Un cuento de Navidad
El salmón y el solomillo han subido igual que todos los años por estas fechas, y no hay por qué ponerse apocalíptico

El salmón, por caro que esté, tendrá un impacto mínimo en el IPC, porque apenas pesa en la cesta de la familia media. En la imagen, apurando las compras de Navidad en Málaga. | Álex Zea (Europa Press)
Después de los parabienes y las bromas del aperitivo, después del discurso de bienvenida del presidente y las palabras de agradecimiento, la comida semanal del Club de Prensa había entrado en su fase principal: el interrogatorio del invitado. Era un proceso que debía llevarse a cabo de forma ordenada, mediante turnos que anotaba meticulosamente en un papelito el moderador, pero a menudo se desarrollaba en medio de un animado caos. Los periodistas repreguntaban y lanzaban comentarios jocosos conforme se les ocurrían, sin dejarse intimidar ni por las admoniciones ni por los golpecitos del tenedor en la copa.
—Vamos a ver si respetamos las intervenciones que hay solicitadas —sugería el moderador con un tono más paternal que perentorio.
Todo discurría, en suma, por los cauces habituales, cuando el maître entró con gesto contrito y comentó algo al oído del presidente. Este reaccionó con un sobresalto. «¿De verdad?», se revolvió hacia él incrédulo. El maître asintió con la cabeza y, en medio del silencio sepulcral que se había creado, se le oyó susurrar: «Tengo a la policía en el teléfono de Recepción, si me hace el favor». El presidente abandonó el salón.
—¿Qué ha ocurrido? —nos preguntó el invitado. Era un político lenguaraz y cínico, supuestamente de izquierdas, pero que había ganado ese año el Premio Flagelo del Gobierno y, el anterior, el Premio Flagelo de la Oposición.
No tardamos en salir de dudas.
—Han encontrado a Mateo Vargas muerto en su piso de Madrid —anunció el presidente a la vuelta de Recepción—. Tenía la cabeza metida en el horno de gas.
La tesis del político
Mateo Vargas y yo nos habíamos incorporado al Club de Prensa el mismo año. Era de Alicante, donde había estudiado Derecho. Su padre pretendía que preparara Notarías o Registros, pero le tiraba más la bohemia y se mudó a Madrid, donde se dedicó a deambular y a escribir en las mesas de los cafés artículos sobre lo que veía a su alrededor.
El éxito lo sonrió casi instantáneamente.
La combinación de lirismo y fina ironía convirtió sus piezas en lectura imprescindible durante los años 80 y 90. Le concedieron galardones literarios y periodísticos, se compró un chalet y un punto de amarre en una urbanización de lujo del Mediterráneo y su padre debió admitir a regañadientes que tampoco le había ido tan mal.
Luego, como todos, Mateo Vargas asistió impotente al colapso de la prensa de papel y vio cómo lo desplazaban los nuevos héroes de la comunicación: youtubers, tiktokers, influencers.
—Me vais a perdonar —nos explicó el político a los asistentes a la comida—, pero tiene toda la pinta de ser una de esas que llaman «muertes por desesperación». En Estados Unidos se registran entre 170.000 y 180.000 cada año. Consisten en sobredosis, cirrosis o suicidios provocados por el deterioro implacable de un modelo socioeconómico que no da más de sí.
Paseó lentamente la mirada por todos los comensales antes de proseguir.
—Fijaos en lo que pasa aquí también. Lo recordaba Gabriel Rufián hace poco en el Congreso. ¿De qué sirve que España vaya como un cohete si luego a la gente no le llega? ¿O que tengamos más ocupados que nunca si acaban siendo pobres? Una familia de tres miembros que quisiera comer ternera y cenar salmón esta Navidad, decía Rufián, tendría que desembolsar entre 30 y 35 euros. ¿Quién se lo puede permitir? La carne ha subido en los últimos tres años un 50%, la leche un 60%, los huevos un 70%. Y se preguntaba: ¿De qué sirven los rankings? Las personas no comen rankings, y lo que hay que hacer es sacar los alimentos del mercado especulativo, igual que la vivienda. Quien se quiera hacer rico, que lo haga, pero no con casas ni con comida.
La tesis del economista
La muerte de Mateo Vargas me dio qué pensar. Podía muy bien haber puesto fin a sus días por una combinación de dificultades financieras y postergación profesional, aunque las últimas veces que coincidimos en el Club de Prensa no estuvo en absoluto apagado y contribuyó como el que más al jolgorio y al caos con sus agudezas. Me pregunté qué opinaría mi amigo Julio, que además de economista es un lector empedernido de novelas policíacas, y me dejé caer por su despacho de la facultad. Lo encontré sentado al ordenador, subiendo sus gastos a la plataforma de la universidad entre aparatosos bufidos.
—Al tío que diseñó este programa habría que colgarlo de los pulgares.
—¿Te has enterado de lo de mi colega Mateo Vargas? —interrumpí su ensoñación.
—Me interesan todas las muertes misteriosas, ya lo sabes —respondió sin retirar la vista de la pantalla.
—Hablan de un suicidio por desesperación —dije, y le repetí la intervención del político.
Julio siguió tecleando y bufando a intervalos regulares, sin prestar aparentemente atención a lo que le decía, pero su modo multitarea es asombroso.
—Lo primero que me llama la atención —dijo girándose hacia mí en cuanto hube terminado— son los porcentajes: 50%, 60%, 70%… Es una gradación perfecta, muy de orador latino. Naturalmente, no tiene nada que ver con la realidad, pero su propósito no es ser veraz, sino crear un efecto dramático. La mayor trampa —añadió— no es esa, de todos modos.
Se levantó, sacó un manual de teoría económica de una estantería, lo abrió por el capítulo «Medición del coste de la vida» y lo volteó para que yo pudiera leerlo desde mi lado de la mesa.
—El índice de precios de consumo —continuó— mide la evolución de una cesta de en torno a 500 bienes y servicios: alimentos, bebidas, vivienda, electricidad, transporte… Es una media, pero no simple, sino ponderada, porque no es igual que suban los huevos que la ternera. Para cada categoría, el Instituto Nacional de Estadística calcula el porcentaje que supone del gasto de un hogar representativo y, en función de ese porcentaje, le asigna una ponderación.
Me señaló un gráfico de tarta.
—El IPC refleja la evolución de toda la cesta. El precio del salmón, por llamativo que sea, tendrá un impacto mínimo, porque apenas representa unas décimas del presupuesto familiar. Tomar el IPC a beneficio de inventario, como hace ese señor, eligiendo aquellas categorías que más han subido, es un engaño sideral. ¿Por qué? Porque muchas han bajado y lo que ahorras con unas se compensa con lo que pierdes con otras. ¿Hasta el punto de neutralizarse? No, porque el INE nos dice que el IPC ha aumentado un 2,9% en los últimos 12 meses. Pero como eso es más o menos lo que está subiendo el salario medio, pues a la gente sí le llega. —Hizo una pausa.— No, sinceramente, no creo que eso pueda llevar a nadie a la desesperación y, mucho menos, al suicidio.
—¿Y no podría estar deprimido? Se quejaba de que sus artículos ya no eran los más leídos.
—Seguro, pero no porque se lean menos, sino porque han surgido otras opciones que se leen más. La tecnología ha hundido el coste de distribuir información, que ha sido históricamente un negocio con enormes barreras de entrada. Para editar un periódico hacía falta antes una rotativa, comprar el papel por bobinas y la tinta por toneles, alquilar una flota de camionetas… Ahora basta con un ordenador y una conexión a internet. Cualquiera puede colgar sus ocurrencias en el ciberespacio y resulta que la mayoría prefiere a Georgina Rodríguez y El Rubius. Pero ¿ha afectado eso a los ingresos de Mateo? Compruébalo, pero me sorprendería.
—Entonces, ¿por qué ha sido?
Final abierto
Mis gestiones ulteriores corroboraron las sospechas de Julio.
Mateo Vargas no andaba mal de dinero. A pesar de la subida de la ternera y el salmón, disfrutaba de una saneada situación financiera. Sus compañeros de diario también me confirmaron que sus artículos contaban con un nutrido grupo de lectores que se había mantenido bastante fiel las últimas décadas.
—Lo que igual te interesa saber —dejaron caer en un momento dado— es que había empezado a investigar un caso de corrupción.
