Vista a la derecha
«Al sanchismo no le gustan las universidades privadas no por sus defectos sino porque no las tiene colonizadas como hasta hace poco tenía la pública»

Universidad Complutense de Madrid.
Los que nos hemos pasado la mayor parte de nuestra vida laboral en el mundo universitario mantenemos sentimientos complejos y a menudo contradictorios hacia los estudiantes, razón de ser de las universidades. Por un lado una fe casi inquebrantable (digo «casi» porque con los años toda fe que no cuaja acaba por resquebrajarse) en que de esos chicos y chicas a los que hemos dedicado tantas horas acabará por surgir la fuerza liberadora que rescatará al país. ¿Quién si no ellos pueden purificarnos de los viejos errores?
Por otra parte, les vemos demasiado sumisos o estérilmente sublevados frente a las ideas convencionales que la moda impone: no parecen salirse de lo previsible… como tampoco supimos salirnos nosotros. ¿Les hemos fallado? Con cuánta razón habló Quevedo, ya hace siglos, de «la juventud robusta y engañada». Y con qué íntimo sentimiento de culpa debemos reconocer que probablemente les hemos engañado nosotros.
En mi época jurásica de principiante, la universidad servía de refugio a rebeldes, subversivos e inconformistas. Vivíamos en una dictadura de derechas, todo hay que decirlo y más ahora que se empeñan en abominarla quienes no la vivieron, que además de semifacha en lo ideológico era puritana hasta lo risible y clericaloide. Nos disponían contra ella, más que la teoría política, las hormonas. Gracias a eso fue divertido Mayo del 68 y esparcimientos similares.
De aquel carácter levantisco se ha quedado en las facultades no sólo españolas sino de casi todos los grandes centros europeos una especie de rutina izquierdista. Ser progre es la opción del sentido común, la que el ambiente universitario ha tomado por nosotros y a la que todos se resignan creyendo elegirla. Una forma de conformismo como otra cualquiera, quizá no mucho peor que las demás. Mientras el progresismo no iba más allá de lamentar en canciones y piezas de teatro los abusos del capitalismo, cuyas ventajas liberales aprovechaban los jóvenes con más avidez que nadie, la cosa marchó sobre ruedas. Ser caritativo con los necesitados y empático con los que padecen discriminación es una forma laica del cristianismo a la que no hay nada que objetar.
Pero cuando la mentalidad izquierdista asume las tesis del separatismo etnicista (la más perversamente antidemocrática de las ideologías), se enfrenta a los símbolos patrióticos del Estado de derecho, margina la educación en español, patenta una justicia desigual según el género (y que considera vergonzosa la presunción de inocencia en el caso masculino), pretende hacer obligatoria la creencia en que el sexo depende de la voluntad y no de la biología, etc, etc… entonces va dejando las plácidas orillas de un sentido común buenista para convertirse en un trastocamiento y una amenaza para la forma de vida tradicional de la mayoría de los ciudadanos. Aunque entre los estudiantes la disposición más bien gochista es casi automática, va habiendo cada vez más disidentes racionales de esa unanimidad.
«Surgen por doquier rebeldes ante los inquisidores que persiguen cualquier manifestación conservadora o derechista»
Sobre todo, surgen por doquier rebeldes ante los inquisidores que persiguen cualquier manifestación conservadora o derechista. Hay que comprender que la sublevación es el estado de ánimo más embriagador para los jóvenes: en mi época estaba prohibido ser públicamente de izquierdas y por tanto nos entusiasmaba serlo, pero ahora es el derechismo lo prohibido y por tanto lo más tentador. Yo diría que incluso es lo más necesario…
Hace un par de meses leí en Le Monde este grito de angustia: «La libertad de expresión se ha convertido en el arma de los conservadores». ¡Qué escándalo, ya no respetan nada! Si siguen así las cosas, habrá que imponer la censura. Y hace dos o tres días nos estremecimos con este titular de El País, que es como un Le Monde para andar por casa: «La ultraderecha se acomoda en la Universidad». ¡Lo que nos faltaba! Como diría el vulgo, ¡cágate, lorito! Después de leer las dos grandes páginas firmadas por Elisa Silió, algunas cosas resultan discutibles. Por ejemplo, la calificación de «ultra». Conozco a gente de Libertad sin Ira, de S´acabat, he colaborado con ellos cuando me lo han pedido y desde luego no les tengo por «ultras» en el sentido reprobable que aplicaría a Podemos o a Bildu. También tengo estima -no sólo personal sino política- a la gente de Neos, empezando por su presidente, Jaime Mayor Oreja, calificados como «ultracatólicos» y «ultraliberales».
Por lo que veo, ultra quiere decir «abiertamente», sin ocultarse. Para ser admitidos por el progresismo en sus círculos sociales, un católico, un liberal o alguien de derechas deben callárselo, disimular, ser discretos y mimetizarse con el paisaje. Si proclaman y defienden lo que son se convierten en ultras. Es que hay malas costumbres que no pueden afirmarse en voz alta, aunque sea muy educadamente. Todo lo que no sea el susurro o el sobreentendido es de mal gusto, provocativo. No conozco al grupo del País Vasco Resistencia Norte, pero sé por experiencia propia qué es y cómo es la UPV y estoy seguro de que esos rebeldes que quieren ser españoles aunque moleste a los fanáticos son mucho menos ultras que quienes les acosan. De eso tengo recuerdos muy elocuentes.
«¿No es ya hora de que reservemos el descalificativo de ‘ultras’ para quienes se empeñan en prohibir hablar a sus oponentes?»
Porque lo más gracioso del artículo de la señora Silió es que da cuenta de escraches -a Iván Espinosa de los Monteros, a Rocío Monasterio, innumerables a S’acabat- y prohibiciones de actos públicos por parte de autoridades académicas de celo sesgado, que siempre van contra los grupos tachados de «ultraderechistas». ¿No es ya hora de que reservemos el descalificativo de «ultras» para quienes se empeñan en prohibir hablar a sus oponentes y no lo apliquemos maliciosamente a quienes sólo pretenden expresar sus ideas, fueran las que fueren? Y encima el título del artículo dice que «la ultraderecha se acomoda en la universidad». Hombre, no parece que «acomoda» sea la palabra más adecuada, visto lo visto. Cómodos han estado hasta hace poco los grupos izquierdistas, fuesen profesores o estudiantes.
Esa comodidad sí que parece que afortunadamente se va acabando. Todavía queda mucho por recorrer en los territorios comanches como la Facultad de Políticas de la Complutense, cuya junta ha publicado una carta apoyando a los estudiantes que hicieron en el pasado febrero el escrache contra una charla de Espinosa de los Monteros. Por cierto, no es verdad tampoco el titular con el que El País da esta noticia: «La Complutense apoya a los denunciados en la protesta contra Espinosa de los Monteros». No, por favor, la junta de Políticas y Sociología no es la Complutense… a Dios gracias.
En fin, que al sanchismo no le gustan las universidades privadas no por sus ocasionales defectos que están a la vista (por ejemplo, el propio Pedro Sánchez) sino porque no las tiene colonizadas como hasta hace poco tenía a toda la pública. Pero pronto, fuera de reductos sectarios como el País Vasco o Cataluña, tampoco les gustarán los centros públicos, cada vez más levantiscos. El día que perdió sus últimas elecciones, Sánchez exultó falsamente: «¡Somos más!». Si fuese aficionado a la verdad, ahora tendría que decir: «Cada vez somos menos». ¡Bravo!