The Objective
La otra cara del dinero

De paraíso del trabajador a infierno fiscal

Muchos franceses creen haber encontrado en la xenofobia el remedio a décadas de irresponsabilidad financiera

De paraíso del trabajador a infierno fiscal

El primer ministro francés, François Bayrou, durante la presentación de su plan de ajuste, que realizó bajo el melodramático lema «La hora de la verdad». | Stefano Lorusso (Zuma Press)

Mi mujer y yo hemos pasado un par de semanas en el sur de Francia. No puedo decir en absoluto que haya sido una experiencia insatisfactoria, pero no ha estado exenta de incidentes.

El más desagradable ha sido, sin duda, el diluvio de mensajes ofensivos que nos dedicó nuestra casera en el chat de la plataforma de alquiler. Empezó con un enigmático «La vaca sigue», continuó con un ya menos ambiguo «Y que Madrid se quede en la nacional 1» y acabó despeñándose por un terreno decididamente xenófobo: «Me han recordado lo sucia que es España […] Arcachon no es para ustedes. [Quédense en] La Manga, mejor».

Pensarán: «¡Cómo debieron de dejarle el apartamento a la buena señora!», pero les aseguro que estaba más limpio que cuando nos lo entregaron y, en cualquier caso, podría habernos llamado la atención sin necesidad de recurrir a una descalificación global. (Descalificación, dicho sea de paso, carente de cualquier fundamento: los españoles somos los europeos que más tiempo dedicamos a las tareas del hogar y nos duchamos bastante más que los franceses).

Me imagino que un análisis pericial del hilo delataría una ingesta excesiva de los excelentes caldos de la tierra, pero en el resto de los incidentes la intoxicación ha sido sobre todo ideológica.

Una república de trabajadores

Aunque en la Constitución no lo pone, Francia es una república de trabajadores. Si el capitalismo anglosajón sitúa al consumidor en el centro y obliga a empresas y empleados a plegarse a sus exigencias (extremando la calidad, abriendo domingos y festivos o siendo obscenamente pelota si se tercia), el capitalismo francés gira en torno al trabajador.

En el supermercado, por ejemplo, mi mujer no encuentra el pato confitado y pregunta a varios dependientes. Le dicen que no tienen ni idea, casi ofendidos. ¿Son acaso ellos los guardianes del pato confitado?

También tenemos problemas al pagar porque el escáner no reconoce una pistolita de agua para mi nieto. La cajera coge el teléfono y consulta a un compañero. No oigo lo que este le dice, pero sí lo que ella le responde: «Son españoles, no van a comprender nada». Mi mujer, que es intérprete, la saca rápidamente de su error en un francés impecable: «Perdone, madame, pero sí que comprendemos todo».

Tras un breve debate, la cajera nos ofrece dos opciones: renunciar a la pistolita o escoger otra cuyo código de barras sea legible. Me manda a buscarla con gesto que solo puedo calificar de perentorio y, cuando vuelvo con la lengua afuera, todavía me cae una bronca, porque traigo una pistolita igual, aunque de diferente color. «¡Pero si es la misma!», exclama la cajera en un tono indecorosamente alto. «Lo sé –le contesto–, pero un colega suyo me ha dicho que me la lleve de todas formas y que le diga a usted que lo llame». Me mira unos instantes con escepticismo. Arroja luego despectiva la pistolita a la cinta transportadora, efectúa una nueva consulta telefónica y, tras teclear una ristra de números en su ordenador, exclama triunfal: «Et voilà!».

Mientras nos alejamos con el carrito, la oímos comentar: «Estos españoles no se enteran de nada».

«Es que en Francia y en fin de semana…»

De vuelta al apartamento, la dueña nos ha enviado a un señor mayor (¿su padre?) para informarnos de que Orange ha alertado de una interrupción del servicio en el barrio.

El buen hombre no ahorra sarcasmos cuando le pregunto cuánto calcula que durará la avería. «Hombre –me dice–, hoy es sábado, mañana domingo y el lunes es 14 de julio [aniversario de la toma de la Bastilla y fiesta nacional]. Después de una libranza tan prolongada necesitarán unos días para reponerse, así que yo no espero que esté solucionada hasta bien entrada la semana que viene».

Esta es una característica que ya observara el mayor Thompson en sus famosos Cuadernos: la hostilidad de los franceses hacia los funcionarios. Muchos en Orange lo son, porque proceden de France Télécom, el antiguo monopolio estatal, y retuvieron sus privilegios tras la privatización. Pero el mayor Thompson también advierte que no hay que dejarse engañar por esta hostilidad: como la pirotecnia del 14 de julio, es aparatosa e inofensiva. Quizás en un momento puntual algún ciudadano se acalore delante de una ventanilla y, blandiendo el puño en alto, amenace: «¡No sabe usted con quién habla! ¡Ya tendrá noticias mías!». Pero, al final, todo queda en un mero desahogo.

Los franceses han sido educados en la supremacía del trabajador sobre el consumidor, sobre el contribuyente, sobre el enfermo incluso.

Tengo ocasión de comprobarlo el domingo siguiente, cuando mi mujer sufre una (afortunadamente leve) intoxicación alimentaria. Llamo al seguro médico y, después de una interminable espera, el operador me comunica desolado que no encuentra ningún hospital privado que acepte nuestra garantía. «Es que en Francia y en fin de semana…», concluye a modo de justificación.

La gallina no da más de sí

Me dirán ustedes que tampoco le ha ido tan mal a Francia poniendo al trabajador en el centro, pero ha sido más bien a pesar de que gracias a ello.

Las deficiencias del sistema han quedado enmascaradas porque fue una de las primeras naciones en incorporarse a la Revolución industrial y pudo abrirse hueco en algunos de los nichos más lucrativos: el automóvil (Citroën, Renault, Peugeot), la aviación y la defensa (Airbus, Dassault, Thales), el lujo y la moda (LVMH, Hermès), la cosmética (Chanel, L’Oréal), el turismo y la gastronomía… La enorme productividad de sus compañías ha permitido a los franceses costearse una gran Administración y financiar generosas políticas sociales, como la semana laboral de 35 horas, la jubilación a los 61 años, un transporte público gratuito o semigratuito, subsidios de todo tipo…

Por desgracia, la gallina de los huevos de oro no da más de sí.

El Estado cerró 2024 con un déficit del 5,8% del PIB. La deuda está en el 114%, aumenta a un ritmo de 5.000 euros por segundo y consume en concepto de intereses 55.000 millones anuales, el 9,5% de los presupuestos generales. Es una deriva insostenible y el primer ministro François Bayrou ha anunciado un plan de ajuste que, entre otras medidas, congelará las pensiones, suprimirá 3.000 funcionarios, reducirá el gasto sanitario y eliminará dos días festivos.

Desde la Agrupación Nacional han venido ofreciendo, en cambio, una alternativa más apetecible: bajadas del IVA, energía barata, incentivos fiscales para familias y empresas, adelanto de la jubilación… ¿Y cómo piensan cuadrar las cuentas? Muy fácil. Combatiendo el «enorme fraude social» que protagonizan «los extranjeros», cuya atención médica se limitará a la «ayuda de urgencia vital».

A mí me cuesta verlo, pero ya se sabe que los españoles no nos enteramos de nada y mejor si nos quedamos en La Manga.

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