THE OBJECTIVE
Josu de Miguel

Bildu, de entrada no

«Yerran los que creen que la próxima ley de la memoria es un sonajero para que la opinión pública y los ciudadanos se entretengan en mitad de la terrible pandemia»

Opinión
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Bildu, de entrada no

zipi | EFE

Con Felipe González en el Gobierno, el PSOE publicó unas octavillas en 1982 para aclarar su matizada negativa a que España entrara definitivamente en la OTAN. El título de la octavilla (“OTAN, de entrada no”) pasaría a la historia del pitorreo político de este país, pues algunos ya vaticinaban que si de entrada no, de salida el pragmatismo iba a producir un giro en la posición del partido en el ejecutivo. Como ya saben, España acabaría plenamente integrada en la OTAN referéndum mediante. Creo que fue el año pasado cuando Carmen Calvo prometió a los votantes en un tuit que el PSOE no acordaría nada con Bildu, porque «el nuestro es un partido de fiar». Hoy las negociaciones con la formación abertzale están normalizadas en Navarra -no tanto en el País Vasco- y forman parte de las maniobras necesarias para sacar adelante diversas normas en las Cortes Generales.

A una parte de la opinión pública le parece mal que el PSOE, Sánchez y Podemos hagan tratos con Bildu por la cercanía del final de la violencia política. Creo que en esta postura hay una cierta confusión e hipocresía con la que no estoy de acuerdo. Durante años afirmamos que si ETA dejaba de matar, el Estado sería generoso con los presos y Herri Batasuna podría defender el proyecto político que deseara siempre que respetara la Constitución y las leyes. Nos apoyábamos además en la famosa jurisprudencia del Tribunal Constitucional, que apuntaba que al no ser España una democracia militante, «cabía defender en nuestro país cualquier proyecto político siempre que se hiciera de manera pacífica, porque la Constitución puede ser enteramente reformada». La relación entre la reforma constitucional y la defensa de la democracia dista de estar clara, pero así están las cosas y el Alto Tribunal sigue en sus trece.

Sin embargo, el hecho de que Bildu se haya incorporado con normalidad a las instituciones y a la gestión de la política ordinaria, no implica que no nos podamos cuestionar la conveniencia o coherencia de pactar con un partido de carácter ultranacionalista (dicho sin ánimo peyorativo). El PSOE y Podemos deberían aclarar con qué parte del ideario de la izquierda abertzale están de acuerdo: ¿con los programas lingüísticos en la administración que han dejado fuera de la misma al 70% de la población vasca que no domina el euskera? ¿con el irredentismo cultural que reclama para Euskal Herria territorios ajenos a la Comunidad Autónoma? ¿con la política divisiva que lleva a impugnar los símbolos oficiales en Euskadi y Navarra? ¿con la construcción nacional realizada en la escuela y la radiotelevisión pública bajo la atenta mirada del mandarinato abertzale? ¿con la política de profesorado que prioriza la lengua “propia” sobre cualquier otro mérito académico, en un sistema universitario profundamente endogámico?

Vuelvo a Calvo: la semana pasada declaró en sede parlamentaria que hablaba con Vox «por obligación legal». ¿Le incomodaría acaso su rancio ultranacionalismo español? Si es así: ¿le incomoda alguna parte del ultranacionalismo vasco de Bildu? Según parece, no. Quizá la razón sea que el MLNV nunca se ha dejado de presentar como una organización socialista que lucha contra el fascismo (en este caso español): lo recordaba recientemente Mertxe Aizpurua en la tribuna del Congreso de los Diputados. En el marco de la constante repolitización del pasado, resulta normal que las nuevas generaciones de la izquierda española hayan empezado a considerar a Bildu bajo el prisma de un frentepopulismo emocional que combate el asedio del franquismo resucitado (Vox, PP y, cuando toca, Ciudadanos) a la democracia y las libertades. Ello explicaría su comodidad con una formación que hace años apoyaba la limpieza étnica y hoy piensa en una Euskal Herria libre de españoles pero abierta a nuevas migraciones que no pongan en cuestión el tinglado identitario. Con estas concepciones tan curiosas del cosmopolitismo, Bildu triunfa en los nuevos y procelosos mares del progresismo «estatal».

Lo apuntado muestra las transformaciones que han operado las políticas de memoria en España, donde el tiempo histórico ha sido sustituido por el tiempo litúrgico y por el culto a las víctimas de una lejana guerra civil que alguna vez creímos superada. Esa sustitución no solo ha difuminado las razones y las consecuencias del reciente terrorismo etarra (en Euskadi la memoria se reduce al bombardeo de Guernica), sino que ha permitido la formación de una comunidad imaginada de intereses entre la izquierda y los nacionalismos periféricos, cuya naturaleza dista de ser meramente estratégica o contingente. Por esta razón, yerran los que creen que la próxima ley de la memoria es un sonajero para que la opinión pública y los ciudadanos se entretengan en mitad de la terrible pandemia: es una gran apuesta para dar una vuelta de tuerca más a la cultura política que desde hace veinte años cree que es perentorio superar el legado de convivencia y reconciliación dejado por la imperfecta Transición. Operando de esta forma, hoy contemplaremos pactos y diálogos que nos «helarán la sangre» (madre de Pagaza), pero que mañana a muchos les parecerán razonables en atención al cambio de mentalidades que se ha ido propiciando.

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