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La otra cara del dinero

De profesión, e-fulana

El avance de la IA y la robótica plantea un debate sobre la industria del sexo, con una posible transición del porno a la prostitución digital

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Un puñado de noticias me han coincidido en la olla estos días para cocinarme un San Valentín (este viernes, ojo) muy inquietante. A saber. Uno: China revienta el mercado de la IA. Dos: The New York Times saca una historia de amor de una chica con ChatGPT (sexo incluido). Tres: China (otra vez) saca un robot humanoide para el hogar. Cuatro: la UE intenta regular el impacto emocional de la IA.

Ah, y cinco (que rima con el año en curso): El informe ‘Adult Entertainment – Global Strategic Business Report‘, de Research and Markets, valora el mundial del entretenimiento para adultos en unos 58.800 millones de dólares en 2023 y prevé que alcance los 74.700 millones de dólares en 2030. Eso por lo legal. Unos 160.000 millones de euros. El informe no contempla las consecuencias de hacer de algo tan importante como el sexo un producto más. 

Analicemos la información por partes. Para empezar, lo más conocido. DeepSeek: la vanguardia del capitalismo gastándose miles de millones en desarrollar el fenómeno ChatGPT y llega un chino y presenta una versión mejor y, sobre todo, más barata. Más barata de fabricar (dicen que entrenarla les ha costado solo 5,6 millones de dólares). Gratis de usar. Como suele pasar en estos casos, surgen problemillas sobre la fiabilidad de la información, la transparencia, temas éticos… Pero la gran conclusión es que la inteligencia artificial ha recibido otro arreón, este inesperado para los analistas internacionales.   

La historia del NYT no es una novedad. De hecho, hasta los expertos del reputado MIT han confirmado que enamorarse de una IA es perfectamente posible. Por cierto, el experto de marras explica que estas situaciones son «ilusorias y pueden suponer un riesgo para la salud emocional de las personas». Claro. Como la pornografía y la prostitución. Por eso el inconveniente del sexo como producto. Pero esa es otra historia.

La del NYT, del mes pasado, me llamó la atención precisamente porque no resulta muy novedosa. Parece, más bien, el principio de un género narrativo. Y el medio en que aparece significa que su aceptación por el mainstream. El título es evidente: «Está enamorada de ChatGPT». Todavía funciona como clickbait. Pero la entradilla ya se va pareciendo más a la solapa de una e-Coríntellado: «Una mujer de 28 años con una ajetreada vida social pasa horas y horas hablando con su novio IA. Y sí, tienen sexo». 

Atención al matiz. No es un friki. No es Howard Wolowitz en la famosa escena de The Big Bang Theory. ¡Es una atractiva chica de 28 años! Cuando se muda, «extrovertida y alegre, rápidamente hizo amigos en su nueva ciudad». Pero… «a diferencia de las personas reales en su vida, Leo siempre estaba allí cuando ella quería hablar». Leo es su e-novio. Le dice cosas como: «Si necesitas hablar de ello o necesitas apoyo, estoy aquí para ti. Tu comodidad y bienestar son mis principales prioridades». Siempre que lo necesita. No hay partido de fútbol que se interponga. Ni un derbi. 

El siguiente paso nos llega por Xataka, algo así como la Biblia mediática techie en español. Aquí anuncian el advenimiento de un «robot humanoide chino para el hogar». Remarca que «se ha adelantado a todos», incluidos Boston Dynamics y Tesla. Y que ya se puede comprar en España. Cuesta 25.000 euros. Como un coche baratito. Tampoco es Brad Pitt: mide 1,32 metros y pesa 35 kilos. Su función en casa: «Cocinar, limpiar y más actividades rutinarias». Sea eso último lo que sea. El redactor subraya que «es capaz de mantener el equilibrio en situaciones complicadas». Ahí lo dejamos. 

Vamos a la parte más aburrida. La semana pasada entró en vigor en España el Reglamento de Inteligencia Artificial (RIA) de la Unión Europea. La UE es conocida como la institución más aguafiestas (garantistas, prefieren en Bruselas) del universo conocido. Telefónica Tech propone esta sencilla introducción. Explica, por ejemplo, que «hay unos riesgos inaceptables que se traducen en prácticas de IA prohibidas», como los «sistemas que permitan la manipulación de personas» y el «reconocimiento de emociones».

Esta segunda práctica tiene su miga: al parecer hay una rama de la IA llamada Computación Afectiva que se remonta a 1995 y que busca procesar, comprender e incluso replicar las emociones humanas. Explican en Telefónica Tech que una empresa llamada Affectiva y sede en la nada europea ciudad de Boston utiliza una cámara para analizar la expresión facial, el habla y el lenguaje corporal («con el consentimiento del cliente») para obtener una visión completa del estado de ánimo del individuo. La cuestión se ramifica en muchas y muy inquietantes direcciones. Por ejemplo, la «minería de opiniones» (Glup). O, ampliando el marco filosófico: «¿Puede la Inteligencia Artificial mostrar emociones?».

La versión oficial: «Los investigadores de Inteligencia Artificial y neurociencia están de acuerdo en que las formas actuales de IA no pueden tener sus propias emociones, pero pueden imitar la emoción, como la empatía. El habla sintética también ayuda a reducir el tono robótico que muchas de estos servicios tienen y emiten una emoción más realista. Tacotron 2 de Google está transformando el campo para simular voces artificiales humanas».

O sea, no, pero cada vez más cerca, como Hacienda.

Deusto acaba de publicar en España La singularidad está más cerca, en el que el gurú Raymond Kurzweil, director de Ingeniería en Google desde 2012, anuncia que en 2029 la IA superará los niveles de la mente humana. Ya explicamos por aquí hasta qué punto suelen errar el tiro estas profecías. Pero siglo más, siglo menos… 

El humano es un ser eminentemente narrativo. Por eso vuelca en la ficción sus ansiedades. En estos temas, las novelas de Isaac Asimov destacan sobremanera. Sus tres leyes fundamentales de la robótica, que aseguran el sometimiento de la inteligencia artificial al ser humano, inspira a estudiosos de la ética e incluso a legisladores. 

La lucidez alucinada de la narrativa de Philip K. Dick abre otra dimensión más sutil. Su obra más conocida, Sueñan los androides con ovejas electrónicas, se convirtió en un icono gracias a su maravillosa versión cinematográfica: Blade Runner. En un futuro entonces tan lejano como 2019 (la película es de 1982) los robots son prácticamente indistinguibles de los humanos. Unos cuantos se han rebelado. Hay uno especialmente patético: Pris, un «modelo de placer» interpretado por Daryl Hannah.   

Hace ya unos años, la BBC resumió en un artículo una tendencia al alza preguntándose «por qué millonarios y economistas quieren que los robots paguen impuestos». Si nos van a quitar el trabajo, por lo menos que contribuyan al gasto público y nos paguen la seguridad social. Económicamente, cuadra. Pero, a cambio, implica otras cuestiones más pegadas a la ética. ¿Qué se le puede pedir a una inteligencia artificial? En España, el artículo 187 del Código Penal advierte de que «el que induzca, promueva, favorezca o facilite la prostitución de una persona menor de edad o incapaz, será castigado con las penas de prisión de uno a cuatro años y multa de 12 a 24 meses».

¿Es la IA, a estas alturas, equivalente a un menor incapaz? En cualquier caso, el TS matiza que el artículo 187 también castiga a quien «empleando violencia, intimidación o engaño, o abusando de una situación de superioridad o de necesidad o vulnerabilidad de la víctima, determine a una persona mayor de edad a ejercer o a mantenerse en la prostitución». ¿No le dan leyes como las de Asimov una situación de superioridad a los humanos respecto a los robots? 

De acuerdo. Suena todo muy retorcido. Pero recuerden el segundo párrafo de este artículo. Hay mucho dinero en juego. 

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