The Objective
La otra cara del dinero

Los imperios nunca fueron un gran negocio

Trump es el tratante de ganado que acude a la feria a cerrar buenos tratos y traerse de vuelta una bolsa sustanciosa

Los imperios nunca fueron un gran negocio

Donald Trump va a señalar al mundo por dónde tiene que ir. En la imagen, atendiendo a los medios al pie del helicóptero que lo ha devuelto a la Casa Blanca. | Yuri Gripas (Zuma Press)

Siempre es arriesgado atribuir a Donald Trump un propósito racional, pero gente más juiciosa que yo asegura en The Washington Post que el presidente republicano ha tirado por la borda el complejo sistema internacional surgido de la Segunda Guerra Mundial y está volviendo a otro más tradicional y comprensible para él, en el que los tres grandes poderes (Estados Unidos, China, Rusia) construyen esferas regionales de influencia y ejercen un dominio irrestricto en ellas.

«Es una vuelta a la geopolítica clásica», explica en el reportaje del diario americano Rosa Balfour, directora para Europa del Fondo Carnegie para la Paz Internacional. «Las relaciones internacionales —añade Alex Younger, ex jefe del servicio de inteligencia exterior británico MI6— ya no van a gobernarlas las reglas ni las instituciones multilaterales, sino los acuerdos entre hombres fuertes».

Para ir dando ejemplo, Trump le ha cedido Ucrania a Rusia, después de vaciarle a Zelenski los bolsillos de tierras raras. Dice que lo que pueda pasarle a los ucranianos no le afecta demasiado, dado que hay «un enorme y hermoso océano de por medio». A cambio, él se ha pedido Groenlandia, Canadá y el Canal de Panamá (por ahora).

El viejo buen colonialismo

«Trump carece de filosofía de seguridad nacional, no le interesan las grandes estrategias sostiene John Bolton, alguien que lo conoce bien, porque fue su asesor de Seguridad Nacional—. Sus decisiones son ad hoc, anecdóticas, episódicas. Los analistas tratan de conectar los puntos en busca de un patrón, pero ni Trump es capaz. A veces no está de acuerdo por la tarde con lo que ha dicho por la mañana».

Bolton pretende ser despectivo, pero si hay algo que Trump lleva a gala es su absoluta ausencia de pretensiones intelectuales. Él representa al ciudadano de a pie, ese al que demócratas y republicanos llevan décadas ignorando en el nombre de la alta diplomacia.

En lo sucesivo, todo va a ser mucho más sencillo. «Se acabaron los cambios de régimen», dice Richard Grenell, el enviado para Misiones Especiales. Estados Unidos no va a meterse ya en cómo otras naciones se administran. Lo que cada cual haga en su casa es asunto suyo. La mentalidad de Trump es la del tratante de ganado que acude a la feria a cerrar buenos tratos y traerse de vuelta una bolsa sustanciosa.

Es un planteamiento plausible para muchos de sus votantes, que nunca comprendieron que Estados Unidos sometiera al arbitraje de la OMC sus diferencias con Ecuador o con Turquía. «¿Cómo nos dejamos avasallar por esos países de mierda? —se preguntan—. Lo que tenemos que hacer es aplastarlos», y se frotan las manos pensando en cuánto van a forrarse con esta vuelta al viejo buen colonialismo de toda la vida.

Lo que ignoran es que los imperios nunca fueron un gran negocio.

La ‘tesis Williams’

Una idea muy popular entre la izquierda es que la prosperidad de Occidente hunde sus raíces en la explotación colonial.

«En la literatura académica se conoce como la tesis Williams, en honor al historiador y primer ministro de Trinidad y Tobago Eric Williams —escribe Kristian Niemietz, director de política económica del Instituto de Asuntos Económicos—. Williams postuló en 1944 que ‘las ganancias obtenidas [mediante el comercio colonial] hicieron posible la acumulación de capital que financió la Revolución Industrial en Inglaterra‘».

Con mayor sentido del lirismo, Marx había declarado unas décadas antes que «el capital chorrea, de la cabeza a los pies y por todos sus poros, sangre y suciedad», pero Niemietz observa que «el colonialismo y la trata de esclavos fueron, en el mejor de los casos, factores menores en el avance de Gran Bretaña y Occidente, y muy posiblemente generadores de pérdidas netas».

Económicamente ruinoso…

Para empezar, a finales del siglo XVII, el sector exterior de Gran Bretaña apenas suponía el 25% del PIB. «Se trataba de una proporción elevada, que duplicaba la media europea —dice Niemietz—, pero en la actualidad hasta estados proteccionistas como Irán o Argentina exportan e importan más». Britania dominaría los mares, pero tres cuartas partes de su riqueza procedían del interior.

En segundo lugar, el grueso del 25% imputable al sector exterior eran transacciones con Europa.

Finalmente, los intercambios con los territorios de ultramar no requerían su dominación. «Podrían haberse logrado más o menos en los mismos términos si la India hubiera sido independiente —dice la historiadora de la economía Deirdre McCloskey—. De hecho, habría sido preferible que la India fuera francesa en lugar de británica».

La razón es que el mantenimiento de un imperio no es ninguna ganga. El propio Adam Smith explica en La riqueza de las Naciones que «si el Reino Unido renunciara a cualquier autoridad sobre sus colonias, se vería liberado de los gastos que comporta el mantenimiento de la paz» y «podría concertar un tratado que le asegurara un comercio […] más ventajoso para la gran mayoría del pueblo».

…y políticamente rentable

Y si las colonias son un mal negocio, ¿por qué tantos gobernantes se han empeñado en tenerlas a lo largo de la historia? Niemietz ve tres motivos.

El primero es que, como enseña la teoría de la elección pública, un Gobierno puede desarrollar una política ruinosa siempre que los beneficios se concentren en un grupo pequeño e influyente y los costes se diluyan entre una gran masa. Las subvenciones al campo son un ejemplo perfecto. Usted como consumidor difícilmente se echará a la calle si le hacen pagar un poco más por el pan, pero los agricultores rápidamente te montan una tractorada en cuanto les suben el gasóleo.

«La racionalidad del imperio queda clara cuando se piensa que las personas que cosechan las ganancias no son las mismas que las que pagan la factura —argumenta el catedrático de Yale Michael Parenti—. No hay nada absurdo en gastar tres dólares de dinero público para proteger un dólar de inversión privada».

El segundo motivo es que los imperios alimentan el ego de las élites. «El ciudadano promedio sacó poco o nada del Imperio británico —dice McCloskey—. Sin embargo, […] a la reina Victoria le encantaba convertirse en emperatriz y a Disraeli le encantaba hacerla emperatriz. Así nació la India imperial».

La tercera explicación es, en fin, el patrioterismo más burdo y barato. Muchos rusos sienten sinceramente que «la caída de la Unión Soviética fue la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX». Los chinos se encienden cada vez que Xi Jinping y el Partido Comunista Chino rememoran los abusos del período 1839-1949, que han bautizado como «el siglo de la Humillación». Y el Partido Republicano ha llegado a la Casa Blanca con la promesa de hacer a América grande otra vez.

El que lo vaya a conseguir es otro cantar, pero ya les digo que es arriesgado atribuir a Trump un propósito racional.

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