Por qué debería preocuparnos que cada vez menos licenciados encuentren un empleo digno
Las grandes oleadas históricas de inestabilidad política comparten un denominador común: la sobreproducción de élites

La fachada de una oficina del INEM da la bienvenida a sus usuarios. | Eduardo Parra (Europa Press)
Un profesor de historia que tuve en la facultad solía decirnos que si la miseria y la injusticia fueran la causa de la agitación, el mundo ardería por los cuatro costados. «Las revoluciones son cosas de poetas», añadía despectivo, y no le faltaba razón. Los parias de la Tierra rara vez se agrupan en la lucha final. Se quedan en sus infraviviendas agonizando silenciosamente de inanición, como los norcoreanos, o se dan a la fuga en precarias balsas, como los cubanos.
Ahora bien, el asunto es distinto cuando las que se frustran son las expectativas de las élites, como estamos viendo en Occidente.
«La situación privilegiada de los licenciados —leo en The Economist— corre peligro […]. Matthew Martin, de la consultora Oxford Economics, ha llevado a cabo una investigación entre los estadounidenses de 22 a 27 años con uno o más títulos y, por primera vez, su nivel de desempleo supera la media nacional». La tendencia, sigue la revista, es igualmente apreciable en la Unión Europea, Canadá, Reino Unido y Japón.
También la prima salarial, es decir, la retribución adicional que un universitario percibe por el hecho de ser universitario, se está contrayendo.
«El paro entre los licenciados [estadounidenses] —explica en su blog el nobel Paul Krugman— siempre ha estado por debajo del promedio nacional. […] Incluso los recién graduados presentaban una tasa inferior a la de la población general». Y aunque el desempleo entre los universitarios estadounidenses no es el mayor de la historia, «los picos anteriores se dieron en momentos complicados, como la crisis financiera [de 2008]». Ahora, aparte de haber superado la media nacional, «el paro entre los graduados de entre 22 y 27 años ha alcanzado cotas similares a las de la Gran Recesión». Esto es algo que «nunca antes había ocurrido». ¿A qué obedece el fenómeno y qué consecuencias puede tener?
Las causas
Para Krugman, la culpa la tiene, naturalmente, Donald Trump. «Nos encontramos ante una economía congelada por la incertidumbre», argumenta. Las decisiones drásticas y, sobre todo, erráticas en materia de aranceles e inmigración aconsejan esperar y ver, y eso es lo que están haciendo las empresas. Han paralizado sus inversiones y, en consecuencia, la contratación.
Esta interpretación explica el aumento del desempleo, pero no por qué estaría afectando particularmente a los titulados superiores.
Más verosímil es la doble explicación que apunta The Economist. Por el lado de la oferta, las universidades se han masificado y cada otoño vuelcan en el mercado palés y palés de licenciados. Y por el lado de la demanda, el avance en los interfaces hace cada vez más irrelevante la formación de quienes manipulan las máquinas y muchas compañías han empezado a cubrir con no licenciados las vacantes que antes reservaban a los licenciados.
«Durante décadas —dice la revista—, el camino hacia una vida mejor estuvo claro: ir a la universidad, encontrar un trabajo y ver cómo entraba el dinero». Ya no más.
Menos desigualdad
Desde el punto de vista de la progresía, todo esto no tendría por qué ser necesariamente malo.
El principal factor que ha impulsado la desigualdad en las últimas décadas es el llamado skill-biased technological change o STBC. Muy sucintamente, consiste en que el cambio tecnológico (technological change) había introducido un sesgo (bias) en la contratación que favorecía las habilidades (skills) adquiridas en la universidad. Al dispararse la demanda de licenciados y reducirse la de no licenciados, se había abierto una brecha entre las retribuciones de unos y otros. Si ahora el SBTC se diluye, lo lógico es que también mejore el Gini, el principal indicador de desigualdad.
El problema es que esa no va a ser la única consecuencia.
Crispación
«Las oleadas históricas de inestabilidad, como las guerras civiles en la Roma republicana, las de religión en Francia o la de Secesión en Estados Unidos —escribe el historiador Peter Turchin—, tuvieron causas y circunstancias propias de su época. Pero todas ellas comparten un denominador común: la sobreproducción de élites».
La lógica es que los ricos suelen ser más activos en política que el resto de la población y a menudo se postulan para cargos representativos. Por desgracia, la oferta de estos es muy rígida. En Estados Unidos, los 100 escaños del Senado y los 435 de la Cámara de Representantes no han variado desde 1959. Mientras tanto, las matrículas en los centros de élite no han parado de crecer y, en concreto, el número de abogados se ha cuadruplicado desde 1970.
Este desfase entre oferta y demanda da lugar a una feroz competencia, que no tarda en manifestarse en la polarización de la vida pública y puede acabar a tiros. Literalmente.
«Entre 1830 y 1860 —cuenta Turchin—, el número de neoyorquinos y bostonianos con fortunas de al menos 100.000 dólares (hoy serían multimillonarios) se quintuplicó. Muchos de ellos (o sus hijos) tenían ambiciones políticas, pero el Gobierno […] estaba dominado por las élites sureñas», y las cosas se fueron caldeando. «En varias ocasiones, el Congreso estuvo al borde del tiroteo», porque, como señaló un senador de la época, «los únicos que no llevan un revólver y un cuchillo a las sesiones son los que llevan dos revólveres».
Limitaciones
¿Estamos al borde de la guerra civil? Tampoco hay que ponerse dramático.
«Es importante destacar las limitaciones de este enfoque —admite el propio Turchin—. No predice cuándo y cómo estallará la violencia, solo las condiciones estructurales que la hacen probable». Y pone el ejemplo de «un bosque en el que la madera seca se ha acumulado durante años. No sabemos qué iniciará el fuego: podría ser la caída de un rayo durante una tormenta o la colilla que se arroja despreocupadamente».
Pero tarde o temprano saltará la chispa y, como no hallemos acomodo para nuestros universitarios, no faltará un poeta ocioso dispuesto a avivar la llama.