La recurrente revolución de los parias de la NBA
El sistema de franquicias permite que equipos de mercados pequeños como Oklahoma o Indiana lleguen a lo más alto en el deporte más profesionalizado

Canasta durante un partido de la NBA.
La economía tiene piruetas de lo más divertidas. Estados Unidos, supuesto estandarte del capitalismo más capitalista, alberga en uno de los más hondos repositorios de su imaginario colectivo, el deporte profesional, un mecanismo que propicia el ascenso de los más desfavorecidos. De hecho, el sistema de franquicias que estructura sus grandes ligas desprende un cierto aroma… ¿colectivista? Por no decir socialista. Eso sí, liderado por un colectivo de millonarios.
Al cierre de esta edición aún no se había jugado el último partido de las finales de la NBA. Da igual. La victoria de cualquiera de los dos contendientes, Oklahoma Thunders o Indiana Pacers, refuerza la teoría. El sistema «socialista» de franquicias ha llevado a lo más alto a dos equipos sin títulos anteriores y procedentes de los denominados «small markets»: por muchos títulos que ganen en el futuro, siempre venderán menos camisetas que los Knicks de Nueva York.
Los mercados pequeños tienen sus ventajas, como explica este artículo de Joe Vardon en The New York Times: una mayor conexión con los aficionados, por ejemplo. Sí, Joe, pero los estirados neoyorquinos de los Knicks se levantaron el año pasado 578 millones de dólares en ingresos, el segundo mayor botín de la NBA después del de los Golden State Warriors, según la clasificación de la CNBC. Son también el segundo equipo más caro: 7.500 millones de dólares.
Las entrañables franquicias de Oklahoma e Indiana ocupan los puestos 24 y 26 de valoración, respectivamente: 3.500 y 3,400 millones. Pero han llegado a la final. Los Knicks, pese a su historia y leyenda y parafernalia y Spike Lee y todo lo que quieran, no gana un título desde 1973. Ese sistema «socialista» de franquicias de la NBA provee a los equipos peores situados en la clasificación escoger primero en los drafts. Nada de cláusulas de rescisión sostenidas por pelotazos inmobiliarios o palancas financieras. Los millonarios dueños tienen que someterse a las estrictas reglas de contratación de la casa madre. Por eso llegan a la final equipos como los Pacers o los Thunder.
En los últimos cinco años han llegado dos veces a las finales dos equipos con tradición y mercados potentes: los Lakers, que ganaron en 2020, y los Celtics, que lo hicieron el año pasado y quedaron segundos en 2022. Ese año levantó el título Golden State Warriors, que hoy es la franquicia más valiosa, con 9.400 millones de dólares, pero que hasta la irrupción de Stephen Curry en la década pasada eran de lo más mediocre de la liga. Cierto que entonces ganaron cinco títulos seguidos… y tienen el sex appeal financiero de estar radicados en pleno Silicon Valley.
Los Denver Nuggets ganaron en 2023. Financieramente, están valorados en 4.200 millones, en el puesto 18. Su área de influencia e imagen de marca componen un mercado pequeño y, además, no había ganado ningún otro título, con lo que carecen de tradición. Parecido es el caso de los Bucks de Milwaukee: ganaron en 2021, pero solo tienen otro título, en 1971. Están justo por detrás de Denver en valoración económica, con 100 millones menos.
Ni un sistema tan igualitario (en el reparto de oportunidades, luego cada uno tiene que apañárselas) como el de la NBA puede eliminar la superioridad de las grandes ciudades. Pero sí corrige bastante sus efectos. En 2015, la clasificación CNBC situaba en primer lugar en valor patrimonial a los Lakers con 2.600 millones, mientras que los Milwaukee Bucks ocupaban la trigésima y última posición con unos raquíticos 600 millones, poco más de una cuarta parte que el más caro. Hoy valen poco menos de la mitad. Hay un progreso.
En cualquier caso, el valor de un título no es tan fácilmente mensurable. Hay un factor moral, anímico, de autoestima. Para las ciudades que las ganan y para los dueños de las franquicias. Oklahoma e Indiana pertenecen al amplio concepto de Medio Oeste, aunque los primeros de una forma más limítrofe y conceptualmente también son el Sur. En ambos habitan muchos de esos «deplorables», en palabras de Hillary Clinton, que votan a Trump. Gente que no participa del glamur y la sofisticación de las costas, pero tienen su orgullo: se consideran el heartland, el corazón de su patria, guardianes de sus valores más profundos. Si quiere saber qué significa ser un okie, léase Las uvas de la ira, de Steinbeck. Para el equivalente en Indiana, este además con ingrediente baloncestístico, véase Hoosiers, más que ídolos.
El orgullo okie se trajo su equipo de la NBA de Seattle. En 2006, un grupo de inversores de Oklahoma City dirigidos por Clay Bennett compró la plaza de los SuperSonics por 350 millones de dólares. Bennett, nacido en la ciudad en 1954, preside la gestora de fondos local Dorchester Capital Corporation y está casado la hija de Edward L. Gaylord, magnate de los medios de comunicación de la zona. O sea, la aristocracia okie.
El dueño de los Pacers es Herbert Simon. Nacido y criado en Nueva York, los hoosiers más puros se lo han perdonado después de pasarse más de medio siglo currando en Indianapolis. Fue el lugar que eligió en los años 60 comenzó para empezar a montar centros comerciales con su hermano Melvin. Hoy, Simon Property Group es el imperio inmobiliario que más tiene en EEUU, y sigue teniendo sus oficinas centrales en Indianapolis, donde reside un Herbert ya nonagenario.
Evidentemente, ni Bennett ni Simon son precisamente «parias de la Tierra», pero por lo menos son empresarios locales de dos ciudades menores, pero orgullosas de recordarles al mundo que existen. El sistema de la NBA les ha prestado un altavoz nada desdeñable. Desde la cuna del capitalismo global. Paradojas del mundo moderno.
Por cierto, ¿saben en qué país se inventaron las leyes antimonopolio?