THE OBJECTIVE
Ernesto Hernández Busto

A propósito de 'Mexicana'

«¿Por qué excluir a la memoria de los rigores intelectuales, como si se produjera y se escribiera de forma espontánea?»

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A propósito de ‘Mexicana’

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Así como los buenos ensayos suelen escribirse desde el presente, las autobiografías se escriben siempre desde la memoria. Quién sabe qué quiso decir Montaigne cuando aseguró «es a mí a quien pinto». Desde luego, los Essais no son una autobiografía, aunque, como se sabe, su intención confesa era hacer de sí mismo la materia de su literatura. Pero es también Montaigne quien, hablando de de su libro, suelta aquello de «yo lo hice a él tanto como él me hizo a mí». ¿Dónde está, en ese péndulo, el momento definitivo? Ese es el dilema de cualquier «reportero del alma».

Una cosa es un ensayo en primera persona y otra el relato de la propia vida –nunca mejor dicho. La tensión del ensayo se da justo entre la primera persona y los hechos, mientras que en la autobiografía la persona es el hecho. En ese sentido, la antología de Lopate The Art of the Personal Essay, por ejemplo, es ejemplar, porque incluye en su índice formal el Diary/Journal Entry, e incluso las «cartas» (el caso de los «ensayos epistolares»), pero no aparece jamás eso que los anglosajones llaman memoir).

La persona, en solitario, nunca puede ser el hecho, porque no hay hechos sin otras personas implicadas. Recuerdo que hace años polemicé en privado con Arcadi Espada sobre el asunto. En su hipótesis, la memoria quedaba reducida a esa cosa fútil, garciamarquiana, de la-vida-no-es-como-fue-sino-como-la-recordamos. Pero la escritura de memorias no debe ser un fluido sino un trabajo. Un áspero trabajo. La escritura de memoria no es lo mismo que escribir memorias), y solo tendría sentido si se pudiera contraponer a los hechos objetivamente considerados. Es decir, si se quisieran describir también sus trampas.

Sobre la obligación ensayística de lidiar con los hechos, agregaré (citando a mi querido Luigi Amara que cita, a su vez, a Martínez Estrada) que es pulsión ambulatoria, no perentoria. En los tratados sabes a donde quieres llegar; en los ensayos, incluso el más rotundo paisaje de los hechos es un poco incierto porque cualquier buen ensayo es, sobre todo, un striptease del autor y sus dudas, aunque hable del amor, la guerra o el hecho de levantarse temprano. A veces lo que nos enseña Montaigne es menos su «vida» que lo que hoy mucha gente busca en los libros de neurociencia: cómo funciona la mente.

A través de la literatura podemos entender qué es la «conciencia». O para ponerlo en boca de un científico, es importante constatar que «la forma en que experimentamos la realidad, quiero decir que sentimos las cosas que nos suceden, realmente no coincide con nuestra imagen científica actual del mundo físico».

En la mayoría de las autobiografías literarias, la conciencia es algo que demasiadas veces se da por sentado. Porque la persona es un tipo especial de hecho, de la misma manera que la literatura tiene el dudoso privilegio de no tener lenguaje o código propio, sino que se hace con esa materia que el resto del mundo no literario usa -y ensucia- cada día. Sin entrar en honduras filosóficas, ahí está el quid. La vida, claro, fue como fue… pero la recordamos. Y en ese «pero» hay miga y trabajo, no espontaneidad. ¿Por qué excluir a la memoria de los rigores intelectuales, como si se produjera y se escribiera de forma espontánea? Más que algo para contraponer a los hechos (como se suele), la memoria es a veces la única garantía de esos hechos, porque las tres dimensiones factuales de cualquier hecho objetivo no bastan para definirlo, como ha demostrado fehacientemente la física. A ese trío siempre hace falta sumarle el tiempo.

Hay un autorretrato de Rembrandt que vi en Viena y que se me ha quedado en la cabeza (y en el iPhone). Tiene algo, como se dice. El otro día, hojeando unos aforismos de Ramón Andrés, descubrí que la etimología de retrato es «retractus», hacer volver atrás. Es decir, la clave de ese tipo de pintura (tal vez el equivalente de la autobiografía literaria) es que aún si muestra el hecho humano en su presente inapelable, nos enseña también («sobreviene en él», dice Andrés) todo su pasado. Eso, por supuesto, no sucede siempre. Pero cuando sucede, lo justifica todo.

Estas divagaciones han sido convocadas aquí para apuntalar un breve libro de memorias que me ha parecido de lo mejor que he leído este año aciago. Se llama Mexicana, lo edita Acantilado, y recoge los recuerdos del recién fallecido Manuel Arroyo-Stephens luego de pasar años visitando intermitentemente ese país.

Esa intermitencia es lo primero que llama la atención: más que pasar una larga temporada en México (lugar, por cierto, en el que yo mismo viví ocho largos años), el autor se la pasó yendo y viniendo de ese país. Ese ir y venir le confiere a estas experiencias contadas un punto de vista particular: Arroyo-Stephens conoce muy bien México, su lenguaje y sus códigos, pero nunca intenta hacerse pasar por mexicano. Es, como tantos, un español en México, un gachupín, como dirían los chilangos, pero uno muy inteligente, capaz de tocar la médula de esos recuerdos que desfilan ante el lector.

El libro, breve, lo forman cinco piezas (o más bien, cuatro piezas y una carta final), tituladas, sin mayores pretenciones, con el incipit de cada una. La prosa es maravillosa, y cala muy bien, sin ridículos mimetismos, la gran aventura lingüística que es el habla de los mexicanos. Aunque también explora ciertos silencios, ciertas pausas sin las cuales México no sería lo que es.

Curiosamente, en el libro, que tiene retratos notables, hay algunos personajes (Javier García Galeano, La Pulga; el poeta Manuel Ulacia o el escritor cubano Lichi Diego) que aparecen citados por sus nombres y otros que aparecen velados. Esos que el autor se rehusa a identificar claramente son, casi siempre, los más importantes: Alberto Gironella, Chavela Vargas o, en algún momento, el propio autor, que en el capítulo titulado «Delante de casa» se llama a sí mismo «Miguel».

Hay excelentes relatos memoriosos aquí: «La gente comenzó a llegar al velatorio» (que refiere la relación del autor con Chavela Vargas y su gran papel, como improvisado empresario, en su revival mundial) o «Era de noche ese día», recuerdo de la muerte de Ulacia, ahogado en una playa a unos metros de la orilla. Pero esa pieza, «Delante de casa», que cuenta la aventura de contruir una casa rústica junto al Pacífico mexicano, donde se mezclan confesiones e imágenes, tiene la altura de un clásico y el estilo impecable que ya quisieran para sí mucho escritores, digamos, profesionales.

Arroyo-Stephens nunca se presentó como tal, prefería ser, en silencio, el gran editor que fue y, sobre todo, prefería ser un gran lector. A su pesar, tal vez, o en sordina, estas memorias dibujan, además de su entrañable autorretrato/retractus, un ensayo, no tanto sobre la naturaleza del mexicano sino de «lo mexicano». Y otro sobre qué y cómo se forma la conciencia de un lugar. Al tratar esa materia elusiva, el autor se disfraza de un Montaigne en los trópicos. Un Montaigne que unos días repite, con Jose Alfredo Jiménez aquello de «las distancias apartan las ciudades,/ las ciudades destruyen las costumbres» y otros confiesa que «estuve a punto de cambiar tu mundo,/ De cambiar tu mundo por el mundo mío». Léanlo, no se arrepentirán.

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