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Economía

Cinco trampas que ralentizan la España de las 'startups'

El país tiene pendientes desafíos normativos y una narrativa más realista del emprendimiento

Cinco trampas que ralentizan la España de las ‘startups’

La bandera española en un móvil. | Budrul Chukrut (Zuma Press)

La España tecnológica genera 108.000 empleos y una facturación agregada que rebasa los 14.800 millones de euros. Esta es la introducción del informe anual de El Referente sobre el ecosistema, convertido a golpe de titulares en una realidad cada vez más consistente en el marco más amplio de la economía nacional y entre las gestoras de fondos, que en 2024 inyectaron en startups españolas alrededor de 3.200 millones, según el Observatorio de la Fundación Innovación (Bankinter). 

Podrían parecer buenas cifras y, de hecho, sólo países más potentes como Alemania o Francia las superan en términos absolutos, pero simultáneamente se observan ciertos déficits que matizan una narrativa consistente en ensalzar el emprendimiento hasta convertirlo, ya hoy, en la única salida laboral aparente para miles de jóvenes

El primer abuso son las rondas de inversión, convertidas por los medios de comunicación y los propios fundadores en el único termómetro del éxito de una startup. En una charla reciente, Emilio Solís, responsable del programa de aceleración de Hijos de Rivera (ImpacTaste), advertía del curioso fenómeno que lleva a algunos emprendedores a encadenar ronda tras ronda sin contar siquiera con una base sólida de clientes. El epílogo es a veces brusco: puede ocurrir que una empresa que acumulaba cientos de millones procedentes de los inversores sucumba y desaparezca de un plumazo

Otro baremo engañoso es el exit. Cuando una compañía se vende, a menudo acaba en manos extranjeras. Esta situación crea una posición de debilidad para la españolidad del negocio, ya que el nuevo propietario puede decidir en cualquier momento trasladar los centros de producción, despedir a gran parte de la plantilla o vender a su vez sus participaciones a un tercero. La polémica Glovo no es española, sino alemana (Delivery Hero). El 70% de Idealista es británico (Cinven) y otro 18% sueco (EQT). Freepik (Suecia) y CoverManager (EEUU) también se adhieren a esta dinámica. Son sólo algunos casos entre decenas. 

Tampoco ayuda el tamaño del mercado doméstico. Con casi 49 millones de habitantes, España está lejos de las grandes demografías europeas pero tiene el suficiente tamaño para apostar de inicio por operar sólo en casa. Eso no ocurre, por ejemplo, en la pequeña Portugal (11 millones), cuyas características empujan a sus emprendedores a pensar a escala global por pura supervivencia. Lo que sí tiene España es la ventaja del idioma para abrirse paso en Latinoamérica, donde se produce otra confusión: hablar la misma lengua y compartir la misma religión no implica que las estrategias empresariales sean replicables. Para muestra, las fintech que ofrecen productos sofisticados en la más digitalizada España, pero sacan provecho de servicios elementales en lugares donde gran parte de la ciudadanía ni siquiera dispone de tarjeta de crédito. 

Se decía al principio que el discurso imperante construye un horizonte infinito de posibilidades en torno a la startup, con decenas de ferias y eventos, incubadoras y aceleradoras y capital tanto nacional como extranjero disponible. La propia política cae a menudo en la trampa de colocar a la fuerza laboral más inexperta ante el camino de la innovación digital. Parece que se ha pasado del paradigma del país de funcionarios al extremo opuesto del aventurero empresarial. No todo el mundo sirve para lo mismo. Por más hermoso que lo pinten, el emprendimiento es durísimo y está repleto de fracasos

Queda pendiente, por último, el afinamiento de la Ley de Startups, sin duda un hito que arrancó el consenso entre partidos y contó con el inestimable impulso del comisionado Francisco Polo. Esta norma necesita retoques, sobre todo en el plano fiscal, en relación con el papel del inversor y a propósito de esa agilidad cacareada pero no plasmada en la realidad para acabar con la burocracia y emular los logros de Estonia, el país más digitalizado de Europa. 

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