Salvoconductos
«Si la prohibición de los toros gana enteros entre los cabestros gubernamentales debemos pedir que en vez de cerrar las plazas inventen el salvoconducto taurino»
¡Llegaron los sanfermines! Llevo una semana bastante ajetreada porque debo madrugar todos los días para correr el encierro. Aunque en mi caso la carrera es sobre la distancia que separa mi cama de la sala donde tengo el televisor, que cubro en menos de diez minutos si la artrosis me da tregua, por lo que basta y sobra con que me levante a las 7.45 para que oiga el último canto a San Fermín y vea ascender el cohete que señala la apertura del corral. Y allá van los morlacos, precedidos y acompañados por los cabestros. Al verlos subir la cuesta de Santo Domingo la emoción hace que me tiemblen las piernas, aunque estoy sentado. ¡Que sosegados y dóciles los cabestros! Y que bien saben lo que tienen que hacer. Me recuerdan no sé por qué algunas citas electorales recientes, aunque prefiero no profundizar…
Viendo la alegre multitud que rebosa en las calles de Pamplona, camino del encierro, camino de los corrales, camino de la plaza siempre abarrotada, calculo que la extinción de la fiesta de los toros por abandono del público todavía llevará cierto tiempo. Si no hay traicioneras presiones externas, quizá uno o dos siglos. A la tauromaquia sólo se opone realmente otra pasión, también ancestral y hondamente arraigada en los humanos, sobre todo si además de humanos para colmo son españoles: la pasión de prohibir.
El historiador inglés Macaulay dijo que los puritanos prohibieron la caza del oso no porque se compadecieran de las bestias sino porque las cacerías causaban placer a muchos. Supongo que algo parecido mueve a los que quieren prohibir la tauromaquia (no confundir con quienes la detestan, ésos con no ir a la plaza todo arreglado) y se comen los puños de indignación viendo la muchedumbre en las calles y plazas de Pamplona, escandalosamente felices como nadie debería estar en estos tiempos lúgubres que corren.
Lo de prohibir es un afán siempre vigente y ahora revolotea también en torno a la pornografía en internet, uno de los dones más estimables de este invento revolucionario. El mayor peligro lo corren los tiernos infantes, que desde muy pequeños se empapuzan con imágenes delicuescentes que les empujan por el camino de perdición (¿no les han oído reclamar desde la misma cuna «mamá, teta»?). En mi pecaminosa adolescencia se nos decía que la masturbación causaba ceguera entre otros trastornos no menores (para más detalles léase a monseñor Tihámer Tóth) pero tanta advertencia puedo asegurar por experiencia propia que no detuvo nuestro frenesí. Ahora ya no se amenaza con la ceguera (que a fin de cuentas vendría bien porque nos impediría ver internet) sino con adquirir hábitos atroces como la violencia de género, etc.
«A mí me parece que a partir de los 70 deberíamos tener ‘pajaportes’ de 60 viajes por lo menos»
Bueno, vale, vamos a hacer como si nos lo creemos: los menores no deben tener acceso a la pornografía. Para ello bastaría algún sistema que antes de entrar en la página peligrosa identificase la edad del usuario. Pero lo que propone al Gran Hermano es algo menos abierto: un sistema de vales o puntos que nos proporcionará un salvoconducto para 30 entradas en el burdel virtual, después de agotadas las cuales deberemos renovarlo. Por mayores que seamos, no debemos pasarnos con nuestros placeres, que llegarán de treinta en treinta y gracias. Hombre, a mí me parece que a partir de los 70 deberíamos tener pajaportes de 60 viajes por lo menos, porque a esa edad fuera de internet ya no tiene oportunidades gozosas ni Joe Biden.
Pues ya que estamos en el mundo de las inquisiciones graduales, si vemos que lo de la prohibición de los toros gana enteros entre los cabestros gubernamentales debemos pedir que en lugar de cerrar las plazas mejor que inventen el salvoconducto taurino, con el cual los mayores de 18 años podamos asistir a un número determinado de corridas (también lo del porno son corridas, pero de otro tipo). Incluso podrían graduarse los pases según los diestros y las ganaderías: tres para ver a Morante, dos para Roca Rey, cinco para los Miuras, etc. Sabiendo que el espectáculo es tan peligroso para el alma de los aficionados como para el cuerpo de los toreros, a lo mejor va más gente. Nada atrae más que las prohibiciones, de modo que por cada cupón disfrutaremos como nunca. Y mientras llega esa nueva etapa del mundo feliz, pañuelico rojo al cuello y ¡viva San Fermín!