THE OBJECTIVE
Juan Marqués

Peinarse con las uñas

«Tengo comprobadísimo que buena parte de la gente que se declara «espiritual» tiende claramente al autoritarismo»

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Peinarse con las uñas

Soria. | Juan Marqués.

Me pongo muy contento, ferozmente feliz, cada vez que recuerdo que Josep Pla, Manuel Chaves Nogales y Arturo Barea nacieron el mismo año.

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La historia de la cultura es tan exageradamente ancha, hay tantos libros que leer, que se me ha ocurrido un argumento para un cuento. Un hombre ha ingresado en una residencia de ancianos con su biblioteca de, pongamos, dos mil libros, decidido a releerla entera, por orden alfabético, lo que el resto de su vida dé de sí. Conforme los va leyendo, los dona a la escueta y olvidada biblioteca del lugar, donde apenas hay biblias y enciclopedias. Pronto se da cuenta de que hay una mujer, otra residente, que también prefiere leer sola a participar en las actividades del lugar, esos pasodobles, esas larguísimas tardes de televisión, esos talleres con plastilina, esa musicoterapia. Como sucede siempre, los lectores somos muy solitarios, sí, pero solo hasta que conocemos (o, mejor, identificamos) a otro: conozco a poca gente que, en el fondo, prefiera leer a charlar sobre libros.

El caso es que pronto empiezan a pasar muchas horas del día juntos, sentados en el jardín, tomando zumitos y pastillas y hablando. Todo lo que saben de la literatura lo aprendieron en los libros, no en las facultades, y lo aprendieron bien. Al cabo del tiempo, no sé cuánto, no sé cómo, descubren o comprenden espantados que no hay una sola lectura que compartan. Los dos han dedicado su vida a leer y han leído, por tanto, miles de libros y tienen ambos, por consiguiente, una cultura sólida y real, pero no hay un solo título que hayan leído los dos. Sería algo perfectamente posible.

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Me da la sensación de que la mayoría de escritores preferiría que se publicase una sola reseña, muy negativa, de su libro, a que no se publicase ninguna en absoluto. Ante todo, existir, ser recibido. Lo que no se soporta no es tanto el desdén como la indiferencia.

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En alguna de sus Prosas apátridas, Julio Ramón Ribeyro razonaba que las inteligencias medianas eran, en el fondo, superiores a las inteligencias extraordinarias. Y creo que es verdad, y no sólo por alusiones: cuando los genios, tras valorar rápidamente en sus privilegiadas cabezas todas las opciones posibles, comprenden cuál es el mejor modo de llegar a un sitio, los mediocres ya hemos llegado de algún modo, porque nos hemos puesto a caminar enseguida, o por lo menos tenemos recorrida buena parte del camino. Y, en el mejor de los casos, no solo la tenemos recorrida sino disfrutada, si somos de los vitalistas y no de los resignados. Mientras ellos cavilan, nosotros sonreímos y canturreamos. Probablemente nunca ganaré al ajedrez a una persona mucho más inteligente que yo, pero estoy seguro de que, por ejemplo, me lo paso mejor en los viajes. Creo que de eso, sobre todo, va El Principito. La tesis de esa obrita maestra vendría a ser algo así como que has de librarte de los que te abruman con sus conocimientos, de los que te atropellan con su energía o su entusiasmo, y has de conseguir descubrir y valorar las cosas por ti mismo, tranquilamente, saboreándolas, escuchando a todo el mundo pero sin permitir que nadie te imponga sus opiniones o sus propios descubrimientos o sus prejuicios o sus errores. El universo está allá fuera para ser percibido y admirado, y esa es una aventura que, al menos en el proceso del aprendizaje, hay que acometer radicalmente solo. 

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La alegría de los niños es lo único que no da igual en este mundo.

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Hace unas semanas, en el Pirineo, releí la Biografía del silencio de Pablo d’Ors y, como preveía, y a pesar de su sobreactuadísimo título, volví a disfrutar con el texto, en lo que tiene de celebración del sosiego, pero también acabé un poco escamado. Esa insistencia en que la meditación es el mejor modo de conocerse, esa obsesión con reflexionar sobre uno mismo, esa manía con pensarse, con retirarse del mundo y recogerse para mirar hacia dentro y darse vueltas sin fin hasta llegar al fondo de la propia identidad y poder proyectarla sobre el mundo de un modo más pleno para que el mundo se beneficie y… No sé, me parece que todo ese complejísimo proceso de iluminación se plantea como un largo rodeo que los narcisistas han de tomar para llegar, a través de mucho esfuerzo, a conclusiones elementales a las que la gente común, mal que bien, llegamos sin pensarlas en absoluto. Yo, como psicólogo, no tendría precio, sería a la psicología lo que la casquería a la cocina: «–Mire, es que a mí me ocurre que… –No, a usted, si lo piensa bien (es decir, si no lo piensa), no le ocurre nada de nada». «–Es que yo no sé quién soy. –Es que no tiene la menor importancia quién es usted. No se conceda usted tanta importancia y ya verá cómo todo se aligera automáticamente. No viva tan obsesivamente agobiado con usted mismo y sus auto-expectativas y ya verá cómo, de repente, todo se relaja y se ilumina. Hale, vaya con paz». «–Verá, no me siento feliz…». «–Ni puta falta que hace. Lo que hace falta es estar contento» … Así sería todo el rato. Psicología zaragozana, a lo bruto. Terapia a martillazos, y además sería muy barato.

Encuentro que sólo en el momento en el que alguien deja de obsesionarse con uno mismo y con las «constelaciones familiares» (que Dios confunda) y con su pasado y con lo que debe hacer o lo que se espera de él, y empieza a mirar hacia fuera, verdaderamente olvidado de sí, sin egolatría ninguna (ya sea en el sentido de la soberbia o, peor, en el de la inseguridad, que casi siempre acaba siendo agresiva con el prójimo)…, puede empezar a haber una cura de lo que sea que haya que curar. No concibo un calvario mayor que pasarse la vida pensándose constantemente o, como preconizan otras corrientes ideológicas, «cuestionándose» a cada paso (y, como consecuencia, no hay mayor tormento que la literatura escrita desde esas perspectivas). Tengo comprobadísimo que buena parte de la gente que se declara “espiritual” tiende claramente al autoritarismo y, por otro lado, cualquiera que haya vivido de verdad un poco sabe que, cuanto más piensas algo, más confuso resulta. Con los poetas pasa lo mismo: sólo en el momento en el que entiendan que ya no hay nada especial que hacer, que no hay nada importante que encontrar y mucho menos que escribir, y que ése es precisamente el hallazgo definitivo y hasta reconfortante…, nace paradójicamente la pequeña y maravillosa posibilidad de empezar a decir algo.

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A veces basta ver con qué tipografía está editado un texto para entender, o por lo menos intuir, que se trata de un bulo, o cuando menos de una estupidez.

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Diccionario Max Aub, Diccionario Torrente Ballester, Diccionario Umbral.

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La biblioteca del Jardín Botánico: novela.

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Como su nombre hacía temer, el bar 24 Horas está cerrado, de modo que he deambulado bajo el amanecer soriano sin saber muy bien qué hacer. He dado ya dos vueltas a la ciudad entera, sin llegar a bajar al Duero para no alejarme de la posibilidad de la necesaria cafeína, pero me hubiera dado tiempo de sobra, y ahora me arrepiento. Hubiera sido bonito amanecer junto a la ermita de San Saturio. Recuerdo aquello de Steiner de que, para sentirse en casa, sólo le hacía falta una mesa firme, buen café y algunos libros. Ahora mismo me faltan las dos primeras. Como no me siento con energía mental suficiente para ponerme a leer, me he sentado a escribir en la alameda de Cervantes, donde está la feria del libro a la que he venido. La cosa fue así: el concejal de cultura de Soria invitó a la Residencia de Estudiantes a participar en la feria de aquí, que es la única dedicada monográficamente a la poesía; los de la Residencia (jamás, en mi idioma, «la Resi»: odio con toda mi alma los apócopes, no me gusta ni el «lápiz», siendo «lapicero» una palabra tan hermosa…) dijeron que sí, me preguntaron si me apetecía pasar ocho días en Soria, y no sólo me conviene, porque me pagan cien euros al día se venda lo que se venda, sino que de verdad me apeteció. Cuando tienen más presupuesto y algún encargo «atractivo» llaman a Mariano Peyrou o a Mercedes Cebrián; para cosas medio cutres y poco vistosas me tienen a mí, entre otras razones porque allí ya me conocen y saben que prefiero, con mucha diferencia, éstas. Yo no quiero figurar, yo quiero facturar. Me encantaría vivir bien de hacer trabajitos así en la sombra, fáciles y agradables, cómodos y satisfactorios, sin más, como esos que suelen encargarme de vez en cuando, como éste. Son años de apañarse como sea y de felicidad.

«Tengo comprobadísimo que buena parte de la gente que se declara «espiritual» tiende claramente al autoritarismo»

El caso que desde el confinamiento ando con la necesidad acuciante de estar totalmente solo, y aquí, aunque vienen editores a los que conozco, no hay ningún amigo, esto es, ningún compromiso, puedo andar a mi aire, hablando solo con los clientes y «fedefans» (millenials que leen a Lorca, según me enteré en la feria de Madrid) que se acerquen a la caseta. Claro que cada noche se proponen cañas y croquetas, son buenos chicos, pero yo recurro a mi bendita mala fama, tan útil en estos casos, y me escabullo. De verdad que no busco ser borde ni tener esa despreciable vanidad retorcida que consiste en distinguirme por ausencia (como esos cretinos, que, para destacar, no quieren salir en ninguna foto de grupo, precisamente para que así sea llamativa y diferente su actitud): es que tengo mucho que leer, mucho que caminar por ahí, machadianamente, mucho que no-pensar. Y yo no busco ser majo, no hemos venido a  eso. Amable siempre, por supuesto, e incluso cariñoso, pero no me preocupa ser más simpático. Y huir siempre de toda sofisticación, de toda afectación, de toda solemnidad. Ayer vino Carmen para hablar conmigo sobre poesía y crítica, y comimos con el amigo González Sáinz, tan serio siempre y siempre tan amable: un ejemplo. Pero por la tarde ella se fue y tengo por delante todos estos días de dichosa soledad, seis horas de caseta, lecturas, caminatas, algún torrezno y desconexión. Lo que yo entiendo por unas vacaciones pagadas.

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Preferiría mil veces que no se publicase nunca ningún libro mío a que se publicase en una edición fea o chapucera. Aunque también es verdad que preferiría publicar mal un texto bueno que bien un texto malo. Todavía pongo la literatura por encima de los libros: no está todo perdido.

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Todas las cosas remotamente valiosas que he hecho en mi vida las he hecho antes de las ocho de la mañana, de modo que, a pesar de ser agosto y estar en Soria, salto de la cama para terminar un par de informes (libros que no se publicarán, ¿qué será de vosotros?…) antes de lanzarme a la ducha y a la calle. El cielo es todavía de color tatuaje mientras espero, peinándome con las uñas, ante la puerta del hotel de María Ángeles Pérez López y Miguel, su majísimo marido. A pesar del verano insoportablemente caluroso que está haciendo, aquí por las noches la temperatura baja bastante, y hay que cerrar las ventanas no sólo para que no entren mosquitos o poetas, sino porque el frío te sorprende y da disgustos. Ahora, tan temprano, todavía hay que abrigarse, aunque, castos de Castilla, vamos a caminar hasta San Saturio. María Ángeles y yo nos conocimos en Barbastro, hace ya años, y descubrimos que formamos una curiosa pareja cómica. Ella tan seria y tan buena, yo tan ganso y tan torpe, nos compenetramos perfectamente en un recital que, por ella, hubiera sido estupendo, y que por mí fue un disparate, pero un disparate que misteriosamente salió bien. Se agradece que una poeta de su estética tenga sentido del humor, algo insólito entre esos señores y esas señoras tan graves junto a los que la antologan. Desde entonces nos tenemos mucho aprecio, y hace unos meses, cuando habló de una cosa mía en su Salamanca, fue de una generosidad emocionante, por el tiempo y el trabajo y el cariño invertido.

Desde primera hora de la mañana, según he comprobado hoy, luce ya esa sonrisa suya, tan bondadosa e inteligente, y cuando se pone seria y pensativa dice todo el rato cosas que habría que apuntar. Y Miguel, como no podía ser de otro modo, es un tipo noblote y sencillo, sonriente y atento, y fue de verdad emocionante ver anoche cómo miraba a su mujer en el recital, orgullosísimo, arrobado, feliz de ver cuánto gustaba en Soria, plaza tan difícil por, ya lo he dicho, fría. «¿Qué tal fue anoche lo del homenaje a Ángel Guinda?», me ha preguntado ella nada más ponernos en marcha, pero, aunque en general salió muy bien, casi todo el mundo se comportó, hubo una intervención tan bochornosa que casi he preferido no contarle. Todo el mundo sabe que intentar apartar de un micrófono a un poeta es como intentar quitarle un helado a un niño y en fin, hubo uno que, ensayadamente compungido, lo agarró como su fuera una polla y… «Bien, bien, todo fue bien, muy emocionante». Leyendo te quedas frío, caminando entras en calor, así que allá hemos ido, contentos, mirando esculturas, puertas y pajaritos. La ermita, en verdad, impresiona por el modo en que incrustaron todo aquello en el paisaje, sin alterarlo, mejorándolo. Admiro esa arquitectura que, interrumpiendo lo natural, potencia sin embargo lo que había, lo hace más visible y armónico. «Sólo lo natural no es ridículo», decía Carlos Edmundo de Ory (tal vez pensando en Wallace Stevens: «No existe la maravilla artificial»), pero no siempre, no siempre… Abrían a las 10, y había bastante gente haciendo tiempo.

Algunos eran turistas, y otros esperaban a la misa de diez. He propuesto hacernos pasar por feligreses para entrar sin pagar. Me han mirado raro, muy raro, pero me han seguido, y sólo en el camino de vuelta me harán saber que la entrada era gratuita. Como la capilla está arriba del todo, en realidad la idea ha sido buena, pero hemos tenido que escuchar la primera parte de la eucaristía. Queridos biógrafos del futuro, el dato es exacto: yo fui a misa de diez en Soria con María Ángeles Pérez López. Pero al empezar el evangelio, y sin atreverme a mirar al sacerdote, hemos salido corriendo, yo delante, comiéndome dos bancos con enorme estruendo y no poco dolor. A la vuelta ha habido que apretar y a las 11 estaba abriendo mi caseta. Una buena marca (en la espinilla).

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El cielo está perfecto: / no hay una sola nube, / no hay ni siquiera un pájaro de adorno. // Lo hemos pintado en casa / y lo hemos desplegado para todos.

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Hiperosmia: trastorno que implica un gran aumento de la sensibilidad olfativa.

Maschalagnia: fijación por las axilas.

Agalmatofilia: atracción sexual por las estatuas.

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Si la política, como decían los clásicos, es el arte de hacer felices a los pueblos, la verdad es que nuestros políticos lo están consiguiendo de una forma curiosa, tomando el camino de la diversión.

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Nadie se pasa de parada jugando al Candy Crush o mirando Instagram. Nos pasamos de parada cuando vamos leyendo a Tolstói.

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