El glamur del Mundial menos rentable del mundo
La creciente potencia de los ordenadores ha sumido al mayor evento del backgammon en una triste decadencia

Backgammon.
Entre los recuerdos menos bochornosos de mi pubertad escojo mi Spectrum 48 K (hoy, una cuenta de Gmail ofrece gratis un millón de kas). Uno de sus juegos era el Backgammon, algo así como un parchís con ínfulas: el colmo del exotismo, sus 24 triángulos alargados en vez de casillas. Fascinante. Yo solía aprovechar mi evidente superioridad intelectual para batir inmisericordemente una y otra vez a mi hermana siete años menor (te quiero, Pilar, tú lo sabes). Ahora estoy pensándome participar en el Campeonato del Mundo de Backgammon, que comienza este sábado en Mónaco.
Aunque he de reconocer que estoy un poco desentrenado. Por eso he investigado un poco. No sabía –en la España de los años 80, las noticias del extranjero llegaban a cuentagotas– que, por entonces, el Backgammon había llegado a su punto máximo de popularidad. Nacido en el principio de los tiempos en las fértiles llanuras de Mesopotamia, el juego prosperó por todo el mundo hasta dar con sus huesos (y fichas y dados) en la avariciosa civilización capitalista.
Los jugadores se excitaban con apuestas cada vez mayores y, además, se dejaban seducir por un toque aristocrático del que carecía, por ejemplo, el omnipresente póker. Hay tableros de backgammon en pinturas de Caravaggio y Pieter Brueghel el Viejo… La combinación de ambos circunstancias se encarnó a lo largo de los años 60 del pasado siglo en el príncipe ruso Alexis Obolensky, que se instaló en Manhattan huyendo de la barbarie bolchevique. Allí cofundó la Asociación Internacional de Backgammon y, pergeñó un sistema de torneos que incluyó el primero de ámbito internacional en 1964, con una nutrida presencia de aristócratas que atrajo con su brillo a las celebrities americanas, polillas sedientas de rancio abolengo.
Este entrañable artículo del NYT publicado en 1966 explica la extraña invasión: «Un juego disfrutado durante miles de años en las calles de Oriente Medio, por siglos en los hogares ingleses y docenas de años en las terrazas del Bronx se ha apoderado de repente de los banqueros y corredores de bolsa de los clubes masculinos de viejo cuño de toda la ciudad». Trascendieron incluso partidas en la Mansión Playboy del bueno de Hugh Hefner, y las marcas de tabaco, alcohol y coches comenzaron a patrocinar torneos.
En 1967, llegó la culminación oficial con el primer Campeonato del Mundo. La sede no podía ser otra que Las Vegas. La periodicidad anual daba cuenta de la expectación. En 1975, el evento se trasladó al encanto tropical y fiscal de las Bahamas, pero en 1979 los aristócratas, con el príncipe Obolensky ya bautizado como Padre del Backgammon Moderno, decidieron que el gran torneo de su deporte merecía un lugar de mayor abolengo. Mónaco era el lugar ideal. Con Grace Kelly aún reina, el lugar gozaba del brillo de la Costa Azul y competía con Bahamas en gracejo fiscal.
A partir de entonces, el backgammon alcanzó notables cotas de esplendor. Más allá de la farándula, el juego en sí causaba fascinación. Como explica Kartik Kumar en un maravilloso reportaje en The Spectactor, es extremadamente complejo, «con miles de posiciones potenciales, incluso después de dos tiradas de dados; hasta los grandes maestros están lejos de ser perfectos». La pericia de los jugadores fue aumentando… hasta que todo acabó a principios de los 90. Desde entonces, dice Kumar, «una computadora puede jugar a un nivel que los jugadores humanos no pueden superar». Las implicaciones son evidentes: ya no existe «un mercado para jugar al backgammon online por dinero; cualquiera que use un ordenador para hacer trampa termina ganando».
Kumar realiza la comparación inevitable: «Es muy diferente del póker, que no se ha ‘resuelto’ en el mismo sentido. La estrategia del póker ha evolucionado gracias a los ordenadores, pero aunque estos pueden ayudar, no pueden garantizar la victoria, por lo que el juego online sigue siendo un mercado enorme». Pone el caso de gran hito de 2003, cuando Chris Moneymaker ganó 2,5 millones de dólares en las Poker World Series tras clasificarse a través de un torneo online por 40 dólares. El número de jugadores las Word Series pasó de 800 a 2.600 el año siguiente y superó los 10.000 en 2024. En el último Mundial de Backgammon solo participaron 300 jugadores.
Kartik Kumar fue uno de ellos. Y en su artículo lo cuenta con la encantadora ironía que, afortunadamente, siguen proveyendo medios como The Spectator. Comienza explicando que «el torneo dura seis días y es inusual por la considerable duración de sus partidas (que promedian alrededor de dos horas y media con descansos) y el prestigio que conlleva su título, lo que a su vez significa que atrae a la mayoría de los mejores jugadores». Y continúa con datos que, en principio, deberían mostrar una inteligente táctica del backgammon: a falta de potencia financiera pura, tiremos de fantasía aristocrática: «La inscripción cuesta 1.250 euros, pero el coste total resulta mucho mayor porque alojarse en Mónaco no es barato. El torneo se celebra en el Fairmont, un hotel antiguo, conocido por albergar la famosa horquilla del circuito de Fórmula 1, y justo debajo del Casino de Montecarlo, el más antiguo del mundo. Los jugadores tienen descuento para alojarse en el hotel, en cuyo modesto bar una cerveza cuesta 17 euros».
Sin embargo, tristemente, la modernidad no hace prisioneros: «La población de jugadores era aproximadamente un 90% masculina, pero diversa en nacionalidad y apariencia. Algunos optaron por vestir formalmente (un estadounidense llevaba corbata negra), pero la gran mayoría llevaba pantalones cortos y chanclas, en parte debido al calor de 35 °C. Un joven jugador checo de élite llamado Zizi jugaba en bañador, zapatillas de baloncesto de colores brillantes y un sombrero de pescador. Es habitual descubrir que un hombre en chanclas era un excampeón del mundo o un gran maestro y verlo desenrollar un fajo de billetes para una partida de dinero real de alto riesgo. Y no se pueden perder a jugadoras como Antoinette-Marie Williams, de Nueva York —Lady Fabulous—, que recorre la cancha a toda velocidad en su ‘Ferrari’, un scooter de movilidad color carmesí. Antoinette-Marie ha jugado en el campeonato más de treinta y ocho veces y es una defensora de la enseñanza del béisbol en escuelas públicas y centros comunitarios».
A continuación, el pobre Kumar pasó a describir los detalles de su juego, con oscilaciones probabilísticas haciendo las veces de nuestro «gol en Las Gaunas». Su conclusión: «La aplicación del análisis de aprendizaje automático al backgammon ha permitido a los jugadores distinguir entre la suerte y la habilidad a la hora de determinar el resultado de las partidas. En Mónaco, era habitual ver partidas grabadas con una GoPro. Esto permite a los jugadores analizar sus partidas posteriormente y aprender de sus errores. Quién gana es importante, pero cómo se gana una partida es un factor fundamental para determinar el rendimiento de un jugador a largo plazo».
O sea, que perdió. Pero lo importante es el jogo bonito («no creo que mi apuesta fuera tan descabellada»). En fin… En cualquier caso, la moraleja final puede costarle el despido (o, al menos, algún desaire) en el egregio The Spectator: «Después de aprender las lecciones de esta expedición, volveré al río en Mónaco, quizás con un sombrero de pescador y una GoPro la próxima vez».
Espero ansioso la crónica de la edición que comienza el sábado que viene. Sobre mi participación… Tengo que hacer cuentas.