The Objective
La otra cara del dinero

El sectarismo, a la luz de la teoría económica

Un devoto auténtico debe estar dispuesto a negar los hechos, como hace Sánchez: son todo bulos de la ultraderecha

El sectarismo, a la luz de la teoría económica

Pedro Sánchez, el presidente que prometió no amnistiar a Puigdemont ni pactar con Bildu, no tiene el menor inconveniente en comparecer con el lema «Cumpliendo» de fondo. | Atilano Garcia (Zuma Press)

En El Reino, Emmanuel Carrère describe el salto de fe de la comunidad cristiana de Tesalónica.

Empieza contando que unas semanas atrás uno de los miembros ha fallecido y cómo «antes de marcharse Pablo ha dicho algo que también decía Jesús, o que en todo caso le hacen decir los Evangelios, algo sumamente imprudente que se resume así: lo que os anuncio [la segunda venida de Cristo] lo veréis muy pronto, y lo veréis todos. Ninguno de vosotros morirá sin haberlo visto. Según la versión atribuida a Jesús: ‘Esta generación no pasará sin que suceda’. […] No sirve de nada hacer proyectos, lo único que hay que hacer es aguardar el día del Juicio rezando, velando y rivalizando en caridad». Pero entonces uno de los miembros ha fallecido, y luego otro, y un tercero, y nada sucede. Ni los cielos se abren ni Cristo sale a su encuentro. Muchos tesalonicenses dudan: «¿Cómo creer la promesa de Pablo? ¿Cómo creer que los muertos van a resucitar?».

Y, sin embargo, no solo creyeron, sino que salieron reforzados en su fe.

La maldad intrínseca del capitalismo

La irracionalidad de nuestra especie está profusamente documentada.

Un ejemplo clásico es el tabaco. La gente lo consume a pesar de todos los estudios que demuestran lo nocivo que es. Al principio se pensó que era un problema de información, pero incluso imprimiendo en las cajetillas un lema tan poco equívoco como «Fumar mata», uno de cada cinco adultos continúa con el hábito.

La mayoría de las personas tampoco ahorran para su pensión si no se las obliga y, en el restaurante, insistimos en acabarnos el plato porque «ya hemos pagado por él», añadiendo al coste económico el digestivo.

Estas vulneraciones del supuesto de racionalidad se esgrimen a menudo para justificar la maldad intrínseca del capitalismo. Y verdaderamente, si los individuos no saben lo que les conviene, el mercado no puede garantizar una correcta asignación de recursos. No se trata solo del tabaco, las pensiones o la buena digestión. Comportamientos que afectan a aspectos centrales de la economía, como el consumo y la inversión, parecen igualmente irracionales. Muchas personas escogen cosas aun a sabiendas de que no les gustan o se dejan arrastrar por las euforias financieras.

Pero, ¿hasta qué punto son irracionales estos comportamientos?

Es más seguro seguir al rebaño

Tim Hartford recoge en El economista camuflado el aleccionador caso de Tony Dye, máximo responsable de Phillips & Drew, una sociedad de inversión.

En 1996, Dye concluyó que el Footsie, el índice de referencia de Londres, estaba sobrevalorado. Retiró buena parte del dinero de sus clientes y lo metió en cuentas de ahorro. Por desgracia, el mundo vivía la fiebre de las puntocom y, a medida que la bolsa batía un récord detrás de otro, la estrategia de Phillips & Drew iba quedando en evidencia. «En 1999 —cuenta Harford—, perdió más clientes que cualquier otra gestora», ocupando «el puesto 76 de una clasificación de 77». Dye no dio su brazo a torcer. Insistió en mantenerse alejado de internet y colocó un inusual porcentaje de su cartera en efectivo.

«El final era inevitable —dice Harford—: a principios de marzo del año 2000, se anunció su jubilación anticipada».

Entonces, ese mismo mes de marzo el Footsie se dio la vuelta. Las tecnológicas se hundieron, arrastrando con ellas a todas las sociedades de inversión menos a Phillips & Drew, que cerraría el ejercicio liderando la tabla de rentabilidad. «Aunque Dye tenía razón, ¿fue sensato lo que hizo?», se pregunta Harford. Sus competidores se equivocaron calamitosamente, pero ¿cuál era la alternativa? Puestos ante la disyuntiva de acertar y acabar en el paro o errar y conservar el empleo, optaron muy racionalmente por lo segundo.

Durante una burbuja, observa Hartford, «es más seguro seguir al rebaño».

El concurso de belleza keynesiano

Si dejarse arrastrar como un borrego puede ser perfectamente razonable, también lo es escoger de vez en cuando algo que no nos gusta.

John Maynard Keynes lo ilustra en su Teoría General con los concursos que algunos periódicos británicos organizaban en la década de 1920. El público debía decidir cuáles eran las seis mujeres más hermosas de un total de 100, pero el premio no se lo llevaban las seis agraciadas, sino los lectores que adivinaran cuáles serían las más votadas. Quien quisiera ganar no podía, por tanto, guiarse por su gusto personal, sino hacer una apuesta estratégica por la candidata que considerase más popular.

Es fácil trasladar este juego a la proverbial resistencia de Pedro Sánchez.

Sondeo tras sondeo, el presidente ha demostrado tener un suelo muy consistente, porque ¿cuál es la alternativa? Como en el concurso keynesiano, muchos ciudadanos lo escogen no porque sea el más guapo (lo siento, Pedro), sino porque es el único capaz de contener a esa derecha reaccionaria que obra únicamente movida por la codicia y la corrupción y que va a acabar con los avances sociales y las conquistas feministas.

Lo que pasa es que estos últimos meses estamos viendo que los altos cargos socialistas son tanto o más codiciosos y corruptos; que los avances sociales no son tales, porque los sueldos dan cada vez para menos y, en fin, qué les voy a decir de su feminismo. Todas estas revelaciones cuestionan el fundamento del ideario progresista, igual que los fallecidos tesalonicenses desafiaban el corazón de la predicación paulina.

¿Cómo se las arregló el apóstol para salir del atolladero? ¿Qué les contó?

Negarlo todo

En la primera epístola a los tesalonicenses, Pablo viene a decirles: «Si Jesús resucitó, ¿por qué no vamos a resucitar nosotros?».

Se trata de un argumento en mi opinión (y discúlpenme, porque no soy teólogo) poco contundente, al que cabría replicar: «Porque no estamos resucitando, Pablo, ¿no lo ves?». El apóstol no se entretiene, de todos modos, mucho ahí. No le hace falta. En el versículo anterior ha soltado una carga de profundidad. «No os entristezcáis como los otros que no tienen esperanza», ha dicho. De repente, los tesalonicenses (como los inversores de las puntocom, como los votantes socialistas) se encuentran ante la cuestión decisiva: ¿cuál es la alternativa? ¿Queréis acaso pasar vuestros días como esos paganos apesadumbrados?

A partir de ese instante, la fe ya no es el motor de la esperanza. Ahora la esperanza es el motor de la fe, y como la esperanza se alimenta de sí misma, ¿qué más da la evidencia exterior? Queda para los tibios, para los poco comprometidos. Un devoto auténtico debe estar dispuesto a negar los hechos, como hace Sánchez: son todo bulos de la ultraderecha, lo único que hay es fango, el fiscal general es inocente y la que tiene que pedir perdón es Ayuso.

Y no falta quien lo cree.

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