Por qué no se encuentra nunca un ebanista
En un mercado laboral competitivo las empresas carecen de incentivos para invertir en la formación de sus empleados

Un tornero trabaja una pieza de madera durante un encuentro internacional de ebanistería en Galicia. Obsérvese la provecta edad tanto del artesano como del público. | Carlos Castro (Europa Press)
Hemos decidido hacer una pequeña reforma en la casa del pueblo y reunir una cuadrilla está siendo un infierno.
El problema últimamente viene siendo el ebanista, pero es probable que cuando nos coja el teléfono el que desaparezca sea el pintor o el escayolista. En un momento de desesperación, a mi mujer se le ha ocurrido traerse a los obreros de Madrid, pero cuando lo ha sugerido en la frutería, el rechazo ha sido unánime.
—Yo no se lo recomendaría —le ha advertido una de las clientas muy despacito y mirándola de través.
La reacción quizás traiga a la memoria de algún lector una escena de El Padrino, pero una referencia filmográfica más apropiada me parece a mí que es The Money Pit. En esta comedia, la pareja que encarnan Tom Hanks y Shelley Long ha comprado una mansión ruinosa y busca desesperadamente profesionales que se la restauren. Una mañana, mientras Tom atiende una llamada, se presenta en la casa Joe Mantegna y, tras repasarse la melena con un peine grasiento, se abalanza sin más ceremonia sobre Shelley.
—¡No me toque, cerdo! —grita ella.
—Me encanta cuando te enfadas —responde Joe cariñoso.
—¡Déjela en paz! —interviene Tom—. ¡Es mi esposa!
—¿De verdad? —se excusa Joe echándose a un lado—. Lo siento, no dijo nada de que estuviera casada. Pensé que estaba disponible.
—¡Este animal me ha atacado! —se queja Shelley.
—¡Fuera de aquí! —dice Tom tajante, pero antes inquiere—: ¿Quién es usted, en cualquier caso?
—El carpintero. Hemos hablado por teléfono.
La actitud de Tom cambia radicalmente.
—¿Es usted el carpintero? Tal vez podamos aclarar esto…
—¿Aclarar esto? —salta Shelley—. ¿Pero qué dices ? Este tipo ha intentado…
—Lo sé —le interrumpe Tom—, pero tiene las mejores referencias como carpintero.
—¡Ha intentado atacarme! —insiste Shelley.
—Pensaba que estabas disponible —lo justifica Tom en tono conciliador y, llevándosela aparte, le explica en voz baja—: Además, creo que tiene un hermano que es fontanero.
—¿De verdad? ¿Tiene un hermano que es fontanero?
—Eso tengo entendido.
—¿Y tendré que acostarme con él?
—Quizás solo esta vez —aventura Tom.
¿Por qué cuesta tanto encontrar determinados profesionales?
El dilema de Gary Becker
En un artículo de 1964, el nobel de Economía Gary Becker exponía que en un mercado laboral competitivo las empresas carecen de incentivos para invertir en el adiestramiento de sus empleados, porque estos, una vez formados, pueden largarse con un competidor o convertirse ellos mismos en competidores instalándose por su cuenta.
A este dilema se le han dado tradicionalmente varias soluciones.
En el sector servicios, la más socorrida es la del becario. El socio de un bufete de abogados, por ejemplo, facturará al cliente 500 euros por las dos horas que requiere la revisión de un contrato, cuando de la tarea se ha encargado un recién licenciado que quizás perciba por ella 10 euros. Parece un reparto desproporcionado, pero el socio captura así un valor que le compensará por la inevitable fuga futura del aprendiz y este recibe una experiencia a la que de otro modo no habría accedido.
En el mundo de los oficios, la formación se impartía en el seno de la familia: las técnicas se transmitían de padres a hijos porque se suponía que estos no iban a traicionar a aquellos.
El problema es que los jóvenes de hoy no quieren ser electricistas ni mecánicos. «Yo tengo dos críos —me contaba este verano un albañil— y ninguno ha querido seguir con el negocio, y eso que me he ganado muy bien la vida y probablemente haya en esto mucho menos paro que en el periodismo o la abogacía. Pero es físicamente muy duro y tiene mala imagen, así que el mayor ha estudiado una ingeniería y la pequeña, marketing».
A qué llamamos trabajar
De las dos razones disuasorias que da el albañil, la dureza física es incuestionable.
Recuerdo un tipo que se dedicaba a vender pavimentos. Se pasaba el día en el torito arriba y abajo, con las manos encallecidas, el cuello cuarteado y el pelo blanco de polvo. Un día mi esposa le estaba enseñando la casa con no sé qué avieso propósito y, cuando llegaron a mi despacho, señaló la mesa llena de papeles y le dijo:
—Aquí es donde trabaja Miguel.
—A cualquier cosa le llaman trabajar —respondió él con indisimulado desprecio.
No me importa admitir que los periodistas de opinión nos exponemos poco a la intemperie, pero el argumento de que es la exigencia física la que echa para atrás a las nuevas generaciones no me parece del todo convincente. Primero, porque las vacantes sin cubrir se dan también en actividades que se realizan bajo techado, como supermercados y hoteles. Y segundo, porque muchos emprendedores no dudan en desafiar las inclemencias meteorológicas para elaborar vino ecológico, aceite de oliva gourmet o artesanía de esparto.
Pérdida de estima social
Más difícil de rebatir es el argumento de la mala imagen.
En nuestras sociedades meritocráticas hemos desarrollado lo que el filósofo Michael Sandel llama «un insidioso prejuicio contra quienes no han ido a la universidad». Exhibir grados y posgrados se ha vuelto una obsesión. No eres nadie si no estás licenciado o, mejor aún, doctorado. «Animar a que más personas se matriculen en las facultades es bueno», admite Sandel, pero la contrapartida ha sido una lacerante «pérdida de la estima social» que merecen determinadas actividades.
¿Cómo combatir esta ineficiente titulitis?
Una revolución cultural
La propuesta de la izquierda consiste en acabar con la disparidad de ingresos y que nadie cobre más de equis veces el salario mínimo, pero probablemente eso solo consiguiera generar una carestía de sentido opuesto. «Como pagues a los neurocirujanos lo mismo que a los barrenderos —me dijo en cierta ocasión la historiadora de la economía Deirdre McCloskey—, vas a terminar con pocos neurocirujanos y muchos barrenderos».
La revolución tiene que ser cultural.
Urge que abandonemos el culto del triunfo a toda costa, esa idea degradante de que el segundo es «el primero de los últimos», como decía Di Stéfano. El éxito es una función de muchas variables, la principal de las cuales es la fortuna. Se lo decía hace poco el experto en desarrollo Branko Milanovic a Paul Krugman: «El 60% de las diferencias de renta se explican por el país donde se nace». El propio Di Stéfano podría haber sido mucho más rico si se hubiera tomado la molestia de retrasar un par de décadas su venida al mundo. Y tampoco olvidemos que sin segundo no hay primero. Dependemos existencialmente de nuestros rivales y por eso debemos cuidarlos y tratarlos con magnanimidad.
No se trata únicamente de justicia o misericordia. Es que si no, no va usted a encontrar un ebanista cuando lo necesite.