Una obra maestra sobre la crueldad humana
«’Tardes de soledad’ no resuelve el debate sobre la moralidad de la tauromaquia, pero sí aporta un material imprescindible para comprender su esencia»

Ilustración de Alejandra Svriz.
En 1944, George Orwell leyó la autobiografía de Salvador Dalí (La vida secreta de Salvador Dalí) y la odió. «Es apestoso. Si fuera posible que un libro desprendiera físicamente hedor a través de sus páginas, este lo haría; y a Dalí le encantaría la idea», escribe. En su reseña del libro, Orwell entra en un debate muy contemporáneo: la separación entre la obra y el autor. «Debemos ser capaces de tener en cuenta simultáneamente ambos hechos: que Dalí es un buen pintor y que es un ser humano repugnante. Una cosa no invalida ni, en cierto modo, afecta a la otra», escribe. «Lo primero que le pedimos a un muro es que se sostenga en pie. Si se sostiene en pie es un buen muro, y el propósito al que sirva es una cuestión independiente. Y, aun así, incluso el mejor muro del mundo merece ser derribado si rodea un campo de concentración. Del mismo modo, sería posible decir: ‘Este es un buen libro, o es un buen cuadro, y el verdugo tendría que echarlo al fuego’. A no ser que uno pueda decir eso, aunque sea en su imaginación, estará eludiendo las implicaciones del hecho de que un artista es también un ciudadano y un ser humano».
En el eterno debate de la «separación» entre obra y autor no se suele hablar de la obra; se habla del autor. Es decir, la polémica es siempre extra-artística. Por ejemplo, se debate si la vida privada de un director de cine es suficientemente inmoral como para que contamine su arte. Es lo que hace Orwell en su texto sobre Dalí. No reflexiona sobre la «inmoralidad» del arte de Dalí (Orwell aquí tiene un poso de inglés puritano, que realmente siempre tuvo), que, por otra parte, nunca tuvo nada de escandaloso y, si se me permite, tampoco de artísticamente interesante.
En Tardes de soledad, el brillante documental de Albert Serra sobre el torero peruano Andrés Roca Rey, lo inmoral está dentro. Lo cuestionable, lo incómodo, lo repudiable está en el interior de la obra, de las acciones que muestra. Y sin embargo en ningún momento la película aspira a abrir el debate sobre la inmoralidad de la tauromaquia. Es una aproximación estrictamente artística. Uno observa sus bellísimas imágenes, su plasticidad, su estudio del color y del sonido, y reflexiona sobre la mirada del autor, sobre su posicionamiento visual a la hora de abordar la crueldad, sobre la estetización del mal. Su brillantez está ahí: el debate surge desde el arte. La polémica está en las imágenes, no fuera de ellas. Como le dijo a Víctor Vázquez en una entrevista en Letras Libres, «al artista se le mide en la forma, no me vale la bondad del mensaje».
Muchos antitaurinos han criticado que Serra no se posicione claramente ante lo que muestra, que su mirada no sea una denuncia explícita, sin ambages ni ambigüedades. Es una visión, de nuevo, extra-artística. El Serra ciudadano ya ha dado su opinión sobre la tauromaquia, le han dado incluso el Premio Nacional de Tauromaquia. Lo importante es lo que muestra el Serra cineasta. El lenguaje del artista es su obra. Y Tardes de soledad no es en absoluto ambigua. Mira de frente al animal que sufre, resopla, se tambalea, observa desvalido. Mira de frente a la crueldad humana, al torero desquiciado con ojos de loco que se pavonea frente al toro, lo insulta antes de matarlo. Es una película de terror. Roca Rey es aquí un Patrick Bateman, cara salpicada de sangre incluida. Es también una extraña estrella de rock, con sus manías y supersticiones y vanidad; y es, a la vez, un tipo extraño e introspectivo. La cámara de Serra lo observa obsesivamente, de cerca.
«No hay nada festivo aquí. No se ven los aficionados, no se ven las plazas»
No hay nada festivo aquí. Todo tiene una atmósfera opresiva, ayudada por una limitación espacial y por un brillante uso del zoom. Solo hay tres escenarios: la plaza, el bus del equipo (donde Roca Rey se rodea de sus compañeros y sicofantes, que lo jalean obsesivamente) y el hotel. No se ven los aficionados, no se ven las plazas.
Incluso en los momentos más cotidianos resulta incómoda. Las escenas de la preparación metódica del torero, en la habitación del hotel, las sábanas blanquísimas, el silencio, la solemnidad, la virgen en la mesilla, son igual de terroríficas que las de la plaza, en la que el introspectivo joven y guapo torero se convierte en un arrogante carnicero. Tardes de soledad no resuelve el debate eterno sobre la moralidad de la tauromaquia, pero sí aporta un material imprescindible para comprender su esencia. La crueldad puede ser muy bella. Y yo, con Orwell, prefiero la moral a la belleza.