The Objective
Fernando Savater

El truco de la xenofobia

«A quien le preocupe la xenofobia, que pregunte a los separatistas por qué creen ser merecedores de un trato diferenciado (y privilegiado) del resto de los españoles»

Despierta y lee
El truco de la xenofobia

Varias personas durante los altercados en Torre Pacheco.

Cualquier antropólogo sabe que desde la más remota antigüedad los seres humanos han tenido como fondo de su concepción del mundo un pozo xenófobo, o más técnicamente dicho proteofóbico: miedo y rechazo a las formas, lenguas y costumbres diferentes de las nuestras. Esto no se debe a ninguna superstición atávica ni mucho menos a una ideología de izquierdas o derechas (que vinieron mucho después) sino a un mecanismo sumamente útil para protegernos: la prudencia. Nada más conveniente para un ser humano que otro ser humano, como indicó Spinoza, pero también nada que pueda resultar más peligroso. Para saber si debemos buscar y confiar en la compañía del otro, lo más seguro es comprobar cuánto se nos parece. Si compartimos con el forastero aspectos culturales, formas religiosas, sentimientos de respeto o animadversión, incluso preferencias gastronómicas, podemos acercarnos a él con bastante confianza y sacar provecho de ese compañerismo.

Pero si nos resulta poco comprensible, casi indescifrable en sus gustos y tradiciones o directamente opuesto a lo que veneramos, lo más probable es que nos aporte más peligros que ayuda. De ahí esa proteofobia originaria: si en el otro prevalece lo diferente a lo parecido, haremos bien en alejarnos prudentemente de él. Las comunidades tribales, que constituyeron la enseñanza primaria de los grupos humanos, se mantuvieron ensambladas gracias a los mimetismos compartidos. Tenían poca resistencia para digerir novedades sin padecer peligrosas convulsiones. Aceptar a los demás exige mucho tiempo y un entrenamiento paciente: sin esos mecanismos de acomodación los demás estarán siempre éso, de más.

Cuando pasamos de las tribus dispersas a la urbe en la que se agrupaban gentes venidas de orígenes distintos, tuvimos que aprender a convivir como miembros de la misma tribu… aunque sin serlo. Era imprescindible superar la proteofobia instintiva, partir de un prejuicio favorable a los distintos en lugar de opuesto a ellos. El cristianismo fue y es el fundamento para la hermandad de los desarraigados, la religión que enseña a esperar hermandad de quienes no se nos parecen en lugar de verles con la lógica desconfianza. Gracias a esa religión contraintuitiva, los humanos aprendimos a ser hijos de una gran familia, más allá de los rasgos étnicos o culturales que nos diferencian a unos de otros. A partir del cristianismo, es más importante la humanidad que a todos nos constituye que las identidades que nos diferencian. Dar importancia primordial a cualquier identidad por encima de nuestra humanidad compartida es anticristiano. ¡Bravo! 

Pero las comunidades humanas no se basan sólo en sentimientos sino también en una estructura legal, de servicios mutuos, de división del trabajo y por tanto de desigualdad económica. La propiedad privada es base de algo tan esencial como la humanidad que compartimos y es la libertad que nos permite un desarrollo individual. El cristianismo nos reconoce como hermanos, tanto más necesariamente hermanos cuanto diferentes, pero el capitalismo y sus reglas de uso nos hace libres.

El comunismo consiste en volver al cristianismo primitivo, pero no por amor al Dios Padre sino por temor a un Estado total que emplea la amenaza de la fuerza para mantenernos juntos. Si al sentimiento de humanidad universal le restamos las iniciativas y posibilidades de la libertad individual tendremos la sociedad comunista, en la que todo es de todos, pero nadie es dueño de sí mismo… salvo quienes se autorreconocen como miembros de la tribu de los jefes, de los administradores supremos, la identidad privilegiada que sustituye a las demás.

«Si se les mantiene apartados, sin trabajo, sin formación, tendrán que buscar su peculio por otros medios»

El capitalismo liberal es el único sistema social que permite (o trata de permitir) aprovechar los sentimientos fraternos que aprendimos del cristianismo con las ventajas personalizadas que provienen de la división de labores y rentabilidades basadas en nuestro uso socioeconómico de la libertad personal. Hay ricos y pobres, desde luego, pero a fin de cuentas las leyes imponen ciertos recuerdos de una generosidad ancestral que es más fuerte que el recelo ante quienes menos se nos parecen pero debemos tratar como iguales.

¿Y entonces lo de la inmigración? La llegada masiva de hermanos necesitados que son distintos a nosotros sacude nuestra convivencia. Los extraños aún no se han ganado la confianza de los nativos porque han tenido poco tiempo para merecer la fraternidad. El mejor camino para que se hagan como los demás es que obtengan acceso laboral a la propiedad privada. Si se les mantiene apartados, sin trabajo, sin formación, tendrán que buscar su peculio por otros medios. ¡Claro que los inmigrantes están más relacionados con la delincuencia forzosa que los ya arraigados en el país! Sólo los imbéciles buenistas niegan algo que salta a la vista. Pero no es que los que vienen de fuera tengan especial mala voluntad o sean vocacionalmente criminales sino que carecen por lo común del trabajo necesario para «ganarse la vida», es decir, la convivencia social con los demás. Sobre todo si son jóvenes, plenamente incultos pero llenos de músculos y hormonas, obligados a pasar el tiempo sin otro entretenimiento que planear fechorías. Como dijo hace tanto Marco Aurelio, edúcales o padécelos. 

Por supuesto, el que ha venido de fuera (como todos: ya dijo el griego que nacer es llegar a un país extranjero) no despierta temores por el color de su piel o su lengua incomprensible, sino por sus necesidades que por lo general no tiene fácil cubrir. Los brutos que se quejan de los recién llegados porque no se adaptan a nuestras costumbres (yo tampoco las comparto ni mucho menos todas) no conseguirán que se nos parezcan más a base de apalearles. Tampoco es buena política exigir a la gente modesta a sufrir a otros brutos, estos nuevos en la plaza, que se comportan de modos intolerables y no soportan no ya nuestras costumbres sino nuestras leyes.

A quien le preocupe de verdad la xenofobia en nuestro país, que pregunte a los separatistas por qué creen ser merecedores de un trato diferenciado (y privilegiado) que el resto de los españoles. Sí, ésos, catalanes, vascos y demás ralea, aprovechateguis, ésos son los xenófobos. Odian a los españoles que son, no a los extranjeros que llegan.

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