The Objective
Ricardo Dudda

El realismo físico y metafísico de Maurice Pialat

«El cine de Pialat es muy físico y tangible. Por eso le gusta tanto la presencia de Gerard Depardieu. No es un director narrativo como Rohmer y Truffaut»

Al mismo tiempo
El realismo físico y metafísico de Maurice Pialat

Maurice Pialat en 'A nuestros amores' (1983). | Atlante

Al contrario que sus coetáneos, Maurice Pialat (1925-2003) empezó tarde en el cine. Aunque mayor que todos los grandes nombres de la Nouvelle Vague (Rivette nació en 1928, Godard en 1930, Truffaut en 1932), su primera película, La infancia desnuda, se estrenó en 1968, cuando tenía 43 años. Para entonces, Godard y Truffaut ya habían estrenado sus obras más célebres. Por eso siempre se ha colocado a Pialat en una categoría difusa como la post-Nouvelle Vague (donde también recae a veces Jean Eustache, por ejemplo), si es que tiene sentido tal etiqueta. Quizá esa es la razón por la que quedó ligeramente relegado del canon del cine francés. Es un autor de culto, alguien muy reconocido pero no conocido. Por eso es una noticia estupenda que la distribuidora Atalante haya organizado en julio una retrospectiva sin precedentes de todo el cine del francés (salvo sus cortos y una serie de televisión) en los cines Golem de Madrid, Zumzeig de Barcelona, Numax de Santiago de Compostela y Duplex de Ferrol.

Mientras Godard, Truffaut, Rivette, Vardà, Malle sacaban sus primeras películas, Pialat hacía pequeños documentales y cortos (en Filmin pueden verse la irregular Janine y el brillante corto documental El amor existe). Pero su vida laboral no tenía nada que ver con el cine. Trabajó como visitador médico, comercial de las máquinas de escribir Olivetti, actor de teatro. Antes de esto, se formó como pintor. Algunos de sus cuadros recuerdan a Pierre Bonnard o Chaim Soutine, o incluso a Lucian Freud, pero otros no tienen mucha personalidad. Es posible que le avergonzara saber que se han expuesto algunas de sus obras. Su etapa como pintor no parece que le influyera mucho en su cine, y eso que colaboró con directores de fotografía muy preciosistas como Néstor Almendros (responsable de la fotografía de muchas películas de Rohmer y los primeros clásicos de Malick). Jacques Dutronc, que protagonizó el biopic de Pialat sobre Van Gogh, dice que sus películas son «cuadros en movimiento, que no se han secado todavía».

Pialat parece un director realista, pero esa etiqueta resulta insuficiente. A través del realismo, supera el realismo. En la sala de montaje solía quitar muchas escenas contextuales, que servían para dar información, para así quedarse con algo más desnudo. Si es un director realista, su realismo es algo misterioso y metafísico. Me recuerda a esta cita del pintor Ramón Gaya, que descubro gracias a Jonás Trueba y su estupendo libro El viento sopla donde quiere: «Para librarnos de la realidad es necesario no el evitarla dando un rodeo que nos deja fuera de la vida, sino traspasarla violentamente, más aún, vencerla con realidades, salirle respondones, violentarla. Y claro que esto no es realismo, sino camino real para el alma, camino real hasta el alma». Como le dijo Godard en una carta tras ver su Van Gogh, «tu ojo es un gran corazón».

Sus guiones no estaban muy elaborados de antemano. No fue un director muy narrativo ni verborreico, como Rohmer o Truffaut, a pesar de que también escribió como el primero narrativa que luego trasladó al cine (Nosotros no envejeceremos juntos está basado en una novela). No le gustaba escribir a solas, sino en compañía, sobre todo ya en el rodaje. Dutronc es muy exacto cuando dice que sus películas son cuadros que no se han secado todavía. Sus imágenes están vivas, temblando. Y la trama avanza con destellos, con saltos, con un montaje brillante. Quizá el mejor ejemplo de trama desnuda, sin apenas grasa, está en Nosotros no envejeceremos juntos (1972), crónica medio autobiográfica de una relación tóxica entre un cineasta y su amante. Pialat quiere quedarse con lo negativo de la relación (lo que convierte su visionado en algo a veces exasperante) y vacía la película hasta dejarla en algo casi exclusivamente logístico o procedimental: son dos horas de idas y venidas, rupturas y reconciliaciones, con un montaje ágil y saltarín, entre dos personas que no se soportan y, al mismo tiempo, no pueden separarse.

Esa lógica de ir a lo esencial está en todas sus obras. En A nuestros amores (1983), quizá su mejor película y su más célebre, y que dio a conocer a la actriz Sandrine Bonnaire, lo esencial es la protagonista, sus gestos, los cambios que se producen en su cara. Lo importante de lo que ocurre a su alrededor es cómo reacciona ella. Es una película sobre el despertar sexual de una adolescente pero es también un metafilme sobre el despertar de una actriz asombrosa (Bonnaire fue a acompañar a su hermana al casting y acabó quedándose ella el papel, que fue su debut). Las dos conversaciones padre-hija de la película, una al principio y otra al final, están entre lo más bello que se ha filmado nunca sobre las relaciones paternofiliales.

«Varias de sus películas son más o menos autobiográficas. Pero no usa la autobiografía para enmendarse, corregirse o repararse»

En La boca abierta, otro ejercicio autobiográfico y que narra la muerte de su madre, la trama avanza como por espasmos y resulta engañosa: parece una película sobre la muerte y, sin embargo, es sobre la vida amarga que hay a su alrededor. Y en sus películas más realistas y naturalistas, como La infancia desnuda o Aprueba primero, una sobre la infancia y otra sobre la adolescencia, el ritmo y el montaje consiguen siempre una sensación de irrealidad. Es el sello personal de un genio.

Varias de sus películas son más o menos autobiográficas. Pero no usa la autobiografía para enmendarse, corregirse o repararse. Los personajes que son trasunto de él suelen ser a menudo despreciables, como los protagonistas de La boca abierta o Nosotros no envejeceremos juntos. Y cuando decide ponerse delante de la cámara en películas sin autobiografía, tampoco elige personajes precisamente simpáticos: en A nuestros amores interpreta a un padre capaz de lo mejor y lo peor, lleno de ternura y violencia y crueldad. Se me ocurren pocos autores capaces de esto.

El cine de Pialat es muy físico y tangible. Por eso le gusta tanto la presencia imponente de Gerard Depardieu, con quien trabajó hasta en cuatro películas. No es un director «libresco» o narrativo como Rohmer y Truffaut. Tiene frases brillantes (cuando el padre le dice a la hija en A nuestros amores que no es capaz de amar, solo de ser amada, por ejemplo), pero su cine es sobre todo una experiencia radicalmente visual, violenta incluso cuando no hay violencia. Lo que recuerdo de sus películas, y me guardo en la retina como oro en paño, son atmósferas, escenas sueltas, nunca tramas. Por eso viven mucho más. Recordaré siempre los bailes adolescentes en Aprueba primero, los primeros planos de Bonnaire en A nuestros amores, las escenas histéricas de conducción y ansiedad en Nosotros no envejeceremos juntos, el brillante final de La boca abierta desde un coche alejándose marcha atrás de la casa del padre que se acaba de quedar viudo, el baile con Human behavior de Bjork (¡qué buen gusto tenía!) en El niño, su última película. Pialat murió en 2003 pero su cine sigue vivo, sigue animando la vida, convirtiéndola en algo más real y verdadero y auténtico.

Publicidad