Trump usa la economía como los borrachos las farolas: para abrazarse, no para iluminarse
A primera vista, su política comercial parece estúpida y destructiva. Si se escarba un poco, se da uno cuenta de que lo es

Una bandera de Estados Unidos ondea en Mar-a-Lago, la lujosa residencia de Donald Trump en Palm Beach. | Mark Alfred / Zuma Press / ContactoPhoto
En marzo de 1980, con la inflación por encima del 14%, la Reserva Federal adoptó una dura política monetaria que llevaría los tipos al 19% en un año. Tan elevada rentabilidad desencadenó una afluencia de capitales de todo el mundo a Estados Unidos y, a medida que el dólar se fortalecía, las exportaciones se encarecieron y perdieron competitividad. Los fabricantes se movilizaron en busca de alivio y, el 22 de setiembre de 1985, en una reunión celebrada en el hotel Plaza de Nueva York, la Casa Blanca convenció a Japón, el Reino Unido, Francia y Alemania para lanzar una acción concertada que debilitara el billete verde.
«¿Podría volver a suceder?», se pregunta Gillian Tett en el Financial Times. La sociedad de inversión Aberdeen Group ya ha alertado a sus clientes de que «se especula con la firma de unos nuevos Acuerdos del Plaza, llamados Acuerdos de Mar-a-Lago [por la lujosa residencia de Donad Trump en Palm Beach], para devaluar el dólar».
«Su utilización como moneda de reserva por otros países —explica Martin Wolf— ha provocado un enorme déficit en la balanza por cuenta corriente de Estados Unidos».
Trump está genuinamente preocupado por la pasividad con que sus predecesores han asistido al desmantelamiento del tejido industrial americano y ha decidido ponerle remedio, pero no es sencillo. Para empezar, se ha comprometido a hacer permanente el recorte de impuestos aprobado durante su primer mandato y sabe que esa liquidez espoleará la inflación. La Fed no tendrá, por tanto, más remedio que subir los tipos, porque de no hacerlo arruinará la reputación internacional del dólar, y Trump lo quiere todo: recuperar el poderío manufacturero, consolidar la rebaja tributaria y preservar la hegemonía de su moneda.
¿Y cómo haces para impulsar tus exportaciones sin renunciar al regalo fiscal ni cargarte el billete verde? Muy fácil: convenciendo a tus socios comerciales para que firmen los acuerdos de Mar-a-Lago. Los términos son muy simples. Usted, Alemania, o usted, Japón, intervienen en los mercados financieros cada vez que la cotización del dólar rebase determinada cota y, a cambio, yo les proporciono seguridad y les doy acceso a los más de 300 millones de consumidores estadounidenses.
Países verdes, amarillos y rojos
La mecánica les sonará de haberla visto en algunas películas de la mafia. «Por desgracia —les explica en ellas a los tenderos un señor con gesto contrito—, en este barrio no falta nunca un gamberro y sería una pena que le saqueara el escaparate, con lo bonito que usted lo tiene». Sustituyan barrio por mundo, gamberro por Putin y escaparate por Polonia, y se harán una idea bastante precisa de en qué consisten los acuerdos de Mar-a-Lago.
Gillian Tett cuenta que los asesores de Trump incluso han preparado un didáctico código de tres colores para los clientes más obtusos. «Los países verdes obtendrán protección militar y rebajas arancelarias, pero deberán aceptar el acuerdo monetario». En cuanto a las naciones amarillas y rojas, únicamente disfrutarán de pactos puntuales.
«¿Sucederá esto realmente? —se pregunta Tett—. No lo sabemos. —Y añade—: Pero los inversores deben comprender que Trump no se mueve a golpe de capricho y tiene una potente lógica interna».
¿Cuánto de potente?
Una identidad contable…
«Antes de que Trump asumiera por primera vez el cargo —escribe Paul Krugman—, Wilbur Ross y Peter Navarro (que sigue siendo, por lo que sabemos, la persona que más influye en la política comercial del presidente) publicaron un libro blanco centrado en una simple falacia».
Su punto de partida es la siguiente identidad contable:
Producto interior bruto = Renta nacional bruta + Rentas netas del exterior
La fórmula significa que todo lo que produce tu país (el PIB) es el resultado de sumar, por una parte, las rentas de tus compatriotas (RNB) y, por otro, la diferencia entre las rentas importadas por tus compatriotas del extranjero y las rentas exportadas por los extranjeros a sus países (o rentas netas del exterior, RNE). Cuando se exporta más de lo que se importa, es decir, cuando hay un superávit, las RNE suman al PIB, pero cuando se compra más de lo que se vende, las RNE restan al PIB.
Conclusión: el déficit exterior es siempre malo, porque supone una transferencia de riqueza a otras naciones. ¿O no?
…y otra identidad contable
Dado que la balanza de pagos está siempre en equilibrio, el déficit exterior debe tener como contrapartida unas entradas netas de capital por un importe equivalente. Es lógico: nadie te va a vender lo que sea si un tercero (un banco, la Unión Europea) no te transfiere fondos para pagarlo. Ese «lo que sea» puede muy bien ser un apartamento en la plaza de España para una mantenida, pero, se plantea Krugman, «¿por qué no considerar que se destina a inversiones que hacen posible un mayor crecimiento en el largo plazo?»
Ese fue el caso de los dragones asiáticos (Taiwán, Corea del Sur, Singapur y Hong Kong), cuyo espectacular desarrollo estuvo acompañado de aparatosos déficits por cuenta corriente motivados por el esfuerzo para acumular capital. Y ha sido también el caso de Estados Unidos, que después de más de 30 años seguidos con déficit en su balanza exterior es hoy más rico y poderoso que en ningún otro momento de su historia.
¿No es verdad, entonces, la identidad contable de Ross y Navarro?
Por supuesto que lo es, pero de ella no se deduce que las importaciones sean malas y las exportaciones, buenas.
Pensemos en otra identidad contable:
Beneficio = Ingresos totales – Costes totales
Cualquiera podría deducir de ella que los costes son malos, porque restan beneficio, y que el gestor ideal es aquel que los fulmina por completo. Es, de hecho, la deducción que saca el jefe de Dilbert después de poner a un par de empleados en la calle. «Si he ahorrado todo ese dinero con dos despidos —cavila—, ¿cuánto ahorraré si echo a toda la plantilla?»
El problema es que ahora no estamos hablando de un personaje de tira cómica, sino del presidente de los Estados Unidos.
Una coartada académica
«Nadie sabe realmente hacia dónde se dirige este coche de payasos y qué lo impulsa en su loca carrera —escribe el historiador de la economía Adam Tooze—. Parece un misterio hasta para muchos de los que van a bordo».
Tooze comprende y aplaude los desvelos de Gillian Tett o Martin Wolf por encontrar patrones de racionalidad en los volantazos de Trump, pero recomienda no subestimar la posibilidad de que toda esta historia de los Acuerdos de Mar-a-Lago no sea más que un montaje de mercadotecnia que enmascara una vulgar extorsión o que busca una coartada académica para complacer «la vanidad ignorante de un anciano».
Es más o menos lo que opina Krugman.
«En una primera impresión, la política comercial de Trump puede parecer estúpida y destructiva. Cuando escarbas un poco, te das cuenta de que esa primera impresión es completamente válida». Y concluye que no hay que dejarse impresionar por sus fórmulas y sus identidades económicas. «El equipo de Trump las utiliza como un borracho una farola: para abrazarse, no para iluminarse».