En qué consiste eso de pasarse de listo
La inteligencia está comprendida entre dos fronteras. Al sur limita con la estupidez, pero, ¿con qué limita al norte?

El exsecretario de Organización del PSOE Santos Cerdán llega al Tribunal Supremo. | Jesús Hellín (Europa Press)
Aunque a primera vista choque, se puede ser demasiado inteligente.
Es lo que refleja la expresión española «pasarse de listo». Cuando la predicamos de alguien, estamos dando por supuesto que la inteligencia está comprendida entre dos fronteras. Al sur limita con la estupidez, pero, ¿con qué limita al norte? Con un territorio cuyos habitantes te miran por encima del hombro.
Por tanto, listos no son solo los que, pongamos, obtienen más de 100 puntos en una prueba convencional de capacidad intelectual, sino los que además no abusan de ello. Plutarco nos cuenta de Marco Licinio Craso que levantó un imperio inmobiliario a base de adquirir a precio de saldo las propiedades confiscadas a sus rivales políticos. Llegó a ser el hombre más rico de Roma, pero en su codicia insaciable invadió Partia y allí encontró la derrota y la muerte. Se pasó de listo.
La corrupción como una de las bellas artes
Este patrón de insatisfacción creciente se encuentra en infinidad de políticos corruptos.
La mayoría son chorizos de poca monta, pero se envalentonan ante la impunidad de sus escamoteos iniciales y, como ironiza Thomas De Quincey, «uno empieza por permitirse un asesinato, pronto no le da importancia a robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor y se acaba por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para mañana».
Considerada desde este punto de vista, la corrupción sería fundamentalmente un acto de arrogancia, de lo que los clásicos llamaron hubris.
El corrupto sería como Ícaro, que se eleva a pesar de las advertencias paternas. ¿Y a dónde pretende llegar Ícaro en su vuelo desalado? A ese territorio que se encuentra al norte de la inteligencia. En él habitan los dioses y no existen molestas restricciones éticas. El padre de todos, Zeus, era famoso por sus infidelidades, y distaba de ser el más indeseable del Olimpo. Pensemos en el libertinaje de Dionisos, en los celos de Hera, en la crueldad de Ares.
Eso es pasarse de listo: liberar el juicio de las bridas de la compasión.
La ética de los aqueos
Durante gran parte de la Antigüedad, los buenos sentimientos se consideraron un lastre para la conquista de la fortuna.
La moral que impregna la Ilíada y la Odisea está centrada en la astucia y la fuerza. No existe piedad para el perdedor. Aquiles es un héroe indiferente al dolor ajeno, guiado a menudo por la cólera y el afán de venganza. No tiene suficiente con dar muerte a Héctor. Necesita agujerearle los tobillos, pasar una cuerda por ellos y arrastrarlo atado a su carro alrededor de las murallas de Troya, hasta dejarlo reducido a un amasijo irreconocible de carne sanguinolenta.
«Como una loca atravesó el palacio con el corazón palpitante —nos cuenta Homero de Andrómaca, la esposa de Héctor—. Al llegar a la torre […] vio cómo lo llevaban a las naves de los aqueos. Una sombría noche cayó sobre sus ojos […] y se desmayó sin aliento».
«La codicia es buena»
Encontramos ecos de esta mentalidad inmisericorde en Gordon Gekko, el protagonista de Wall Street.
«El asunto es, señoras y señores, que la codicia, por falta de una palabra mejor, es buena —dice el personaje que encarna Michael Douglas durante la junta de accionistas de la compañía ficticia Teldar Paper—. La codicia es buena, la codicia funciona. […] La codicia en todas sus formas. La codicia por la vida, el dinero, el amor, el conocimiento, ha marcado el ascenso de la humanidad, y la codicia, les aseguro, no solo salvará a Teldar Paper, sino también a esa otra corporación disfuncional llamada Estados Unidos».
¿Sería de verdad más próspero un mundo sin compasión? Es dudoso.
El fermento del capitalismo
La riqueza de cualquier colectivo depende de la disposición de sus miembros para cooperar.
No es que la ética sea rentable: es que es indispensable. Un mercado no funciona sin una red moral. Max Weber atribuye el despegue del capitalismo moderno al rígido sentido del deber de los comerciantes cuáqueros, baptistas y metodistas, para quienes «la honestidad era la mejor política» por un motivo muy poco religioso: «Los ateos —decían— no se fían unos de otros en sus asuntos; por eso se dirigen a nosotros [los protestantes] cuando quieren hacer negocios».
Y Francis Fukuyama explica que «las leyes, los contratos y la racionalidad económica proporcionan una base necesaria, pero no suficiente para la estabilidad […] de las sociedades posindustriales; también se necesita el fermento de la reciprocidad, la obligación moral, la responsabilidad hacia la comunidad y la confianza». Lejos de tratarse de escrúpulos pasados de moda, como pretende Gordon Gekko, son «la condición sine qua non del éxito»; lo que nos retiene al borde de la frontera y nos impide pasarnos de listos.