No tenemos otro sitio al que ir: la ocupación israelí desde dentro
«El estupendo documental ‘No other land’ es amargo. Sus protagonistas siguen peleando, pero en el fondo están resignados. Las cosas no van a cambiar»
Hace un año, Israel sufrió el ataque más sangriento de su historia. La organización terrorista Hamás realizó la primera invasión de territorio israelí desde la fundación del Estado en 1948 y asesinó a 1.143 personas, de las cuales 767 fueron civiles, y secuestró a otras 252. Como respuesta a los ataques, el Gobierno israelí inició la Operación Espadas de Hierro, que ha convertido Gaza en un lugar inhabitable. Hoy, 40.000 palestinos muertos después, e Israel en guerra abierta con Hezbollah e Irán, la situación es la más dramática en décadas. Pero eso no significa que antes de los ataques el statu quo fuera estable y pacífico.
2023 ya fue antes de las matanzas de Hamás el año más violento registrado en Cisjordania, con alrededor de 200 palestinos muertos entre enero y octubre. Y ahí no gobierna Hamás, sino que lo hacen a medias un gobierno militar israelí y la Autoridad Palestina, que se creó en 1994 tras los Acuerdos de Oslo. Aunque Cisjordania es supuestamente el núcleo de un futuro Estado palestino, en la práctica la región está ocupada y gobernada militarmente por Israel.
En el estupendo documental No other land (que podría traducirse como No hay otra tierra, y más libremente «no tenemos otro sitio al que ir»), que fue premiado en la Berlinale y se estrenará pronto en Filmin, el israelí Yuval Abraham y el palestino Basel Adra explican la ocupación israelí de Cisjordania con una miniatura: la vida en el conjunto de asentamientos y aldeas palestinas de Masafer Yatta, a unos 20 kilómetros de la ciudad de Hebrón. Es donde Adra nació en una familia muy activista, y es donde sigue viviendo él, enfrentándose cada día a la ocupación militar israelí, que insiste en echar a la población de la zona. Graba con su cámara doméstica las demoliciones de los bulldozers, la violencia de los colonos, de los militares y de los burócratas del Gobierno, que insisten en que esa zona ha sido designada como campo de entrenamiento militar y deben ser desalojados.
Mashafer Yatta está en la llamada Área C de Cisjordania, que representa más del 60% de toda Cisjordania y está completamente controlada por Israel (en las áreas A y B, al menos sobre el papel, sí que tiene algo de poder la Autoridad Palestina, aunque cada vez menos). En ella viven alrededor de 400.000 colonos israelíes y unos 300.000 palestinos. Los colonos judíos tienen los mismos derechos que el resto de ciudadanos israelíes, a pesar de que sus asentamientos son ilegales según las leyes internacionales. Según los Acuerdos de Oslo, los territorios del Área C «se transferirán gradualmente a la jurisdicción palestina de conformidad con el presente Acuerdo». No solo no ha ocurrido eso, sino que los diferentes gobiernos israelíes han promovido durante décadas la migración de israelíes y la expulsión de palestinos.
A menudo se plantea el problema de los asentamientos como una cuestión de varios miles de forajidos y radicales religiosos que actúan al margen de la ley. En realidad forman parte esencial de la estrategia de expansionismo del Estado de Israel en los territorios ocupados. Los colonos son ciudadanos israelíes de pleno derecho. Si el Gobierno israelí los considerara un problema, no les daría los permisos de construcción que niega a sus vecinos palestinos. En No other land hay varias escenas de violencia de los colonos ante la connivencia de los soldados; en una secuencia especialmente dramática, el Gobierno israelí echa cemento en los pozos de varios agricultores palestinos ante la mirada de los colonos del asentamiento judío de Carmel, que parece un suburbio de Estados Unidos.
«El término ‘apartheid’ es el que usa el propio Gobierno israelí para describir las carreteras segregadas»
Mientras, la población palestina del Área C vive bajo un régimen militar israelí (el nombre oficial de la institución es Coordinadora de las Actividades Gubernamentales en los Territorios, con ese eufemismo siniestro de «territorios») y carece de derechos civiles. Como explicó Yuval Abraham cuando recibió el premio en Berlín, «Yo vivo en un régimen civil y Basel en un régimen militar. Vivimos a 30 minutos el uno del otro, pero yo tengo derecho a voto y Basel no lo tiene. Yo puedo moverme libremente por el país, pero Basel, como millones de palestinos, está atrapado en Cisjordania. Esta situación de apartheid entre los dos, esta desigualdad, tiene que terminar».
El concepto apartheid aquí no es caprichoso. Abraham y Adra tienen que utilizar diferentes carreteras para moverse por Cisjordania, ya que están segregadas. El israelí tiene un pasaporte azul y su coche tiene matrícula amarilla, lo que le permite plenos movimientos; el palestino tiene un pasaporte verde y una matrícula blanca, lo que limita sus movimientos a Cisjordania. El término apartheid es el que usa el propio Gobierno israelí para describir las carreteras segregadas: en un cable diplomático filtrado, un exsubsecretario de Defensa israelí habló de «carreteras del apartheid». No hace falta ser muy avispado para intuir que no lo dijo peyorativamente.
No other land no desvela nada que no sepan quienes llevan años siguiendo el conflicto. No es un documental divulgativo o histórico. Falta mucho contexto y, sin embargo, en el fondo no hace falta. Lo que documenta es suficientemente elocuente. No hay contexto que justifique que un colono israelí dispare a bocajarro a un palestino después de lanzar piedras a su vivienda, por ejemplo. No hay contexto que justifique la violencia militar y administrativa que sufren los ciudadanos de Cisjordania.
«’No other land’ señala las injusticias de la ocupación israelí, pero no se hace trampas al solitario»
No other land es también un documental sobre la amistad. Existen varios filmes y documentales sobre el conflicto que exploran el tropo de la «amistad entre diferentes». Lo hacen a través de la relación entre un palestino y un israelí (desde la popular Una botella en el mar de Gaza hasta Paradise Now). Lo que hace falta para resolver el conflicto, parecen decir estas películas, es que se sienten uno frente al otro y resuelvan sus diferencias. Esa visión, muy extendida, a menudo ignora la realidad de la ocupación israelí. En No other land, la amistad entre Yuval Abraham y Basel Adre no cae en esas trampas frívolas y melodramáticas.
Resulta especialmente interesante la mirada y actitud de Yuval Abraham. Como es israelí, los palestinos a los que trata le señalan constantemente su condición de privilegiado y le recuerdan que, en el fondo, forma parte del bando opresor. Abraham no les cuestiona. A menudo simplemente se queda en silencio. No quiere ser un white savior, un «salvador blanco», la figura del opresor compasivo que está más interesado en limpiar su conciencia que en resolver el problema. Con el tiempo, Abraham se gana la confianza de la gente a la que trata. Y, sin embargo, no se olvida de que la distancia que les separa es abismal. Por eso No other land es un documental tan amargo. Sus protagonistas siguen peleando pero en el fondo están resignados, se han vuelto cínicos. No other land señala las injusticias de la ocupación israelí, pero no se hace trampas al solitario. Las cosas parece que no van a cambiar. Y, de hecho, solo han ido a peor desde que se estrenó el documental.