The Objective
La otra cara del dinero

Por qué es tan difícil erradicar la corrupción

Los expertos en teoría de juegos resolvieron hace años la fórmula para acabar con ella, pero no les dejamos aplicarla

Por qué es tan difícil erradicar la corrupción

En 1987 el alcalde Ronald MacLean-Abaroa introdujo en La Paz varias prometedoras reformas contra la corrupción, pero se desmantelaron tan pronto dejó el ayuntamiento. | Sandrine Huet / Zuma Press / ContactoPhoto

Los dirigentes del Partido Popular se quejan amargamente de que RTVE es «una comparsa al servicio de Pedro Sánchez», denuncian su «manipulación grosera» y la acusan de «arrodillarse» ante el presidente «de una manera pornográfica», pero nadie duda de que cuando Alberto Núñez Feijóo llegue a la Moncloa hará exactamente lo mismo. Es lo que viene sucediendo desde los años 80, cuando se inauguraron las purgas en los servicios informativos del Ente con el democrático pretexto de acabar con «los rostros vinculados al franquismo».

Como observaba con sorpresa un corresponsal extranjero tras la moción de censura que desbancó a Mariano Rajoy: «Aquí, cada vez que cambia el Gobierno, cambia hasta el presentador del Telediario».

Y debo decir que pocos ciudadanos entenderían que dejara de ser así. Cuando José María Aznar ganó las elecciones de 1996, los relevos que impuso en RTVE se consideraron incluso tímidos. «Es lo que siempre te he dicho de la derecha —me confesó un votante popular—, que está llena de acomplejados. ¡Anda que les importa a los socialistas cortar cabezas!». Así entendemos el juego de la alternancia en España, y ello no carece de consecuencias.

El problema del agente-principal

Tradicionalmente se ha considerado la corrupción una peculiaridad de la raza. «España es un país de pícaros —sentenciaba hace poco el historiador Juan Eslava-Galán en una entrevista—. Lo cuento en alguna frase famosa que aparece escrita en los retretes, sitio donde sí había libertad en la época de Franco: ‘A mí no me deis, ponedme donde haya’».

De acuerdo con esta tesis esencialista, «poco podía hacerse [contra la corrupción] salvo aceptar su inevitabilidad —escribe el politólogo de la Universidad de Murcia Fernando Jiménez Sánchez—. Sin embargo, a finales de los años 80 empezaron a aparecer algunos trabajos académicos que aplicaban una perspectiva surgida en el ámbito del estudio de la organización empresarial […], la teoría de la agencia».

En economía se denomina «problema del agente-principal» al que se plantea cuando alguien (el principal) pone sus intereses en manos de otro (el agente). Adam Smith ya advertía en La riqueza de las naciones del riesgo que entrañaba. «No es razonable esperar que los directivos de estas sociedades [anónimas], al manejar mucho más dinero ajeno que propio, lo vigilen con el mismo ansioso cuidado con el que vigilan el suyo […]. En consecuencia, el manejo de los negocios de esas compañías siempre está caracterizado en alguna medida por la negligencia y la prodigalidad».

La fórmula de la corrupción

Idénticas negligencia y prodigalidad caracterizan a menudo el modo en que ejerce el gobernante (o agente) el poder delegado por el ciudadano (o principal).

En un ensayo de 1988, Controlling Corruption, el economista Robert Klitgaard formalizó la corrupción política con una equivalencia (C = M + D – A) que la vincula con tres variables. «La corrupción —explica en un artículo más reciente— florece cuando alguien ostenta un poder monopolístico [M en la fórmula] sobre un bien o servicio; goza de discrecionalidad [D] para su asignación, y existe una débil rendición de cuentas [A, por accountability]. Para combatir la corrupción debemos, por tanto, reducir el poder monopolístico y la discreción, y mejorar la rendición de cuentas».

«La corrupción —añade— es un crimen de cálculo, no pasional». Responde a una evaluación racional de las circunstancias. Aunque no todos los funcionarios son venales, «cuando el tamaño del soborno es considerable y el castigo pequeño, muchos sucumbirán».

Alterar el marco de incentivos

La concepción antropológica que subyace a esta hipótesis puede parecer desalentadora. De acuerdo con ella, los humanos somos autómatas que seguimos el curso de acción que más utilidad nos reporta. Pero la alternativa no es mucho más reconfortante, porque como los malos lo fuesen por naturaleza, no habría redención posible. En cambio, si el corrupto responde a los estímulos, podemos disponer estos de modo que no compense delinquir.

Para alterar el marco de incentivos, los teóricos de la agencia proponen una selección más cuidadosa de candidatos, sometiéndolos a audiencias parlamentarias y obligándolos a firmar declaraciones de bienes. El monopolio se dificulta troceando cualquier autorización entre varios negociados; la discrecionalidad se reduce mediante licitaciones públicas con reglas claras, y la rendición de cuentas se mejora impulsando agencias independientes.

El propio Klitgaard no se quedó «en el terreno de la reflexión académica», como explica Jiménez Sánchez, e invirtió «grandes esfuerzos en la aplicación práctica de sus ideas». El proyecto más destacado lo desarrolló en La Paz (Bolivia) en 1987, de la mano del alcalde Ronald MacLean-Abaroa, con «resultados ciertamente prometedores».

El experimento de La Paz

En los países pobres, el Gobierno «paga mal y no suele atraer a los candidatos más cualificados ni más expertos», recordaba hace unos años MacLean-Abaroa en una entrevista para la revista IACAlumnus. La consecuencia, en el caso concreto de La Paz, era que el Ayuntamiento se había convertido en la vaca lechera de una plantilla miserablemente retribuida, que se dedicaba al «cobro de sobornos, el fraude en la contratación pública y el robo».

Lo primero que hizo MacLean-Abaroa fue captar más recursos para mejorar los salarios. Al mismo tiempo, diseñó procedimientos más transparentes y estableció procedimientos de auditoría para detectar a los empleados deshonestos, con los que se mostró implacable. «Tuve que despedir a 2.000 personas».

Como en seguida se vio, lo de menos era la riqueza de la que se apropiaban, sino la que impedían que se creara. «Todas las obras requerían un permiso, pero solo había una persona que los concedía y apenas cobraba 100 dólares al mes». MacLean-Abaroa habilitó a varios arquitectos mediante un concurso nacional de modo que «en lugar de un funcionario monopolizando la expedición de licencias y 1.000 personas haciendo cola para obtenerlas a cambio de la mordida correspondiente, contábamos con 200 profesionales certificados». La inversión en infraestructuras se multiplicó. «Antes de la reforma no se construía mucho en La Paz. Después de ella, veías grúas por todas partes».

Por desgracia, MacLean-Abaroa perdió las elecciones en 1991 y, tras su marcha, «las prácticas corruptas regresaron», como admite el propio Klitgaard.

Un principal sin principios

Jiménez Sánchez señala con pesimismo que investigaciones recientes, «particularmente sobre África, ponen en cuestión que la puesta en marcha de innovaciones institucionales siguiendo las recetas de la teoría de la agencia haya producido rendimientos claros».

No es que la receta sea mala. Como se vio en La Paz, funciona en el corto plazo, pero es muy vulnerable al cambio político, sobre todo allí donde «el principal no muestra demasiado interés en controlar la corrupción del agente o, como dicen [Anna] Persson et al [en ‘Why Anticorruption Reforms Fail‘], encontramos a un principal ‘sin principios’», que no está dispuesto a erradicar la impunidad porque confía en beneficiarse de ella cuando se produzca la alternancia.

«Nos engañaríamos si no reconociéramos que este problema es verdaderamente peliagudo», dice Jiménez Sánchez. El partido que, por ejemplo, intentara convertir RTVE en un medio ejemplarmente imparcial se enfrentaría, primero, a la incomprensión de su propia parroquia y, luego, al escepticismo del resto de la ciudadanía. El resultado probable sería una pérdida neta de apoyo, porque parte de sus votantes le darían la espalda, sin que apenas ganara unos pocos rivales (si es que ganaba a alguno).

Por ello, la próxima vez que cambie el Gobierno, cambiará también el presentador del Telediario.

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