneta a una empresa eléctrica, se puso un mono de operario y, tras sucesivos cambios de vehículo y ropa, fue superando controles hasta alcanzar la frontera con Colombia. Allí sobornó al último retén y cruzó a la otra orilla.
López vive hoy en Madrid, donde paradójicamente han buscado asilo muchos carceleros arrepentidos, como el general que allanó su casa. «Cualquier día —escribe Moro— se lo encontrará por la calle, y todo gracias a Zapatero, ‘ese traficante de presos políticos’, como lo llaman algunos».