El hombre que pudo reír
«Acaba de publicarse otra recopilación de artículos inéditos de Chesterton en castellano: ‘Ahora que lo pienso’. Gracias a él descubrí el estilo en literatura»
A mediados del pasado siglo en los quioscos callejeros se vendían, además de periódicos, revistas y tebeos, novelas populares: junto a las del oeste de José Mallorquí, Marcial Lafuente Estefanía y Silver Kane, se ofrecían las policiacas de Agatha Christie y Maigret, compitiendo con los autores «serios» pero también populares, como la abundante Vicki Baum, Somerset Maughan, André Maurois, Morris West, Lapierre y Collins, Daphne du Maurier o Graham Greene. Entre ellos mantenían el tipo algunos españoles como José María Gironella, Miguel Delibes, Martín Descalzo o la pecaminosa Lola, espejo oscuro de Darío Fernández Florez.
Nunca aparecían novelas abiertamente antifranquistas, ni las que se oponían con menos recato a la religión católica, pero las de tema religioso, aunque fuera «fuerte», podían pasar: no rotundo a Jean-Paul Sartre, pero Maxence Van der Meersch era aceptado. Y por supuesto Gilbert Keith Chesterton: humorista, católico, siempre autor entretenido, que murió en 1936, o sea antes de comprometerse decididamente entre los dos bandos de nuestra guerra civil que dividió a la intelectualidad europea. Ni la derecha, por supuesto, ni tampoco la izquierda proscribían al jocundo Chesterton en aquellos tiempos difíciles: sería como declararse abstemio y vegetariano justo en la semana de San Fermín.
Como tantas otras cosas cruciales de mi evolución intelectual (tranquilos, nunca pasé del neolítico) debo la afición a GKC a mi madre, primera y principal tutora en mis aprendizajes. En casa respetábamos todos los rituales ñoños que hacen la niñez feliz, como poner bajo la almohada cada diente de leche que se nos caía para que el ratón (no me pregunten cuál) nos trajese un regalito. En mi caso el obsequio solía ser un libro, porque era lo que yo prefería y lo que más le gustaba regalarme a mi roedor maternal. El tipo de libro perfecto para esconder bajo una almohada eran los de la colección Crisol de Aguilar, pequeños, impresos en papel biblia y encuadernados en piel roja (ejem). Según fui perdiendo dientes gané ejemplares de Crisol, con firmas que han sido mis preferidas toda la vida: Stevenson, Kipling, S.S. Van Dine… y Chesterton.
¡Conocí al padre Brown por la vía del ratón, como él probablemente hubiera preferido! Este es un detective distinto a todos los demás: los más célebres investigadores compiten con la soberbia del criminal con un ego no menos desmesurado aunque legal, pero Brown les vence a base de humildad. ¡Santo remedio! Pronto el pequeño pero ingenioso cura católico (un ser excéntrico en la Inglaterra de comienzos del pasado siglo) se unió a Tarzán, Sherlock Holmes, Winnetou y unos cuantos más en el santoral de mi devoción. No soy demasiado religioso, la verdad, y desde luego no quiero un capellán en la cabecera de mi último lecho… salvo que fuese el padre Brown.
Algo aún más importante le debo a GKC: gracias a su prosa descubrí que existe ese plus misterioso llamado «estilo» en literatura. Por entonces yo devoraba las novelas fijándome solamente en sus argumentos, cuanto más emocionantes mejor. Las palabras del autor sólo me importaban como los vehículos gracias a los cuales entraba en comunicación con mis héroes. En cuanto a la forma de esas palabras, pues no reparaba en ella o sólo inconscientemente, por el deleite que me trasmitían. Pero al leer los casos del padre Brown noté un cosquilleo especial, algo diferente: allí las frases se enroscaban juguetonamente, nunca seguían la senda más obvia, parecían burlarse un poco del lector, aunque sin ser nunca pedantes ni innecesariamente complicadas.
«Por primera vez me sentí impresionado no sólo por la trama del relato sino también por cómo estaba contado»
Por primera vez me sentí impresionado no sólo por la trama del relato sino también por cómo estaba contado: el cura detective iba a descubrir al culpable del delito pero él mismo estaba movido por otro manipulador más sutil y más peligroso. Para un escritor principiante no hay nada más comprometedor que un estilo inconfundible y pegajoso como el de GKC: recuerdo borrosamente con vergüenza retrospectiva cuanto chestertoneé en mis primeras páginas. Después me curé de ese acné adolescente pero fue cuando contraje otra infección aún más grave y me convertí en un sub-Borges de andar por casa. En fin, así o de modo parecido hemos empezado todos: luego empeoramos…
GKC pasó una época de relativo olvido al principio de nuestra democracia, en la que por lo visto resultaba demasiado inocentón y poco cruel para los gustos revolucionarios de aquellos tiempos hiperpolitizados. Ahora ha vuelto con todas sus velas y sus paradojas desplegadas y es posible encontrar en librerías hasta sus obras más recónditas. Lo cual tiene su mérito porque GKC, a pesar de haber muerto bastante joven (62 años), escribió muchísimo y con pocas páginas desperdiciables. Además de las imborrables historias del padre Brown están sus novelas, algunas tan necesarias como El hombre que fue Jueves o El Napoleón de Notting Hill (la sátira más inteligente del separatismo que conozco), sus gozosas biografías, sus poemas y sus cientos y cientos de artículos periodísticos.
Casi todos los que debemos ganarnos el pan y poco más con este oficio de columnistas envidiamos la facundia y el ingenio que le acompañan siempre en esas breves obras maestras. Aunque parecía que ya nada quedaba en los cajones, recientemente Espuela de Plata acaba de publicar otra recopilación de artículos inéditos en castellano: Ahora que lo pienso. Buena noticia para quienes somos desde hace tantos años sus incansables lectores. En la eternidad en la que ahora vive, GKC ha cumplido 150 años. Por supuesto, no es un edificante predicador dominical, como pretenden quienes más lo desvirtúan, ni otro competidor de Agatha Christie o Dorothy L. Sayers, ni una especie de Julio Camba para periódicos ingleses. Es todo eso y mucho más, porque como San Pablo ha sabido serlo todo para todos. Quizá él se definió mejor que nadie cuando explicó lo que era un clásico en su biografía de Dickens: «Un rey del que se puede desertar pero al que no se puede destronar».