Antifascistas
«El antifascismo es una de esas cosas que parecen tiernas, pero en el fondo son siniestras, como los payasos o los cantautores»
Resulta enternecedor observar el orgullo con que algunos de nuestros compatriotas se refieren a sí mismos como «antifascistas». Un actor razonaba en Twitter que el antifascismo es una condición necesaria para ser demócrata. Obvio; lo que parece escapársele es que no es condición suficiente. Y de todos modos, si se trata de ser demócrata, ¿por qué no se hacen llamar, sencillamente, «demócratas»? Me atrevo a pensar que estos valientes no emplean la expresión «antifascista» para distinguirse del fascismo, sino de los demócratas normales y corrientes, de aquellos que votan cada cuatro años y entre medias ven series de Netflix y partidos de fútbol. En definitiva, es un juego más de la izquierda cuqui para diferenciarse de la gente común. Emplean espuriamente un término, que han logrado vaciar, para distinguirse y explotar un jugoso capital cultural que no contribuyeron a amasar.
A nuestra izquierda parvularia se le hace aburrida la democracia liberal. Al ver sus perfiles en redes -antifascistas, con triangulito rojo- pienso en la ilusión del niño que posa para la foto vestido de Superman. Lamentablemente, han llegado al poder para descubrir que no son héroes, sino gestores, y extrañan esa épica que alimenta su imaginario desde los años de instituto. Pero la mejor versión de la democracia es aburrida, si acaso es la consecuencia de la épica, y uno de sus fines es evitar que ningún ciudadano se vuelva a ver obligado a ser un héroe. Por eso los antifascistas, ahora en el poder, necesitan inventar golpes de Estado, insultar a policías, aplaudir los desórdenes públicos, abroncar a la aristocracia y faltar a las normas elementales del decoro. El antifascismo antes se llamaba adolescencia.
Pero no se confíen. El antifascismo es una de esas cosas que parecen tiernas, pero en el fondo son siniestras, como los payasos o los cantautores. Un personaje de Stieg Larsson se sorprendía de que en la propaganda Nazi siempre apareciera la palabra «libertad». El nuevo antifascismo no es una ideología, sino una coartada de líderes sedientos de gloria. Ya nos previno Ferlosio: «El fascismo consiste sobre todo en no limitarse a hacer política y pretender hacer Historia». Y la Historia se hace siempre contra alguien. La bandera antifascista proclama la existencia de una amenaza que hay que derribar. En los años veinte y treinta los fascistas militaban, ¿pero quién decide quienes son los fascistas del siglo XXI?
Huelga decir que nuestros antifas jamás se han enfrentado a nada que supusiera una amenaza para nadie. Al contrario: siempre han posado alegres junto a la parte amenazante. Su actitud es la más cobarde, porque es la más cómoda. Observándolos estos días, con sus hashtags y eslóganes, he recordado las palabras que Simon Leys le dedicó a Sartre: «No hay posición más divertida, más seductora, más original -y, en definitiva, mejor recompensada- que la del disidente en el seno de una sociedad tolerante, estable y próspera”. Así es; sólo hay #antifas en las democracias.