Cataluña: notas al partir
«Yo sí creo que lo de Cataluña tenga solución: la traerán las generaciones más jóvenes, cuando pase el tiempo y sean capaces de superar este momento histórico de polarización dolorosa e inútil»
La mañana de mi última Diada fui a caminar. Recorrí el trecho que hay entre Cerdanyola y Sant Cugat. Mientras lo hacía, pensaba que estaría bien escribir algo parecido a lo que coloquialmente podríamos considerar el ser de Cataluña. Pronto llegué a la conclusión de que ésta era una tarea imposible, simplemente porque una persona con una sociabilidad limitada y que transita por los lugares sin anclajes fijos, no puede entrar en berenjenales antropológicos. Mentiría, eso sí, si dijera que en Cataluña no hay decenas de expertos en escudriñar el alma de la nación: pronto advertí que en este tema hay decenas de teólogos, con sus cátedras periodísticas, que se dedican diariamente a intentar aclarar a la ciudadanía cuáles son los valores que dan sentido a la religión política imperante.
Esa religión política, ya lo saben ustedes, es el nacionalismo. En este plano equivoqué mi vida de medio a medio: dejé el País Vasco un poco cansado de Ibarretxe y sus planes, y me embarqué en un trabajo universitario a las afueras de Barcelona, el mismo día en que Montilla se ponía a liderar una manifestación contra el Tribunal Constitucional. También son ganas. De la legitimidad democrática del nacionalismo uno no puede discutir, porque enseguida le atribuyen la misma condición de lo que pretende criticar, siguiendo los postulados de Michael Billig o Benedict Anderson. Además, el pluralismo constitucional me exige respetar todas las ideologías puestas sobre el tablero político, siempre que su despliegue se haga sin contrariar los derechos fundamentales y el principio democrático.
Se olvidaron de denunciar que el poder público puso en circulación la tesis de que Cataluña tenía que separase de España
En este plano sí debo aclarar que el mandarinato catalán, compuesto principalmente por profesores de una universidad arruinada, no ha estado a la altura esperada. O sí, son maneras de verlo. Impagable aquella entrevista a la filósofa superventas después del dolorosísimo 1 de octubre de 2017: “Un acto de desobediencia frente al Estado”. Llegar hasta allí implicó, sin embargo, la puesta en marcha de una ingeniería social y política de altos vuelos. Enfrascados en una teoría crítica de baja estofa, muchos se olvidaron de denunciar el uso por parte del poder público de instrumentos psicopolíticos para poner en circulación la tesis de que era el momento de que Cataluña tenía que separase de España. Había que estar muy ciego o ser muy tonto para no detectar la propaganda pagada con impuestos con la que, durante el verano de 2012, se preparó la primera Diada independentista multitudinaria. La tercera alternativa interpretativa la dejo a su consideración.
Estos días el Instituto de Estudios Autonómicos, antaño una institución prestigiosa que se dedicaba a estudiar asuntos federales, publica un informe sobre el encaje de Cataluña en España. Creo que sería más necesario —a quien corresponda hacerlo— un informe de daños en términos de Estado constitucional y los principios que lo presiden. Me da la impresión de que todo lo ocurrido desde que se puso en marcha la reforma del Estatuto, tiene que ver con un deslizamiento desde la democracia representativa a la plebiscitaria. Este sí que ha sido un procés bien interesante que ha pasado desapercibido incluso para las mentes más expertas en la materia. Lo plebiscitario no solo tiene que ver con las ansias decisionistas presentes en estos tiempos populistas, sino que se articula principalmente con políticas antipluralistas: desde 2012 en Cataluña todo gira en torno al mismo tema, no hay órgano o puesto de libre designación que no ocupen afectos a la causa general.
El problema capital es cómo cambiar de agenda, cómo superar una situación que ha convertido a Cataluña en un cine con siempre la misma película
Volver sobre la conocida espiral del silencio de Noelle–Neumann sería un ejercicio estéril. Al fin y al cabo, nunca hubo tanta oferta ideológica en el parlamento autonómico. El problema capital es cómo cambiar de agenda, cómo superar una situación de impasse que ha convertido a Cataluña en un cine destartalado en el que siempre ponen la misma película. Algunos dirán que esto se soluciona accediendo a las demandas independentistas desde el Estado: quién podría decir lo contrario. Pero cuando este 11 de septiembre cogí mi último tren para ir a Barcelona, pude observar en las caras de los afanados y honestos independentistas un cansancio acumulado de un viaje que no lleva a ninguna parte. Por este lado, bien es cierto que quien deja engañarse de manera persistente en asuntos públicos, poca queja puede enarbolar. Me interesa, por lo que me toca, recordar la vida resistente de quien ha decidido vivir ajeno a la política, de quien siendo mayoría ha tenido que esconder sus razones para seguir teniendo vida social o familiar.
Esta semana tres jubilados charlaban en la terraza de mi hotel. Uno de ellos repetía los eslóganes nacionalistas: “España es un país medieval que no entiende un proceso democrático y pacífico como el abierto en Cataluña”. Mientras un tercero guardaba silencio y miraba al suelo, su interlocutor aclaró que él era de Esquerra y amigo de Carod pero que ya no hablaba de política: “Mi yerno es mosso y español y hemos tenido unos líos en casa espantosos”.
Desde el año 2012 la amargura lo envuelve todo. La solución para los desafectos y descreídos ha sido enclaustrarse, largarse si eran unos privilegiados o buscar un grupo de amistades donde pudieran desahogarse sin generarse conflicto. Un país dividido políticamente puede tener cierta solución: cuando la división alcanza el día a día, el trabajo o tu entorno social más próximo, las posibilidades de superación del conflicto son más escasas. En el País Vasco esta superación la hemos hecho a lomos del olvido y un hedonismo de nuevo cuño que me sigue causando perplejidad.
Yo sí creo que lo de Cataluña tenga solución: la traerán las generaciones más jóvenes
Un matrimonio amigo me invita a comer a su casa. El encuentro tiene un aire de despedida a quienes uno tanto debe. El balcón abierto nos permite ver los miles de manifestantes que ocupan las calles de Barcelona. El tsunami democrático ya está aquí: qué eslogan tan certero. El almuerzo es rico y con fundamento y en los postres la tarta tiene forma de señera. Los más jóvenes expresan ciertas dudas, pues en Cataluña los símbolos ya solo parecen representar a una parte de la sociedad. Aclaro en la mesa que la señera es bandera estatutaria y constitucional, así que afrontamos el dulce con decisión. Al acabar uno de los hijos nos arranca unas risas inolvidables: “Esta tarta sabe a libertad”. Porque yo sí creo que lo de Cataluña tenga solución: la traerán las generaciones más jóvenes, cuando pase el tiempo y sean capaces de superar este momento histórico de polarización dolorosa e inútil.