María Lladró: «El capitalismo no puede seguir acumulando cada vez más gente insatisfecha»
«España no va como un cohete. La gente no llega, hay demasiado gasto, demasiado impuesto, demasiada complejidad»
María Lladró (Valencia, 1961) es miembro de la familia fundadora de la firma de porcelana cuyas creaciones alargadas y de tonos pastel han alcanzado renombre mundial. En su momento de máxima expansión, Lladró tuvo presencia en 123 países, pero su éxito no fue meramente cuantitativo. El Museo del Ermitage de San Petersburgo ha incorporado a su colección permanente dos de sus piezas: la Carroza siglo XVIII y el Don Quijote.
María entró en el consejo de administración de Lladró en enero de 1984, con apenas 23 años, y durante las siguientes dos décadas pasó por todos los departamentos: desde los talleres en los que se afana el personal de base hasta los despachos donde se fraguan las decisiones estratégicas. En 2001, siendo vicepresidenta ejecutiva, dimitió porque la propiedad prefería un profesional externo para ese puesto, aunque continuó un tiempo como consejera.
Esta trayectoria le ha proporcionado un enorme bagaje para sus otras facetas profesionales, que son las de consultora, conferenciante y escritora.
María ha publicado hasta la fecha dos libros. La tesis central del primero, Valuismo, es que el capitalismo ha creado mucha riqueza. Bajo su égida, cientos de millones de personas han salido de la pobreza, se han curado montones de enfermedades y disponemos de bienes y servicios que jamás hubiéramos imaginado.
Así y todo, se ha convertido un sistema «sumamente imperfecto» para afrontar los retos del siglo XXI y María propone sustituirlo por otro basado en el valor, un concepto que combina elementos cuantitativos y cualitativos y recoge mejor el auténtico progreso social. Porque beneficio y valor no siempre coinciden. El cemento que vertemos sobre el paisaje aumenta el PIB, pero degrada su belleza.
El segundo libro de María profundiza en esa línea ética, pero desciende al día a día de una directiva que descubre unas misteriosas carpetas en las que su predecesora ha destilado la sabiduría gerencial acumulada a lo largo de su carrera.
El libro se llama Las siete carpetas de Angelique y es un apólogo que desmiente la idea de que las empresas son peceras de tiburones en las que solo los desalmados triunfan.
Esto de los desalmados no lo digo yo, sino expertos como el psicólogo Iñaki Piñuel. En Mi jefe es un psicópata explica que los rasgos que caracterizan a los líderes carismáticos no se diferencian mucho de los que señalan al enfermo mental: agresividad, resolución, persuasión, dotes de mando. Piñuel ilustra su tesis con la arenga que el banquero Alfredo Sáenz dirigió en cierta ocasión a los alumnos de una escuela de negocios.
«Cuando —les dijo Sáenz— yo pregunto por las capacidades de alguien y me dicen que tiene un excelente currículum, que es un magnífico profesional y que posee mucha experiencia, yo siempre pregunto: ¿tiene instinto? Por instinto entiendo las características que debe reunir quien está destinado a ejercer de líder en una organización de alto rendimiento… Instinto… Y perdonadme que os lo diga, yo empleo la expresión un poco más completa. Yo empleo la expresión instinto criminal».
La tesis de María es diametralmente opuesta y por ahí arranca nuestra entrevista, que puede contemplarse íntegra en la web y de la que sigue una versión editada y extractada.
PREGUNTA. En tus libros no dejas de ensalzar la figura del directivo con principios, pero no es ese el arquetipo que ha consagrado Hollywood, como el poco escrupuloso protagonista de Wall Street, Gordon Gekko.
RESPUESTA. Sí, cierto. Abunda el tipo de directivo narcisista o psicópata, y no solo en la ficción, también en muchas compañías.
P. ¿Has conocido a alguno?
R. Entre la gente que me rodea actualmente no tengo a ninguno, pero los vemos todos los días en los medios de comunicación.
«El sistema debe cambiar de eje y dejar de girar alrededor del capital para hacerlo en torno al valor»
P. ¿Y tú crees que prosperan porque el sistema los fomenta?
R. Por supuesto. El capitalismo, en su faceta más excesiva y deteriorada, favorece esa clase de perfiles. Para crecer a toda costa, alcanzando objetivos sin importar los medios ni las consecuencias, es ventajoso ser un poco psicópata. Por eso no creo que para transformar las cosas baste con hablar de ética, de virtudes y de que vamos a ser mejores personas. Todo el sistema tiene que cambiar de eje y empezar a girar en torno a la generación de valor.
P. Has elegido el nombre de Angelique para la protagonista de tu segundo libro. Para ser un buen líder, ¿hay que ser angelical?
R. Depende de lo que entendamos por angelical.
«En las empresas abundan los directivos narcisistas o psicópatas, tipo Gordon Gekko, y no solo en la ficción»
P. Algo muy bueno, la madre Teresa de Calcuta…
R. No en ese sentido. Angelique también defiende la exigencia. Por ejemplo, ¿puede ser ético un despido? Claro. Si tú das oportunidades a alguien y no muestra interés ni se compromete con el equipo, lo sensato es prescindir de él. Así preservas la salubridad del entorno y permites que el resto de los trabajadores se realicen. Tenemos derecho a cierto bienestar en el trabajo, y no a un estrés constante que incluso lleva en algún caso a medicarse. Las teorías de motivación convencionales se quedan cortas. Deberían ir un punto más lejos y abordar la importancia del sentido de justicia en una organización. La percepción de que se te trata con equidad propicia un clima de seguridad que es en el que mejor se rinde.
La experiencia de Lladró es muy ilustrativa. La crearon tres hermanos con un gran espíritu artístico. Ninguno tenía estudios universitarios, pero estaban dispuestos a arriesgarse, a probar, a innovar. Y no me refiero solo a las figuras de porcelana, sino al propio modelo de negocio, que era muy abierto. Todos los empleados aportaban constantemente y, si alguno se equivocaba un día, no pasaba nada. Al final, en una cultura así, el saldo siempre es positivo.
«Lladró la crearon tres hermanos dispuestos a arriesgarse, a probar, a innovar. Y no me refiero solo a las figuras de porcelana, sino al propio modelo de negocio»
P. Hay quien considera que el capitalismo es inmoral. Santiago Eguidazu, el fundador de Alantra, una sociedad de inversión muy exitosa, me confesaba que debía recurrir al autoengaño para justificar todo lo que ganaba. «A mí no me van a convencer de que el capitalismo es moral», me decía.
R. El capitalismo proporciona un marco de libertad que es perfectamente positivo. Otra cosa es el uso que se haga de él. Cuando la acumulación de capital se convierte en la única aspiración, cuando se forman concentraciones de poder enormes y cuando la competitividad desplaza sistemáticamente a la cooperación, es normal que cunda la desesperanza y la decepción. No puedo discutir que, en lo material, el capitalismo haya sido un éxito, pero no puede continuar acumulando más y más gente insatisfecha.
P. En los propios países ricos.
R. Sí, claro.
P. De los pobres ya ni hablamos.
R. La cuestión es qué buscamos. ¿Solo el beneficio o el valor? Lo bueno del capitalismo es el fomento de la iniciativa individual, que anima al emprendedor a calentarse la cabeza para mejorar tal producto o tal servicio. Todo eso es fantástico y lo que yo llamo valuismo lo conserva, pero se preocupa además por otras dimensiones, como el planeta, la aberrante burocracia o la gestión del tiempo.
«Todos los empleados de Lladró aportaban constantemente y, si alguno se equivocaba, no pasaba nada. En una cultura así, el saldo siempre es positivo»
P. El papa Francisco mencionaba que el beneficio no puede ser el único objetivo de una empresa y que el referente principal deben ser los trabajadores. Pero en España hemos tenido compañías que se gestionaban pensando en los empleados y el resultado no fue muy satisfactorio. Estoy pensando en Telefónica, que ofrecía a su plantilla unas condiciones soberbias, pero tardaba luego meses en darte una línea y cobraba una barbaridad por cada llamada. Ahora, las operadoras solo se preocupan de ganar dinero, pero te facilitan un terminal con el puedes hablar al instante, y casi gratis.
P. Volvemos a ponernos en el blanco o negro, Miguel. No es: «O la cuenta de resultados o los trabajadores». Hay que buscar un equilibrio. Un régimen que favorece al empleado en perjuicio de la empresa no vale. Es un poco lo que pasa con la reducción de la semana laboral. El Gobierno argumenta que es buena para el empleado y ya está, pero ¿por qué hay que pensar solo en el empleado? El criterio no puede ser únicamente lo que favorece al trabajo, pero tampoco únicamente lo que favorece al capital. Maximizar el valor requiere un cambio en la forma de pensar. Todos sabemos que el mercado financiero se ha convertido en un casino. Habría que cambiar su estructura, pero los liberales te objetan: «Mientras haya oferta y demanda, ¿por qué prohibir a nadie que opere las 24 horas?» Eso es razonar en términos de riqueza. Cuando lo haces en términos de valor, no te fijas solo en la libertad de los individuos, sino en la estabilidad del sistema en su conjunto. La solución comunista sería abolir el mercado de valores, porque muerto el perro se acabó la rabia, pero tampoco es eso. El mercado es esencialmente bueno, lo que hay que hacer es depurarlo. Yo he propuesto que las acciones coticen una vez a la semana, no como solución maravillosa, sino como posición de partida para atizar el debate.
«El sentido de justicia es vital en una organización. La percepción de que se te trata con equidad propicia un clima de seguridad que es en el que mejor se rinde»
P. Una medida semejante habría que adoptarla a escala mundial. De lo contrario, los inversores huirían de la bolsa española.
R. Es que todos estos problemas son globales. Pasa lo mismo con la violencia en el ocio. Nuestros adolescentes están sometidos a un diluvio de asesinatos y violaciones en el cine y la televisión, cuando no están ellos mismos matando en sus videojuegos o en el metaverso. Eso es el pan nuestro de cada día. Luego nos tranquilizamos hablando de los objetivos del milenio y del desarrollo sostenible, pero si realmente queremos un mundo mejor, debemos cegar las fuentes que alimentan el afán de competir y de ganar a toda costa.
P. ¿Y no te parece peor lo que había antes? Las películas bélicas de los años 60 edulcoraban la realidad. En El día más largo, el desembarco de Normandía parecía un picnic accidentado. Hasta que no llegó Salvar al soldado Ryan, no comprendimos la magnitud de aquella carnicería. Viendo la película de John Wayne, yo quería ser militar. Viendo la de Steven Spielberg, ni se me ocurre.
R. Pero los videojuegos también están edulcorados. Cuando matas a alguien suena «chin, chin, chin».
«El Gobierno dice que la reducción de la semana laboral es buena para el empleado y ya está, pero ¿por qué hay que pensar solo en el empleado?»
P. Sí, como en un casino cuando aciertas con la combinación en la tragaperras.
R. Volviendo al tema del valuismo, Agustín García Inda tiene un libro muy interesante, El Estado David, en el que explica que un Gobierno inspirado en la caridad y en el afán de proteger a todo el mundo es una insensatez, porque te cargas los incentivos. [Si al final el Estado te facilita todo, ¿para qué esforzarse?]. Por eso yo uso la palabra valor, que comprende los aspectos cualitativos y, al mismo tiempo, está muy cerca de la economía. Todos los empresarios hablan constantemente de lo importante que es crear valor, es un concepto que forma parte de nuestro día a día. ¿Por qué no le damos otra vuelta y combinamos los elementos cuantitativos y cualitativos?
P. ¿A qué te refieres exactamente con lo de dar otra vuelta?
R. A abrir el debate y ver qué sale. En su Teoría de la inteligencia creadora José Antonio Marina explica que los procesos creadores siguen un «patrón vacío de búsqueda». Yo estaba en Lladró cuando lo leí y me permitió entender que la innovación no es una actividad que planificas diciendo: «Quiero esto». Tienes que abrirte. Bill Gates lo expresa muy bien en Camino al Futuro cuando escribe: «No hay mapas fiables de los territorios inexplorados». Avanzas a tientas, probando, mediante ensayo y error.
Es lo que necesita el valuismo, pero no es nada nuevo. Ha sucedido con cualquier gran revolución. Piensa que hace un siglo la mujer no votaba y, hace aún menos, la población negra estaba discriminada. Erradicar la injusticia es siempre un proceso lento y, a menudo, nos bloqueamos si no sabemos el cómo. La gente me pregunta: «¿Pero cómo piensas suprimir la especulación en la bolsa o la violencia en el cine?» El cómo se ha convertido en el gran obstáculo, pero todo lo que sabemos de las metodologías de creación es que lo primero no es el cómo. El cómo se ensaya. Lo primero es la empatía, ponernos en situación, probar y aprender. Por desgracia, vivimos en un entorno ferozmente competitivo, en el que en seguida se organizan bandos y, en cuanto uno se equivoca, viene el de enfrente a decirle: «No funciona, ¿lo ves? Te lo dije».
«La bolsa se ha convertido en un casino. “No se puede coartar la libertad”, te dicen, pero habría que velar también por la estabilidad»
P. El Partido Comunista de China ha utilizado ese método de ensayo y error para desarrollarse. Montó una serie de polos de crecimiento en los que hacía probaturas y, cuando alguna tenía éxito, la exportaba a otras regiones. Convirtió el país en un gigantesco laboratorio, pero usar a tus conciudadanos de conejillos de indias, ¿no plantea reparos éticos?
R. Esos escrúpulos son un poco la excusa que ponen algunos para seguir con el sistema actual. No digo que juguemos con nadie, por supuesto, pero si las cosas se hacen con buena voluntad, ¿por qué no probar? Tenemos que aprender de lo que no funciona. El acceso a la vivienda no se facilita limitando los alquileres ni atentando contra el derecho de propiedad. Son medidas bienintencionadas, pero los dueños de los pisos reaccionan diciendo: «No quiero alquilar». La izquierda se queja luego de que no hay oferta, pero lo que tiene que hacer es sacar conclusiones y obrar en consecuencia. Cuando algo ha fracasado, no insistas en ello, por mucho que lo prescriba tu ideología.
P. Eso era muy de Fidel Castro, que no permitía que Cuba se rigiera por el execrable mercantilismo, sino por el criterio superior de la Revolución, y así le fue.
R. También la derecha tiene mucho que aprender. Eso de que la eficiencia de las grandes corporaciones es fruto de la libre competencia no es verdad. A menudo la consiguen aplicando su elevado poder de negociación.
«Un Estado inspirado en la caridad y en el afán de proteger a todo el mundo es una insensatez, porque te cargas los incentivos»
P. ¿Y qué te parece que Elon Musk se haya convertido en el brazo derecho de Donald Trump?
R. Estoy en contra de cualquier monopolio de facto. Lo que pasa es que muchos de los que critican a Musk pretenden que haya Estados grandísimos, y eso tampoco es. Preservar la libertad, que es por lo que yo abogo, es incompatible con grandes concentraciones de poder, privadas o públicas. Ahora mismo Javier Milei [el presidente de Argentina] ha puesto muy de moda la escuela austriaca, pero no podemos sacarla del contexto en que surgió. Con el auge del socialismo y el comunismo [tras la Segunda Guerra Mundial], algunos intelectuales enarbolaron una defensa del mercado muy necesaria. Pero de eso hace ya mucho tiempo. El entorno ha cambiado y estoy segura de que si [Ludwig] Von Mises o [Friedrich] Hayek vivieran, comprenderían que determinadas empresas han adquirido una dimensión excesiva y que suponen un peligro para la libertad. Las corrientes de pensamiento son el fruto de los problemas y los desafíos de cada momento, y trasponerlas a la actualidad tal cual se concibieron, sin reformularlas, es un error.
«Tenemos que aprender de lo que no funciona. El acceso a la vivienda no se facilita limitando los alquileres ni atentando contra el derecho de propiedad»
P. ¿Y dónde crees tú que radica hoy la amenaza mayor: en el intervencionismo o en el neoliberalismo?
R. Lo que más valoro de Milei es que hable claro, porque el avance de lo políticamente correcto y lo woke había alcanzado niveles alarmantes. ¿Qué mundo íbamos a hacer si no podíamos usar más que palabras vacías para no ofender a nadie? Esa valentía se la reconozco a Milei.
Ahora bien, es demasiado anarcocapitalista. No puedes prescindir del Estado, porque crea las leyes y administra la justicia, que son dos funciones básicas, aparte de asistir a los ciudadanos en los momentos de enfermedad y en los trances difíciles. A algún radical le he oído decir: «Hay que dar a cada uno en función de su esfuerzo y nada más, porque si no incurres en riesgo moral». Pero hay infortunios que se abaten sobre personas que se han esforzado mucho o que no están en disposición de valerse por sí mismas.
Dicho esto, el Estado no puede ser el gigante que tenemos ahora y que no sirve a los ciudadanos. La opinión que tenía del Estado cambió mucho después de leer a James Buchanan, que recibió el Nobel de Economía en 1986 por su teoría de la elección pública. Buchanan cuestiona la idea de que mientras el sector privado se mueve impulsado por el interés particular, el sector público lo hace guiado por el interés general. No es verdad. Los políticos también trabajan para ellos mismos.
«Muchos de los que critican a Musk pretenden que haya Estados grandísimos, y eso tampoco es»
P. ¿Pedro Sánchez trabaja para sí mismo?
R. Todos los gobernantes buscan más presupuesto y más empleados y, sobre todo, salir reelegidos. Cuando Milei dio en Davos un rapapolvo a la clase política y dijo que se había convertido un problema, yo me alegré. Los Estados deben reducir su tamaño y ponerse a disposición de los ciudadanos. ¿Qué es eso de que cualquier reclamación a la Administración se eternice y no sepas cuándo te va a contestar? Eso es un abuso. Si lo que cuenta es la libertad individual, hay que acabar con cualquier concentración de poder. En eso consiste el valuismo.
«Los Estados deben ponerse a disposición de los ciudadanos. ¿Qué es eso de que cualquier reclamación a la Administración se eternice? Eso es un abuso»
P. Planteas que la celebración de elecciones cada cuatro años incentiva el cortoplacismo y que quizá convendría duplicar la duración de las legislaturas. Seguro que a Sánchez le encanta.
R. Son ideas que lanzo para agitar el debate, y no me importaría que me dijeran: «María Lladró, ¿estás tonta?», si a la vez pusieran a un equipo a estudiar qué podemos hacer para acabar con el cortoplacismo. Ahora mismo, entre que llego a la Moncloa, me ocupo de lo urgente y me preparo para las siguientes elecciones, no se hace nada de valor. Insisto: me da lo mismo que me digan: «María, no tienes razón». Solo planteo que el cortoplacismo no es creador y que mientras los Gobiernos están instalados en él, las grandes corporaciones, que no tienen la obligación de rendir cuentas en las urnas cada cuatro años, se centran en el largo plazo. Y al final, ¿de quién va a ser el mundo? De las grandes corporaciones, evidentemente, porque la proyección a largo es mucho más poderosa.
«Lo que más valoro de Milei es que hable claro, porque el avance de lo políticamente correcto y lo woke había alcanzado niveles alarmantes»
P. ¿Y qué habría que hacer para cambiar la mentalidad de los políticos?
R. Abrir esos procesos de patrón vacío de búsqueda de que hemos hablado antes. Hay muchos aspectos en los que seguro que no tengo razón, pero hay que debatir.
P. ¿Y cómo ves la economía española? El presidente dice que va como un cohete.
R. Yo no la veo bien.
P. Pues crecemos más que nadie.
R. Es que no todo es crecimiento y macroeconomía. Hay que fijarse en la gente, y la gente no llega. Hay demasiados gastos, demasiados impuestos, demasiada complejidad. Servir a la ciudadanía es hacerle la vida más fácil, salir al atril y quitar 10 medidas, en lugar de añadir otras 10.
«El cortoplacismo domina la política. Entre que llego a la Moncloa, me ocupo de lo urgente y me preparo para las siguientes elecciones, no se hace nada de valor»
P. ¿Qué piensas de Trump?
R. Hay tanta falsedad en la gobernanza global, que es refrescante que alguien diga lo que piensa. Ahora bien, yo no haría las cosas como él. Los dos buscamos transformaciones contundentes, pero imponerlas desde una visión única y tan sesgada no me parece correcto.
P. Una de sus medidas estrella es la deportación de inmigrantes. ¿No te preocupa que eso ralentice la actividad? Necesitamos inmigrantes, especialmente con una población tan envejecida como la europea.
R. No creo que sea una cuestión de conveniencia económica o de demografía. Es como cuando dicen que necesitamos más niños para pagar las pensiones. Un niño no viene al mundo para pagar las pensiones de nadie. Debemos pensar de forma más profunda y trascendente.