«Putos no faltan, lo que faltan son financistas»
Cuando el beneficio es alto y la supervisión baja, roba el de izquierdas, roba el de derechas y roba el del yugo y las flechas

El presidente Pedro Sánchez ha explicado en el Congreso de los Diputados con toda paz de espíritu que la corrupción es patrimonio exclusivo de la derecha. | Alberto Gardin (Zuma Press)
«La izquierda no es corrupta, la izquierda no roba», asegura Pedro Sánchez.
Se trata de una conjetura ampliamente compartida entre la progresía, y no carece de fundamento. Dado que los conservadores consideran legítimo moverse por el ansia de bienes materiales, es de suponer que sean más fáciles de tentar.
Sucede, sin embargo, que el ansia de bienes inmateriales es igualmente corrosiva.
Yolanda Díaz, por ejemplo, se ha mostrado dispuesta a ignorar la avalancha de casos que asedian a Sánchez si imprime un giro social a la legislatura. Y Gabriel Rufián ha recordado que «lo más importante en política, sobre todo para tu partido, [es que] debe haber lealtad». El problema es que la adhesión incondicional, ya sea a un ideario, ya sea a una formación, facilita la impunidad del corrupto.
Es la misma dinámica de la omertà, que ha hecho tan resistente a la mafia.
Un marcador apretado
No importa que se elija el camino de los bienes materiales o el de los inmateriales. Al final, todos acaban en el mismo sitio. ¿Y cuál es el más corto?
Parece que no hay mucha diferencia. José Abreu, del Instituto de Investigación de Economía Aplicada de la Universidad de Barcelona, ha elaborado una base con todos los procedimientos abiertos por prácticas corruptas en España entre 2000 y 2020 y concluye que «los dos partidos predominantes, PP y PSOE, engloban, de manera conjunta, el 75,8%» del total, con una leve ventaja de la formación conservadora, que participa en «el 40,5% de los casos», frente al 38,3% del PSOE.
Naturalmente, desde 2020 el marcador se ha movido bastante y no sería de extrañar que entre Koldo, Ábalos y Cerdán le hayan dado la vuelta al partido.
La región plusmarquista
¿Y no se podría erradicar esta alternancia en el latrocinio?
La verdad es que está todo inventado. «Cuando en Suecia cambia el Gobierno —explica en El Mundo Fernando Jiménez, experto del Grupo de Estados contra la Corrupción (Greco) del Consejo de Europa—, cambian el primer ministro y sus ministros, pero no el resto de escalones, donde hay profesionales que saben cómo poner en marcha las políticas públicas y son muy sensibles a la defensa de los intereses de su país». En España, por el contrario, cuando cambia el Gobierno cambia hasta el presentador del Telediario.
La solución sería, por tanto, «una Administración profesional —dice Jiménez— en la que los políticos, como representantes de los ciudadanos, fijen sus prioridades, pero cuyo funcionamiento diario no esté en sus manos».
«Ya —me dirán—, pero esa división del trabajo les vale a los suecos, que son nórdicos y protestantes. Nosotros somos latinos y católicos, y da igual que separes a los políticos de los funcionarios con el más caudaloso de los ríos, que ya se encargarán ellos de encontrar el vado». ¿Seguro? De acuerdo con los números de Abreu, apenas un 0,5% de los escándalos se dan en el ámbito nacional. ¿Por qué? Seguramente porque la libre designación de personal en la Administración del Estado está circunscrita a los dos niveles más altos (29 y 30). En las autonomías, en cambio, la politización llega bastante más abajo. El ejemplo más extremo es el de Andalucía, donde se designa discrecionalmente a los jefes de servicio (nivel 26, en su mayoría) y a todos los cargos 27, 28, 29 y 30, sin excepción.
¿A alguien le sorprende que sea la comunidad con mayor número de condenas por corrupción?
La cruda realidad
«Las personas no son buenas ni malas, solo maximizan su utilidad —escribe el economista Stergios Skaperdas—. Evaden impuestos o cometen delitos cuando resulta racional», es decir, cuando la ganancia es grande y la posibilidad de que te detengan es pequeña.
Una escena de la película Nueve reinas ilustra bien esta tesis.
Marcos, el personaje que encarna Ricardo Darín, expone en unos baños públicos a Juan (Gastón Pauls) su cruda concepción de la condición humana.
—No hay santos —le dice—, lo que hay son tarifas diferentes. —Y le plantea si se acostaría por dinero con otro hombre—. ¿No cogerías con un tipo si yo te ofreciera 10.000 dólares? —le pregunta arrojando en un lavabo un grueso sobre lleno de billetes.— Son 10.000, buena guita.
—No —responde Juan, sacudiendo la cabeza.
—¿Y si te diera 20.000? —Arroja otro sobre—. Guita de verdad, toda para vos.
—No.
—¿50.000?
—No.
—500.000.
Juan guarda silencio con los ojos puestos en la considerable pila de sobres que se ha acumulado en el lavabo. Duda.
—¿Te das cuenta? —concluye Darín—. Putos no faltan; lo que faltan son financistas.
Y en España ni siquiera faltan financistas, gracias a la UE, de modo que guarecerse en la ensoñación de que la izquierda no es corrupta ni roba es lanzar un brindis suicida al sol.