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Fernando Savater

Clarines de España

«La ‘Historia del toreo’ de Néstor Luján es una obra maestra que se lee con más diversión que los artículos moralizantes antitaurinos que corren por las redes»

Despierta y lee
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Clarines de España

Ilustración de Alejandra Svriz

Dentro de nuestros desacuerdos, estaremos al menos de acuerdo en que -sea cual fuere nuestra relación personal con él de afición o repugnancia- sin el toreo no puede entenderse la cultura popular española de los últimos trescientos años. Ya lo dijo Ortega que de estas cosas entendía más que el propio Urtasun. Seguir la evolución de este festejo singular, único, incluso de la ancestral polémica que lo envuelve, sea bárbaro o poético, aunque sea ambas cosas inseparablemente, es penetrar un poco por el lado más empinado en la emoción estética de este pueblo.

El toreo se puede rechazar o condenar, pero no ignorar. Ha dejado su impronta indeleble en el arte, sea pintura, literatura, música y también en el cine. ¡Incluso en la gastronomía! Nuestra lengua cotidiana abunda en modismos muy expresivos que utilizamos todos, no sólo los aficionados: lo mismo que no hace falta ser creyente para despedirse con un «adiós» ni musulmán para desear con un «ojalá», también los que nunca van a la plaza saben que un desplante estéril es un brindis al sol y rematan sus discusiones dando la puntilla a su adversario.

Los españoles hemos estado y estamos todavía empapados de tauromaquia, nos guste más o menos: quizá sea algo transitorio, porque los más jóvenes ya comparten un imaginario y una jerga que proviene de otras fuentes, principalmente anglosajonas. Pero al menos podemos asegurar que todo el acervo cultural que recibimos de la tauromaquia nos llega en español, no en inglés. Quizá debamos añadir: «Por última vez…».

Siendo así, creo que merece la pena conocer con cierto detalle la historia de este fenómeno tan peculiarmente nuestro. Porque esa historia puede servirnos también de hilo de Ariadna (otro modismo, por cierto, que tiene que ver con un cornúpeta mitológico) para recorrer el trayecto colectivo que va desde comienzos del siglo XVIII hasta nuestros días. La mejor obra para ilustrarse en esta cuestión es la Historia del toreo de Néstor Luján. La leí por primera vez hace muchos años, por indicación de mi amigo Alberto González Troyano, cuyo criterio en estas cuestiones es absolutamente fiable. Tanto me gustó que la fui prestando a unos y a otros hasta que en uno de esos vaivenes ya no volvió a casa.

En muchas ocasiones la he echado de menos, pero estaba descatalogada. Afortunadamente, ahora la reedita la benemérita editorial El Paseíllo en una cuidada edición, con todas sus preciosas ilustraciones originales y rematada con el añadido de Tauromaquia, un centenar de páginas pensadas para iniciar a los extranjeros en nuestra fiesta pero que hoy pueden venir muy bien a cualquiera para repasar los fundamentos de esta asignatura tan española.

«Néstor Luján tenía una prosa magnífica, suntuosa sin afectación, llena de hallazgos y de imaginación literaria»

Néstor Luján fue un catalán de la mejor casta, de aquella época en que Barcelona, con tres plazas funcionando, era la capital taurina del país. Soy de esos caprichosos que lo primero que le piden a un libro es que esté bien escrito; que lo que cuente sea más o menos verdad viene después. Luján, que fue director de la estupenda revista Destino, escribió mucho sobre temas diversos, además de los toros: especialmente de gastronomía y de bebidas espirituosas. Es decir, su tema fue siempre, de un modo u otro, la alegría de vivir. Tenía una prosa magnífica, suntuosa sin afectación, llena de hallazgos y de imaginación literaria. En su adjetivación creo que no era inferior a Borges, no les digo más. Pero encima era muy divertido, capaz de contar sobre cualquier tema anécdotas jugosas que una vez leídas ya no se nos borran del magín.

A mi parecer, aunque no conozco sus novelas, Historia del toreo es su obra maestra. No se dejen impresionar por el grosor del volumen, más de 500 páginas: se lee con más entretenimiento y diversión que cualquiera de los artículos moralizantes antitaurinos que corren por las redes. Por cierto, en el prólogo a la segunda edición el autor renuncia a entrar en polémicas: «Simplemente, he querido escribir una historia de esta angustiosa diversión española sin poner el menor afán proselitista y sin entrar -Dios me libre de ello- en el problema ético de los toros». Lo de la ausencia de proselitismo hay que matizarlo: es cierto que no predica a favor del toreo como depósito de virtudes pero su gozo al describir los matices de las faenas de grandes maestros a las que no pudo asistir en persona por razones cronológicas es tan persuasivo que el lector, aún el que nunca se ha acercado a un coso taurino, se siente arrastrado por él.

No, Luján no pretende hacer proselitismo pero contagia su afición. La fuerza visual de su prosa, a veces casi cinematográfica, nos precipita a los lectores en la arena donde evolucionan los héroes de los que habla. Si usted no es aficionado a los toros, sobre todo si usted no quiere por cuestión de principios hacerse adicto al ruedo, es mejor que no abra este libro: puede infectarse con su alegría viciosa. Cualquier noche corre el riesgo de soñar con una faena de Lagartijo o Antonio Ordóñez. Peor: ¡puede soñar con Urtasun!

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