Orwell y la renuncia a la política
«En esta época de política mediocre, pienso a menudo en Orwell. Nunca olvidó sus ideales, pero tampoco le pidió a la política lo que la política no puede dar»
¿Qué pensaría Orwell? Al escritor británico, que murió en 1950, se le pregunta de todo. ¿Qué diría del movimiento woke? ¿Y de la Inteligencia Artificial? ¿Estaría de acuerdo con el Brexit? ¿Tortilla de patata con cebolla o sin cebolla? «¿Qué pensaría Orwell del siglo XXI, de Internet, de los grandes avances científicos y de la posverdad?», le preguntó hace unos años el periodista de El País Bernardo Marín al hijo de Orwell, Richard Blair, que le respondió: «Es una tontería especular». ¡Pero eso es lo que hacemos los periodistas! Especular. Y, sobre todo, contemporizar: ¿cómo puedo hablar de la actualidad en esta entrevista sobre un autor muerto hace más de 70 años? Al final, Blair acaba respondiendo que su padre seguro que pensaba cosas muy de sentido común sobre esos temas.
Este fin de semana, la escritora irlandesa Naoise Nolan escribía en el Financial Times sobre la idealización y fetichización de Orwell. «¿Cómo es posible que Orwell se haya convertido en la respuesta única a tantas preguntas, en tantos temas diferentes, para tanta gente?», se pregunta. Es un autor imprescindible, y sus ensayos sobre el totalitarismo, el colonialismo británico, el comunismo y sus crímenes, o sus consejos sobre escritura y lenguaje son todavía relevantes hoy. Pero es también una figura que ha sido secuestrada por quienes lo reducen a «orwelliano». Como dice Nolan, ese concepto describe tanto los excesos de un Estado controlador como la censura de la izquierda o cualquier cosa que te saque de quicio.
A nadie se le ocurriría utilizar el concepto orwelliano en un paseo por el campo. Una pradera, unas vacas pastando, el rumor de un río, las primeras flores de la primavera. «Qué escena más orwelliana». Resultaría extrañísimo. Y sin embargo quizá sea un uso más exacto que el de orwelliano para definir la sociedad de la vigilancia. Orwell no es solo 1984. Como dice uno de sus biógrafos, Robert Colls, «buena parte de su escritura es sobre lo cotidiano. Escribe ensayos sobre una flor, escribe sobre la tienda más barata de Inglaterra, escribe sobre cómo hacer una taza de té».
En 1940, en un texto autobiográfico que escribió para la publicación Twentieth Century Authors, escribió: «Aparte de mi trabajo lo que más me preocupa es la jardinería, especialmente de hortalizas. Me gustan la cocina inglesa y la cerveza inglesa, los vinos tintos franceses, los vinos blancos españoles, el té indio, el tabaco fuerte, los fuegos de carbón, las velas y las sillas cómodas. No me gustan las ciudades grandes, el ruido, los coches, la radio, la comida enlatada, la calefacción central y el mobiliario ‘moderno’».
«Orwell murió antes de su canonización y conversión en un caudal sin fondo de ‘citas célebres’»
Mi texto favorito de Orwell es sobre el sapo común, que sale de su hibernación con «un aspecto muy espiritual, como un anglocatólico estricto hacia el final de la Cuaresma». Luego escribe sobre la primavera en Londres, que se extiende incluso en los barrios más feos de la ciudad. Y finalmente se pregunta, desafiando la omnipresencia de la política en todos los aspectos de la vida: «¿Está mal deleitarse con la primavera y con otros cambios estacionales? O, por decirlo de un modo más preciso, ¿es políticamente censurable, mientras andamos todos asfixiados –o al menos deberíamos estarlo– por los grilletes del sistema capitalista, señalar que, a menudo, la vida merece más la pena gracias al canto de un mirlo, a un olmo amarillo en octubre o a algún otro fenómeno natural que no cuesta dinero y que carece de eso que los directores de los periódicos de izquierdas denominan ‘enfoque de clase’?»
Orwell murió antes de su canonización y conversión en un caudal sin fondo de «citas célebres». Si hubiera vivido un poco más, quizá «orwelliano» significaría hoy «bucólico», o definiría a la persona que «disfruta con los pequeños placeres de la vida». Ese legado le habría hecho tremendamente feliz. En esta época de política mediocre y omnipresente, pienso a menudo en la renuncia de Orwell. Nunca olvidó sus ideales, pero tampoco le pidió a la política lo que la política no puede dar.
Al final del ensayo, escribe: «Cuántas veces me he quedado plantado, mirando cómo se apareaban los sapos o a un par de liebres boxeando entre el trigo verde, y he pensado en todas las personas importantes que me impedirían disfrutar de ello si pudiesen. Pero afortunadamente no pueden. Siempre y cuando uno no esté enfermo, hambriento, asustado o enclaustrado en una cárcel o en un centro vacacional, la primavera sigue siendo la primavera. Las bombas atómicas se amontonan en las fábricas, la policía patrulla las ciudades, las mentiras brotan a chorro de los megáfonos, pero la Tierra sigue girando alrededor del Sol, y ni los dictadores ni los burócratas, por mucho que desaprueben el proceso, son capaces de detenerlo».