The Objective
La otra cara del dinero

El mundo sufre un déficit de estabilidad que corre el riesgo de arrastrarnos al infierno

Las guerras están aumentando en el planeta no porque Estados Unidos se niegue impedirlas, sino porque ya no puede

El mundo sufre un déficit de estabilidad que corre el riesgo de arrastrarnos al infierno

Un habitante indio de la población cachemira de Uri muestra los estragos causados por un bombardeo paquistaní. | Idrees Abbas (Zuma Press)

Mi admirado Noah Smith nunca se había permitido caer en el desánimo, pero la semana pasada admitió que nos dirigimos hacia «un mundo en guerra». Los zambombazos que lo han sacado de su alegre ensoñación son los de Cachemira, pero distan de ser los únicos. Las muertes por conflictos interestatales se han disparado desde 2019. ¿Por qué?

Smith lo atribuye al fin de la pax americana. «El vacío creado por el declive de [Estados Unidos] está provocando una lucha por el poder». The Economist abunda en la misma idea. Ni la naturaleza ni el mercado producen estabilidad. Es «un bien público que alguien debe suministrar», y la carga suele recaer en los hombros del hegemón del momento. Del mismo modo que la Inglaterra del XIX se ponía del lado del aliado más débil para impedir que el continente europeo se despedazara (y reunificara a continuación bajo una sola y amenazadora supernación), Estados Unidos ha intervenido allí donde hacía falta desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.

Donald Trump ha dejado, sin embargo, claro que «no somos la policía del mundo» y que «si no le pagan», no defenderá a sus aliados de la OTAN.

La desintegración del Estado

Cuando se da un repaso a los puntos por los que ahora mismo arde el planeta (Ucrania, Palestina, Somalia, Sudán del Sur, República Democrática del Congo, Malí, Burkina Faso, Níger, Chad, Yemen, Afganistán, Myanmar e India y Pakistán), lo primero que llama la atención es la desproporcionada presencia de países africanos. Lo segundo es que se trata en su mayoría de guerras civiles en las que, como escribe Michael Ignatieff en El honor del guerrero, «los hombres que ocupan las dos líneas del frente fueron antes vecinos», que «iban a las mismas escuelas, trabajaban en los mismos garajes, salían con las mismas chicas».

«¿Cómo —pregunta Ignatieff— han llegado a detestar y demonizar a los que una vez llamaron amigos?».

Su tesis es que «primero cae el Estado, que está por encima de las partes; luego aparece el miedo hobbesiano; en un segundo momento la paranoia nacionalista y, enseguida, la guerra. La desintegración del Estado es lo primero; la paranoia nacionalista viene después. El nacionalismo de la gente común es una consecuencia secundaria de la desintegración política, una respuesta a la destrucción del orden y de la convivencia de las etnias que aquel hizo posible. […] los seres humanos se hacen ‘nacionalistas’ cuando temen algo, cuando a la pregunta: ‘¿Y quién me protege ahora?’, solo saben responder: ‘Los míos’».

Hay que hacer lo correcto…

Podría argumentarse que, una vez descontadas las bajas ocasionadas por los países africanos y los sospechosos habituales (Oriente Próximo, Rusia, Cachemira), el mundo sigue siendo un lugar fundamentalmente pacífico, pero sería un error.

Por un lado, hay un imperativo moral que nos obliga a actuar. Por otro, el caos en una región desestabiliza a las vecinas, perturba el comercio y crea un vacío que puede ocupar una potencia hostil o una organización terrorista. Cuando en 2001 los talibanes dinamitaron los budas de Bamiyán, George Bush miró para otro lado. Durante la campaña, se había mostrado muy crítico con las aventuras militares de Bill Clinton y había abogado por una política exterior «humilde». Meses después, le tiraban las Torres Gemelas.

La lección quedó clara: si Estados Unidos no va a Afganistán, Afganistán acaba yendo a Estados Unidos.

…y por los motivos correctos

Tras el 11-S y sin solución de continuidad, Bush pasó del aislacionismo a un frenesí intervencionista, o sea, de pecar por omisión a pecar por exceso.

Se trata este último de un error que dista de haber sido el único inquilino de la Casa Blanca en cometer. Kissinger recuerda en El Orden Mundial cómo en 1961 visitó a Harry Truman y le preguntó qué lo enorgullecía más de su mandato. «Que vencimos por completo a nuestros enemigos y luego los trajimos de vuelta a la comunidad de naciones —le respondió el expresidente—. Me gusta pensar que solo Estados Unidos es capaz de algo así». Kissinger teoriza a continuación que «Truman se enorgullecía sobre todo de los valores […] democráticos que lo caracterizaban», y añade que todos sus sucesores «han continuado instando a otros Gobiernos, a menudo con suma vehemencia y elocuencia, a esforzarse en la preservación y la ampliación de los derechos humanos».

Esta exhortación parte, por desgracia, de la errónea convicción de que «sus principios internos [son] evidentemente universales» y aplicables en todo momento y lugar.

Estados Unidos nunca se replegó

Occidente debe olvidar este universalismo moral y recuperar la filosofía británica de la balanza de poder, restableciendo el equilibrio allí donde se haya roto o corra el riesgo de romperse.

«Eso será —me dirán— si a Trump le viene en gana», pero el 47º presidente tiene poco que ver con el desbarajuste actual. El planeta no volverá a la situación de paz previa cuando él deje la Casa Blanca, porque no había una situación de paz previa. El descenso al caos lleva años produciéndose, y no porque Estados Unidos se haya replegado. Aparte de enviar tropas a Afganistán e Irak, en lo que va de siglo lo ha hecho a Libia, Somalia, Uganda y África Central, Siria, Mozambique y Yemen. También tiene en marcha una operación para combatir la piratería en el Índico y ha llevado a cabo operaciones antiterroristas en 85 países.

La inseguridad no ha aumentado porque Estados Unidos no haya querido impedirlo, sino porque no ha podido. El mundo se ha vuelto demasiado grande para una única superpotencia y por eso Europa debe gastar más en defensa: no solo para protegerse a sí misma, sino para colaborar en la provisión de estabilidad.

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