THE OBJECTIVE
Juan Manuel Bellver

Por amor a una tarta de queso

«Fría o caliente, rígida, cremosa o incluso chorreante, la tarta de queso no es patrimonio exclusivo de Occidente, como prueba la existencia del chhena poda indostánico o el jiggly fluffy japonés»

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Por amor a una tarta de queso

Mink Mingle | Unsplash

El pasado jueves se celebró el Día Mundial de la Tarta de Queso. ¿Por qué se les ocurrió escoger, para esta efeméride, la semana más tórrida del calendario estival en el hemisferio norte? Quién sabe.

Tal vez en el plan judeo-anglicano por desterrar el decrépito santoral católico, remplazándolo por celebraciones capitalistas de todo pelaje, no quedaban días libres en los meses invernales para honrar un postre que, según el Departamento de Agricultura de Estados Unidos (USDA), contiene 321 calorías y 23 gramos de grasa por cada 100 gramos. Tal vez…

Y, de hecho, ¿quién se inventa estas estrafalarias onomásticas comerciales? El Día de San Valentín tiene una pase porque aquel mártir romano que casaba a los soldados pese la prohibición imperial encarna, desde su decapitación, los valores del amor y la amistad. Por eso, en el año 494, empezó a celebrarse el 14-F y la costumbre se ha mantenido hasta nuestros días –con un talante cada vez más consumista– a pesar de que el Concilio Vaticano II decidiera, en 1969, eliminar la cita del calendario litúrgico. San Valentín ya no pertenece a los creyentes, sino a los grandes almacenes.

Pero es que existe, además, el Día Internacional del Beso, que se festeja cada 13 de abril para recordar el récord del morreo más largo de la historia: un interminable ósculo protagonizado por una pareja tailandesa que duró la friolera de 58 horas. Y también está el Día de la Amistad, que se conmemora el 30 de julio por decreto oficial de las Naciones Unidas, a petición de la ONG Cruzada Mundial por la Amistad.

¡Alto! Si el 30 de julio está reservado por la ONU muy en serio (resolución A/65/L72 de 2011) para la exaltación de la amistad, ¿quien demonios ha decidido unilateralmente que esa fecha deba compartirse con un empacho colectivo de cheesecake?

Pues muy sencillo. Se crea una iniciativa popular anónima con una página web ad hoc (https://cheesecakedays.com) y ausencia total de nombres propios. Dicha asociación engloba a “panaderos, reposteros, gourmets y productores del sector lácteo” que, en 1985, tuvieron la idea de reivindicar un día al año su postre favorito. Luego se convence a la organización privada HolidaySmart.com, consagrada a “promover la amistad entre los pueblos a través de los festejos populares”, para que inscriba la fecha en su calendario mercadotécnico. Y ya tenemos celebración, mientras haya presupuesto para difundirla en redes cada temporada.

Por supuesto, no hay que responsabilizar de ello a la International Dairy Foods Association (IDFA), un lobby estadounidense de productores lácteos que lleva años preocupándose de no perder su cuota de mercado por culpa de la creciente competencia de las bebidas saludables de origen vegetal y las cada vez más eficaces campañas públicas de prevención de obesidad infantil en las escuelas, con la exprimera dama Michelle Obama a la cabeza.

Según Nielsen, durante la última década la producción de leche ha aumentado un 13% en Norteamérica, mientras que las ventas disminuían en torno a un 6% anual. ¿Qué hacer? Pues luchas con todo lo que tengas a mano, desde presionar al gobierno Trump para devolver el año pasado a todas las escuelas del país los bricks de batido de chocolate o fresa elaborados con leche entera, hasta promover iniciativas más soterradas como esta, con la etiqueta foodie como excusa.

Sin duda recordarán aquella estupenda campaña que, bajo el título de Got Milk?, presentaba a las figuras del deporte, el espectáculo y la política estaounidense retratados a página completa en los más prestigiosos medios impresos con un bigote blanco que delataba su afición por la leche. “Where is your moustache?”, fue el infalible eslogan creado en 1993 por la agencia publicitaria Goodby Silverstein & Partners para incentivar el consumo de lácteos con una promoción que les hizo ganar premios en Cannes y duró lustros. Bien, pues detrás de aquello estaba el National Fluid Milk Processor Promotion Board (Consejo Nacional de Promoción de Productos Lácteos Líquidos). Y la rueda sigue girando…

Pero la tarta de queso, esa que se remonta siglos antes de Jesucristo, cuando el médico griego Aegimus escribió un tratado sobre el arte de cuajar la leche y el romano Catón el Viejo le dedicó varias recetas en su libro De Agri Cultura, no tiene la culpa de nada. Es un postre absolutamente inocente, a pesar de su indudable poder adictivo. Así que por amor a la tarta de queso, vamos a olvidarnos de posibles tejemanejes corporativos y ensalzar, en plena canícula, las excelencias de esta suculenta bomba calórica.

Fría o caliente, rígida, cremosa o incluso chorreante, la tarta de queso no es patrimonio exclusivo de Occidente, como prueba la existencia del chhena poda indostánico o el jiggly fluffy japonés –atención al que elabora Uncle Tetsu en Fukuoka–, pero sí es cierto que la versión que llegó (y triunfó) en el Nuevo Mundo tiene su origen en las delis que fundaron allá los emigrantes judíos centro-europeos.

De ahí que el Larousse Gastronómico defina el cheesecake como “un pastel estadounidense de queso blanco, cuya receta más apreciada es la tradicional preparación hebrea de Nueva York”. “Cremoso y compacto, el cheesecake se compone de una pasta preparada a partir de bizcocho seco desmenuzado, mantequilla y azúcar”, prosigue el Larousse. “Extendido en un molde de tarta, este fondo se rellena a continuación con queso blanco espeso, mezclado con huevos y azúcar. Cocido al horno y luego desmoldado, este pastel se suele servir cubierto de frutas frescas o un coulis de frutos rojos”.

Sin embargo, la sobremesa de moda debe su versión actual al doctor William Lawrence, que inventó por casualidad –en realidad, quería copiar un Neufchâtel– el llamado queso-crema en 1872 en Chester (estado de Nueva York). Y con el añadido de ese ingrediente fundamental –cuya marca más conocida es nuestros días es Philadelphia de Kraft– la tarta de queso clásico se convirtió en el New York cheesecake y los yanquis de la Costa Este encontraron otra receta de la que sentirse orgullosos… que presenta pequeñas variantes en las versiones que se sirven en otras partes de la Unión como Saint-Louis o Chicago.

Cuenta la leyenda que el auténtico NY cheesecake se popularizó en 1929 en el restaurante Turf que Arnold Reuben regentaba en la esquina de la calle 49 con Broadway. Lo cierto es que esa zona del barrio teatral de Manhattan ha seguido ligada a la elaboración de las mejores tartas de queso frías, destacando la que hacía hasta su cierre en 2016 la icónica Carnegie Deli. Los clientes más fieles aún pueden encontrarla en su sucursal próxima al Madison Square Garden, pero la experiencia no es igual.

Como tampoco se vive con la misma emoción comerse un cheesecake de nuestra deli favorita, Junior’s, comprado en el supermercado pijo Dean & Deluca, que cuando en los 90 acudíamos al local fundacional de Flatbush Avenue (Brooklyn), convenciendo al taxista para que nos depositara en un entorno de navajeros y adictos al crack en el cual llamaba poderosamente la atención nuestro pálido color de piel. Desde que la familia Rosen decidió producirlos en cadena y venderlos incluso por internet, cualquiera puede ejercer de gourmet viajero sin jugarse el pellejo.

La fiebre por este plato goloso fuera de nuestras fronteras es tal que los frikis irredentos llegan a discutir sobre cual es el mejor molde desmontable con revestimiento antiadherente para hacerlo. Y hemos llegado a presenciar airadas discusiones entre los partidarios de Cuisinart, Nordic Ware Leakproof, Zulay Premium –nuestro favorito– o el Wilton Springform. También hemos visto un día, pero nunca probado –no estamos tan locos–, la extravagante versión de Saks Fifth Avenue, que asemeja una pila de regalos navideños y cuesta la friolera de 300 dólares. Y hay chalados en todas partes, como esos rusos que, en septiembre de 2017, batieron el récord Guinness con un cheesecake de 4.240 kilos de peso que puso en el mapa mundial de los pasteleros exagerados a la Cheeseberry Company de Stavropol.

Y es que el tema no es patrimonio únicamente neoyorquino. Fuera de la Gran Manzana, hemos tomado variantes formidables en Chicago (Eli’s Cheesecake, Chicago Cheesecake Factory), en París (Rachel’s Cakes) o en el Café Einstein de Berlín, donde lo llaman Käsekuchen.

En nuestro país, sin embargo, el cheesecake ha perdido hace algún tiempo su poder de atracción dejando el campo libre para tartas de queso coulantes que llegan a la mesa bien templadas y se desparraman gozosamente cuando el comensal mete la cuchara. En Barcelona no hay que perderse la de Estimar. En Madrid, nos gustan sobremanera las de Treze, la Buena Vida, Lakasa de César Martín, Fismuler –que ahora también comercializa Mallorca– y Bistronómika. Cuando vamos al País Vasco, es una excusa más para visitar Zuberoa (Oyarzun). Y qué decir de La Viña (San Sebastián), cuya original tarta de queso con la costra superior muy tostada está –a decir de Bloomberg–“colonizando el mundo”.

El boom es tal que alguien se ha inventado recientemente el Campeonato Nacional de Tartas de Queso, que se celebra en el marco de un foro culinario en Las Palmas (Gran Canaria) y lleva ya dos ediciones, saliendo vencedor de la última el chef Fernando Alcalá del restaurante Kava de Marbella. Cualquier día de estos, me pongo en casa a emular a los maestros. Pero esperaré a que remita un poco el calor porque mi paladar no se rige por el marketing anglosajón y, para mí, el 30 de julio es el día de San Pedro Crisólogo…

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