Por qué nadie toma en serio a los europeos
Generaciones enteras dan por sentada la democracia. Olvidan que es un artificio y se sostiene en ciertas virtudes

Donald Trump se ríe durante una reunión de su gabinete en la Casa Blanca. | Aaron Schwartz - Pool via CNP / Zuma Press / ContactoPhoto
«Durante años la Unión Europea y sus 450 millones de consumidores creyeron que su peso económico iba de la mano del poder geopolítico y la influencia en las relaciones comerciales —escribe Mario Draghi—. 2025 quedará grabado en nuestra memoria como el año en que esta ilusión se hizo pedazos».
Marc de Vos, catedrático de la Universidad de Gante, habla abiertamente del «verano de la humillación». «Para aplacar a Donald Trump —denuncia— Europa ha debido arrodillarse y pagar no menos de tres veces. Primero, aumentando en cientos de miles de millones su contribución a la OTAN […]. Segundo, comprándole a Estados Unidos las armas que Ucrania necesita. Y tercero, tolerando una subida unilateral de aranceles».
Mientras tanto, China e India burlan las sanciones que le hemos impuesto a Rusia, e Israel bombardea Irán y Gaza ignorando nuestras objeciones.
Nadie nos toma en serio y Draghi se pregunta si el problema es que los valores que encarna el proyecto europeo (democracia, libertad, justicia) han perdido vigencia. Su respuesta es que no. Ahora bien, los enemigos de la sociedad abierta saben que la deserción del amigo americano nos ha arrojado a los europeos a los pies de los caballos y que somos incapaces de defender esos valores.
El mundo que creía en el libre comercio y en la apertura de los mercados, en el respeto de las reglas multilaterales y en la renuncia al ejercicio de la fuerza, ya no existe.
Poco a poco nos deslizamos de vuelta a la ley de la selva, pero generaciones enteras de europeos siguen dando por sentada la llamada civilización occidental. No tienen conciencia de que es una construcción levantada con enorme esfuerzo por las gentes que las precedieron, que podría desaparecer mañana y que se sostiene en ciertas virtudes, incluida la disposición a entregar la vida por ella en un momento dado.
¿Por qué no quieren hacer la guerra los europeos?
Ventajas del ejército profesional…
En Estados Unidos el servicio militar fue obligatorio hasta que Richard Nixon lo abolió en 1973, en respuesta a las protestas contra la guerra de Vietnam.
Aparte de aconsejarlo el oportunismo, el ejército profesional parecía una opción más congruente con el individualismo americano. Como el republicano Ron Paul declaró en 2007, la mili «es una forma de esclavitud, simple y llanamente. Y la Decimotercera Enmienda [de la Constitución de Estados Unidos], que prohíbe la servidumbre involuntaria, la ilegalizó. Es muy posible además que un recluta muera, lo cual hace del servicio militar obligatorio una forma de esclavitud especialmente peligrosa».
Desde un punto de vista puramente utilitarista, el ejército profesional también contribuye más al bienestar general.
«Dejar que los individuos se enrolen a cambio de una compensación —explica Michael Sandel en Justicia— hará que solo lo hagan si con ello maximizan la utilidad de que disfrutan; y quienes no quieran alistarse no sufrirán la pérdida de utilidad que se derivaría de que se les forzase a hacerlo contra su voluntad».
…e inconvenientes
El problema, objeta Sandel a renglón seguido, es que «el libre mercado, para quienes no tienen mucho donde elegir, no es tan libre».
«Si la pobreza y la desventaja económica son muy comunes —argumenta—, que alguien se enrole quizá solo refleje que carece de opciones». Y ciertamente avala esta tesis la extracción social de los reclutas, en la que están sobrerrepresentados negros e hispanos. Peor todavía. «Solo el 2% de los miembros del Congreso tienen un hijo o una hija que sirvan en las fuerzas armadas —observa Sandel. Y añade—: El congresista demócrata Charles Rangel cree que la guerra de Irak nunca habría empezado si los hijos de los políticos hubiesen tenido que sufrir las penalidades subsiguientes».
Su conclusión es que el ejército profesional es injusto mientras se den desigualdades tan considerables como las que se ven en Estados Unidos.
Ahora bien, ¿se volvería justo si esas diferencias desaparecieran, si negros e hispanos dispusieran de una alternativa y no tomaran la decisión de enrolarse apremiados por la necesidad? Pensemos, por ejemplo, en una sociedad en que existieran subsidios más generosos o incluso alguna forma de renta básica universal. No hace falta un gran esfuerzo de imaginación. Es Europa. Y el problema es que muy pocos europeos se alistan.
Por eso Alemania está considerando reintroducir la mili.
Un ejército no es una ONG
En un artículo de 2003, Rafael Bardají, subdirector a la sazón del Real Instituto Elcano, repasaba cómo había evolucionado la imagen de las fuerzas armadas en España.
Explicaba que la primera mitad de los años 80 había estado marcada por el denominado «problema militar», es decir, por la inveterada costumbre de nuestros espadones a pronunciarse y salvar la patria. Una vez conjurado ese peligro e incorporados ya a la OTAN, la reputación de nuestro ejército mejoró gracias a su participación en misiones de paz. Esta reconciliación con la sociedad, apuntaba Bardají, no carecía sin embargo de «aspectos negativos», el principal de los cuales era la desconexión con la realidad. Los españoles se habían habituado a pensar en sus fuerzas armadas como una especie de ONG.
El reto que desde entonces ningún gobernante ha osado asumir (y mucho menos los buenistas Zapatero y Sánchez) es el de preparar a la opinión pública para lo que de verdad hace un soldado: «matar y morir en aras de los intereses abstractos del Estado».
La primera obligación cívica
Los actuales ejércitos profesionales ofrecen grandes ventajas para los gobernantes.
Los universitarios no les andan quemando contenedores y arrancando adoquines, y ellos pueden dedicarse a declarar la guerra y hacer la paz sin tener que ganarse el consentimiento generalizado y profundo de sus votantes. Pero «pagar a un número hasta cierto punto pequeño de nuestros conciudadanos para que luchen —dice Sandel— nos ha dejado al resto al margen de lo que está sucediendo», y ese desapego nos ha llevado a desentendernos de la primera obligación cívica en una democracia: defender esa democracia.
Tenemos que recuperar la determinación de luchar por los valores europeos, porque, como dice Draghi, ellos solos no lo van a hacer.