La Trapa
«En eso consiste el amor, en seguir rutas que uno nunca hubiera escogido pero que alguien elige en lugar nuestro y nos sentimos contentos y agradecidos»
Desayunábamos en nuestra pequeña terraza, frente al puerto de Sant Elm y la isla del Pantaleu. El mar estaba siempre tranquilo y casi exageradamente azul. Nunca he comenzado el día en un lugar más bonito, y eso que soy de San Sebastián. Entonces ella me decía «hoy vamos a subir a la Trapa» y yo me echaba a temblar. No soy alpinista, desde luego, ni siquiera senderista y la palabra trekking evoca para mí un exotismo peligroso. Soy un animal de llanuras, lo más lisas posibles y con pocas piedras: si me descalzo, me encanta sentir la arena suave y caliente hormigueando entra los dedos de los pies. Los vericuetos empinados donde se pierde el aliento y a veces el equilibrio, las interminables cuestas que supongo que se llaman así por lo que cuesta subirlas, no aportan nada a mi alegría de vivir. Más bien conspiran contra ella. Ya sé que las cabras montesas no comparten estos prejuicios, pero recuerden que nunca las ha tenido nadie por ejemplo de sensatez.
Respeto todos los gustos, incluso estrafalarios, siempre que no deba compartirlos hasta sus últimas y a veces fatales consecuencias. Pero ella quería subir a la Trapa, como tantas veces, y yo sabía sin átomo de duda que subiría con ella o mejor, tras ella. Hacia arriba o hacia abajo, casi nunca por la cómoda planicie, el amor nos impone itinerarios a los que no podemos negarnos. Precisamente en eso consiste el amor, en seguir rutas que uno nunca hubiera escogido pero que alguien elige en lugar nuestro y nos sentimos contentos y agradecidos, ay, muy, muy contentos.
Cogíamos nuestras gorras, porque siempre hacía demasiado sol, ella el termo con agua y una toalla para secarme de vez en cuando el sudor, yo un bastón de senderista para sentirme más profesional y algo más seguro, nos poníamos en marcha. A buen paso atravesábamos Sant Elm por su calle principal (que lleva el nombre augusto de Jaume el Conqueridor), saludando de paso a conocidos en la puerta de sus comercios. Yo no podía evitar alguna mirada de envidia a los que ya estaban sentados a la sombra tomándose la primera birra de la mañana, que a mí no me llegaría hasta horas después.
Pero luego me sacudía la envidia, avergonzado de esa vulgaridad: ¡como podía rebajarme a envidiar a nadie cuando iba de paseo con mi chica! Terminaba el pueblo, nos despedíamos del Conqueridor, y comenzábamos un camino arenoso entre árboles altos (no me pregunten su especie, en ciencia arborícola sólo distingo entre grandes y pequeños), casi ensordecidos por el crepitar envolvente de las chicharras. El sol ya pegaba fuerte y yo sudaba a mares, uno de mis varios achaques psicosomáticos.
En una bifurcación del camino achicharrado (en ambos sentidos de la palabra) había una cómoda roca de mediano tamaño que llamábamos «el Trono». Allí estaba autorizado mi primer descanso. Me repantingaba en el pedrusco, que me parecía entonces un cómodo sofá, y ella me secaba la frente -«¡pero cómo sudas!»- antes de darme un poco de agua y de rociarme con un bienvenido chorro el cogote. Yo la miraba con gratitud embelesada y a la vez resoplaba con postureo de héroe displicente. Hubiera seguido sentado allí, con ella a mi lado, por los siglos de los siglos. Ahora mismo puedo cerrar los ojos pero… Entonces ordenaba «venga, vamos» y echaba a andar sin mirar atrás a ver si la seguía. Pues claro que la seguía, faltaría más.
«No compadecerse de mí era la forma que tenía su corazón indómito de demostrarme amor»
Y empezaba la subida, la cuesta que tanto cuesta. El camino se empinaba y a la vez se enroscaba sobre sí mismo, con cierta perversidad topográfica. El calor apretaba a cada paso un poco más. Ella me iba sacando ventaja, con su zancada elástica para la que no había dificultades de recorrido, sólo estado de gracia casi ingrávida. Yo la tenía a veces por delante mismo de mí, otras veces en paralelo a mí pero varios metros más arriba y en muchas ocasiones la perdía de vista. A pesar del bastón, menudeaban mis resbalones mientras el copioso sudor resbalaba por mi frente y me cegaba. Pero seguía subiendo porque ella quería que subiera.
La veía allí delante, ágil y determinada, sin nada que pudiera detenerla ni hacerla desistir. Ni siquiera la compasión por mi esfuerzo agotador. No compadecerse de mí era la forma que tenía su corazón indómito de demostrarme amor. De vez en cuando yo me paraba para tomar aliento y hacerme querer y ella, desde lejos, con un punto irónico en la voz, preguntaba: «Qué, ¿cómo vamos?». Todo bien, sin problemas, que coño. Siglos mas tarde (según mi parecer) acababa la ordalía y llegábamos a la cima, donde estaban los restos arruinados de lo que fue convento. La vista era estupenda sobre la serenidad profunda del Mediterráneo. Y la isla de la Dragonera, con su lomo erizado de placas rocosas, parecía un estegosaurio saliendo del mar para echar un vistazo a tierra firme.
Yo me sentaba, me desplomaba más bien, en otro pedrusco acogedor, lleno de fatigado orgullo por el triunfo obtenido. Pues nada, ella aún trepaba por la única punta pedregosa que quedaba y se mantenía arriba, mirando a lo lejos, con la mochila a la espalda y su precioso trasero tenso como un arpa, vigía del espíritu valiente y de la carne prieta. Así la miraba yo recortada contra ese otro mar del cielo, como aquellas victorias que esculpían los griegos cuando vencían en la batalla.
¿Te acuerdas? Cada fin de año te escribía un poema, de poco mérito pero gran entusiasmo, y te lo recitaba como salutación de Año Nuevo. Ahora aún siento la necesidad de cantarte pero para qué, si ya no te tengo. Qué raro es vivir sin ti.