The Objective
La otra cara del dinero

La otra vuelta al cole: 500 dólares por llevarte los cruasanes a tu (muy progre) mansión

Las deliciosas extravagancias de la izquierda caviar nos alivian los sofocos financieros posvacacionales

La otra vuelta al cole: 500 dólares por llevarte los cruasanes a tu (muy progre) mansión

Una mansión moderna. | Pexels

Se acabó el verano, se acabó la fiesta. Una fiesta que, como ya dijimos por aquí, ha empezado ya a ser más moderada de lo que solía. Quizá porque sabíamos que este año el después se presenta más amenazador que una rueda de prensa de Óscar Puente. La confirmación de este sentir se puede resumir en el subtítulo de esta noticia: «Al 90% de las familias les preocupa la subida de precios del material escolar de cara al nuevo curso académico». 

Afortunadamente, nos queda el 10%. 

El 9% probablemente lo sumen quienes no tienen fuerzas ni para estar preocupados. Este verano hemos visto sudar la gota gorda a los famosos riders. Mientras consumíamos el Tour de Francia atornillados al aire acondicionado (la Vuelta la tenemos ahora ya más fresquita), el nuevo lumpenproletariado se dejaba los riñones para transportar comida a cambio de un salario paradójicamente raquítico: la famosa Ley rider que se inventó el actual Gobierno de progreso les ha proporcionado una nutritiva rebaja en sus emolumentos

Afortunadamente, les queda soñar con el 1%. 

Andrew Zucker, dicharareo reportero del muy progresista The New York Times, se solazaba este verano del final feliz de un épico on the road: unos deliciosos cruasanes habían partido de madrugada de la panadería L’Appartement, en Brooklyn, para llegar a las 10:00 a.m., aún crujientes y deliciosos, a los Hamptons. Al módico precio de 500 dólares. Con un par de esos viajes, uno de nuestros riders habría hecho el mes. El american dream.

Quizá deberían mandar sus curriculums a Tote Taxi, la empresa encargada de deliveries como este y otros muchos de semejante glamur, porte e importe. Zucker cuenta que su fundadora, Danielle Candela, se dio cuenta de que «si los habitantes del Upper East Side en Sagaponack necesitaban su raqueta de tenis urgentemente, podrían haberla encontrado en un autobús Hampton Jitney o en el asiento trasero de un coche con chófer». ¡Imagínate que te vas de finde a tu mansión y cuando llegas te das cuenta de que te has dejado tu raqueta favorita! «Donde los neoyorquinos con segundas residencias veían dolores de cabeza, la señora Candela veía oportunidades».

Para profundizar en el negocio de Tote (qué diría de esto mi paisano rapero…) Taxi, tenemos que explorar el concepto Hamptons. 

Nueva York es la ciudad de los ricos. De toda la vida. Los ricos la utilizan para hacer dinero (Wall Street) y para vivir como señores (Upper East Side de Manhattan), pero de vez en cuando necesitan relajarse. Pegada a la ciudad hay una isla accesible por un largo puente (aunque mola mucho más ir en helicóptero, dicen). Long Island se llama, porque es lo suficientemente larga para que, en la punta, lo más alejado posible del mundanal ruido y la plebe, digne asentarse la zona de los Hamptons. Francis Scott Fitzgerald clavó su espíritu en El gran Gatsby: cumple 100 magníficos y lampedusianos años: lean o reléanlo, por favor, y díganme si de verdad ha cambiado algo. 

En un principio, por supuesto, fueron los Rockefeller y los Vanderbilt. Los del dinero viejo que expulsaron al intruso Gatsby. Dinero viejo que fue nuevo cuando los fundadores de las sagas eran aventureros sin escrúpulos, por cierto. Pero hoy Nueva York no es solo la ciudad de los ricos. También es la ciudad de los progres. En ella habitan, por ejemplo, los Clinton. Bill es un simpático tiarrón de la Arkansas profunda que el Partido Demócrata llevó a la Casa Blanca para salvar a la humanidad de la derecha profunda y genéticamente malvada. Cumplidas sus dos legislaturas, su señora se propuso seguir el legado luchando contra Trump. Un tipo muy de derechas, el ogro perfecto. Ella insultó a los catetos que lo votaban llamándolos «deplorables». Para entonces ya vivía (ella) en Nueva York. 

El verano de aquel 2016 electoral, Politico publicó un reportaje con el entrañable titular: «The Hamptons, where Hillary feels at home». La candidata de la izquierda necesitaba un tiempo para relajarse en su lucha contra el fascismo y alquiló una mansión frente al mar, muy cerquita de la de Harvey Weinstein, a 50.000 dólares la semana. Ya la habían alquilado verano anterior y se ve que les gustó. Según Politico, también se pasó por allí la hija única de los Clinton, Chelsea, recién llegada de unas vacaciones en barco y snorkel con la diseñadora de moda Diane von Furstenberg y el magnate multimillonario Barry Diller en Cerdeña. Todo muy cool. Nada que deplorar.

Hillary perdió las elecciones, pero la familia no le ha perdido afición a los Hamptons. En la salud y la enfermedad, porque los ricos también lloran. Hace unos días, las alarmas saltaron en la prensa al trascender unas fotos de Bill Clinton con un desfibrilador portátil… en el aeropuerto de los Hamptons, cuyos vecinos no tienen pinta de aterrizar en el JFK y probablemente no sepan que existe uno en Newark por el que se despeñan (con perdón) los deplorables turistas low cost de Nueva York.

Además del mencionado reportaje sobre los riders vip, el progresismo oficial del NYT nos regaló a principios de verano otro titulado «Los Clinton y Kamala Harris asisten a una boda de la realeza liberal en los Hamptons» Se casaba Huma Abedin, colaboradora de Hillary Clinton desde hace mucho, y Alex Soros, «descendiente de una dinastía filantrópica liberal» [liberal no en el sentido económico, sino en el de la política estadounidense: nuestro «progresista»]. ¿Les suena el apellido? 

La boda «atrajo a jets privados y a numerosos asesores de Clinton, en una inusual concentración de riqueza y poder». El NYT menciona a la rival de Trump por «la izquierda», Kamala Harris; a Chuck Schumer y Hakeem Jeffries, líderes de la minoría demócrata de Nueva York; a la ex presidenta de la Cámara de Representantes Nancy Pelosi… y celebrities como Nicky Hilton Rothschild (qué gran belleza digna de Sorrentino la cópula de esos dos apellidos) o la editora de Vogue Anna Wintour. Fue el 14 de junio. Mi cumpleaños. Así que no hagan mucho caso: el rencor de clase amenaza con desdibujar la objetividad de este reportaje.

Aunque mi familia hizo lo que pudo, podría darme por recordar cómo fue durante la presidencia del izquierdista Bill Clinton cuando se derogó definitivamente la Ley Glass-Steagall que separaba la banca comercial de la de inversión. Muy de izquierdas. Por cosas de la vida, la norma llegó justo a tiempo para crear Citigroup, con la que su secretario de Estado, Robert Rubin, se forró hasta extremos hamptonianos. Por no hablar de la ludopatía financiera que motivó la desregulación de determinados instrumentos bursátiles. Ya saben, el que provocó la euforia de finales de los 90… y la crisis tremebunda que nos tragamos los de siempre. Podría incluso recordar los movimientos del muy progresista equipo económico de Clinton para evitar la regulación de los derivados que pretendían gente con un mínimo de sentido común y decencia, como Brooksley Born, directora de la Commodity Futures Trading Commission.

Y entonces Trump… Los americanos ya no se creían el cuento de Clinton. Pero Hillary se ocupó de tener en frente a un rival con pinta todavía peor. Politico lo desveló en un reportaje bien documentado que nadie ha intentado siquiera rebatir. Titulado «They Always Wanted Trump», detalla el plan del equipo de la candidatura demócrata para desgastar a todos los precandidatos republicanos… menos a Trump. Buen truco. Trump fue designado candidato a la presidencia. Hillary se frotaba las manos, pero las encuestas empezaron a insinuar que los americanos preferían (incluso) a Trump. Y estalló. Le salió del alma aquello de «la cesta de deplorables». 

Trump es más de su supermegahiper mansión en Florida, bien hortera, que de los Hamptons. 

Y así seguimos adelante, barcos contra la corriente, arrastrados sin cesar hacia el pasado.

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