Caparazón de hombre
«La vida sumamente regular bajo las aburridas, y a menudo opresivas, leyes de lo progre limitan todos los ámbitos de la existencia y solo conducen a una mayor uniformización, tosquedad y estupidez»
Dicen en ciertos círculos literarios y políticos de Madrid que la derecha hoy tiene las librerías, las ideas y la verdad, que es más realista y costumbrista, mientras que la izquierda tiene la bondad de las bellas causas, el monopolio de la moral, el mundo académico y la telebasura, que se presta bien al juicio sentimental. Lleva siendo así algún tiempo, basta leer a ideólogos en la prensa inclusiva del exclusivismo identitario para comprobar que rara vez se enfrentan a la verdad, buscan más bien ajustarse al discurso identitario y pierden los matices y detalles prosaicos del mundo real. Tampoco les interesan las personas reales, crean en su mente la imagen del individuo modélico, un Narciso o un Adonis al que podemos adorar plantando lechugas.
El problema es que abusar del academicismo woke en el discurso nos conduce al reduccionismo, al pensamiento rígido, a las terminologías y categorías estáticas. Como dice mi querida Mariona Gúmpert, «muchas veces es innecesario, es solo una pose para que parezca todo más serio o difícil». Lo preocupante es que con este panorama tan serio pocos se atreven a reconocer que en España nos la han colado con el falso progresismo. En todo caso, sí que se nota un ascenso de aquellos partidos que saben representar el interés de las clases medias, por puro hartazgo. El ascenso de Vox fuerza a la izquierda y a la derecha más conservadora a unirse al soft power de las clases populares, a atender los problemas del 90% o perder votos. Los pensadores y políticos que se interesen por la reducción al ostracismo y el empobrecimiento de las clases medias, por los ciudadanos desenraizados e infrarrepresentados son los que ahora parece que trascienden los muros de la Academia.
Sus oponentes les califican como populistas o reaccionarios, aunque muchos de estos autores en realidad son conservadores que no se mueven solo por pura reacción ideológica; se mueven por conflictos morales, subjetividades, pasiones, lealtades, sentimientos de pertenencia y arraigo a su país… Ni la izquierda ni los liberales (pido perdón a mi alter ego) llegan a estos ámbitos de lo sublime, de las virtudes cotidianas, pues no se puede llegar al ámbito de lo humano hablando de individuos, como me recuerda el gran Álvaro Petit, o de colectivos, como hace la izquierda identitaria.
Se acerca 2022 y, frente a los movimientos reaccionarios y revolucionarios, no vemos en el horizonte representantes políticos que sean orgullosos conservadores, y los liberales caben en un taxi. Sin embargo, en Navidades muchos brindaremos por los borbones y todo ello sin hacer ostentación ideológica en el gesto de levantar la copa. ¿Hay algo más conservador que no mostrar ostentación alguna y hacer las cosas por pura convicción? Las conversaciones derivarán en nuestras alegrías y penas, en los propósitos para el año próximo y tras sortear el tema de la política, lograremos conversar sobre aquello que es trascendente e íntimo, sobre las cosas que importan.
«Los asuntos pequeños y cercanos se escapan del control de la ideología al menos tanto como los vastos y remotos», decía Chesterton. Todos estos sacramentos, leyes y contratos humanos nos mantienen en la esfera de lo humano, lo difícilmente corrompible, lo elevado y lo sublime. «La trascendencia es conservadora», dice Álvaro Petit. Y la tolerancia, la resiliencia, el perdón o la misericordia. La pregunta que debemos hacernos es si estas virtudes cotidianas pueden trascender la esfera de lo privado, y pueden formar el carácter político de las sociedades que los cultivan.
Por ahora, la vida sumamente regular bajo las aburridas, y a menudo opresivas, leyes de lo progre limitan todos los ámbitos de la existencia y solo conducen a una mayor uniformización, tosquedad y estupidez. No hay lugar para aquel reclamo de Rosales en su Teoría de la libertad: «La vida humana más auténtica tiene líneas perdidas, ocasionales, divergentes», como renglones torcidos tiene una buena conversación. Necesitamos recuperar los rituales, las tradiciones como juntarnos alrededor de una mesa con aquellos para los que no somos miembros de un colectivo ni individuos. Los que no nos juzgan por tener la libertad de ser auténticamente quienes somos. Ésos son los deseos normales de los hombres, solo hace falta que salgamos con nuestra auténtica cara al espacio público, presentamos con nuestra vulnerabilidad y no escondernos detrás de identidades fuertes. Negarnos a ser un caparazón de hombre. Trascender las categorías identitarias y cambiarlas por un código de valores. En medio del canto de sirenas de la política identitaria, el hombre que resiste lo identitario vuelve a las raíces, a lo íntimo y lo sublime.