El impuesto que sube sin tocarlo, por qué el IRPF duele cada vez más
Una parte importante de esa subida no viene del crecimiento económico sino de un efecto fiscal oculto: la inflación

IRPF.
Imagina que cada año te suben el sueldo… pero no puedes permitirte más cosas. Ganas más, pero vives igual (o peor). Y, como guinda, pagas más impuestos. No es un truco matemático, es exactamente lo que está ocurriendo con el IRPF en España. El Gobierno no lo deflacta, y eso tiene más impacto del que parece.
El IRPF funciona por tramos progresivos: a más ingresos, mayor porcentaje pagado. Hasta ahí, todo bien (en realidad no tanto, pero eso es otro debate). Si tus ingresos suben un poco —por la subida del salario nominal por la inflación— y cruzas a un tramo superior, acabas pagando más impuestos, aunque tu poder adquisitivo no haya mejorado ni un céntimo. A esto se le llama progresividad en frío, y es un fenómeno poco conocido y tremendamente malo cuando no se corrige con una deflactación.


Mientras a los contribuyentes nos exprimen el bolsillo y se complica llenar el depósito, comprar en el súper o pagar el alquiler, el Estado español vive un boom de recaudación. En los últimos ejercicios, los ingresos por IRPF no paran de crecer y estamos en máximos históricos. Y no porque haya más personas trabajando… Una parte importante de esa subida no viene del crecimiento económico ni del empleo, sino de este efecto fiscal oculto: la inflación como aliado invisible del recaudador.
El problema no es menor. Según varios informes, entre un 20% y un 30% del incremento recaudatorio reciente podría atribuirse a este fenómeno de subida fiscal encubierta. En mi opinión, esto genera un problema con tres patas: en primer lugar, los sueldos no llegan. Vemos que nominalmente cobramos más, pero perdemos poder adquisitivo. En segundo lugar, no solo no tenemos sueldos reales mayores, sino que pagamos más en impuestos. Y, como consecuencia de esto y, en tercer lugar, la desconfianza aumenta. Habida cuenta de que sabemos que los impuestos no solo van a sanidad y educación, sino que una parte no pequeña se destina a prostitución, sueldos de familiares y amigos, enchufismos, nuevos puestos, subidas de sueldos en empresas públicas, etc., el descontento y la desconfianza lastran la calidad institucional.
La queja más recurrente ya no es solo el pago de muchos impuestos, sino ¿para qué? Cuando trascienden noticias de corrupción, de despilfarro o de gastos espurios, ya no es una sensación, sino un hecho, que pagamos más para recibir menos a costa de unos pocos.
Esto tiene efectos muy serios. En macroeconomía, la eficiencia del sistema fiscal no solo se mide por cuánto se recauda, sino por cómo y por cuánto se acepta socialmente el tributo.
Una primera y necesaria solución, aunque no suficiente, pasa por deflactar. La mayoría de las comunidades que gestionan tramos autonómicos ya lo hacen. Pero a nivel estatal, el Gobierno no ha aplicado esta medida. Una alternativa a medio plazo sería aplicar una deflactación automática anual del IRPF, vinculada a la inflación subyacente, con cláusulas de ajuste si el déficit público supera ciertos umbrales, por ejemplo.
La respuesta política, en cambio, es más compleja. A nadie le gusta bajar impuestos justo cuando hay que cubrir déficits, pensiones crecientes y compromisos con Bruselas. Pero, por lo menos, no subir de forma silenciosa y sibilina. Luego salen los datos de pobreza y nos asustamos. Con razón.
Los números son claros. Este debate ya no es solo técnico, sino también ético. La fiscalidad no puede convertirse en una herramienta de expolio silencioso, ni en una excusa para perpetuar privilegios políticos.
El IRPF necesita una revisión. Cada vez pagamos más para vivir peor.
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