Y tó… ¿pa qué?
«¿Tan satisfechos están Putin y Xi Jinping de su vida? ¿Qué inéditos placeres esperan del aumento de sus días? ¿Qué recompensas puede traerles la decrepitud?»

Ilustración de Alejandra Svriz
Se cuenta que el Rey de Prusia arengaba así a sus granaderos cuando les notaba más bien reacios a entrar en combate: «¡Perros, acaso queréis vivir eternamente!». Sea uno granadero o simple oficinista, el deseo de vivir eternamente se oculta en todos los corazoncitos, aunque los emperadores lo consideren pretencioso en los otros. Pero si además uno tiene un alto rango y ve, como suele decirse, el mundo a sus pies, el afán de vivir eternamente cobra un peso perentorio. Como si fuese algo que le es a uno poco menos que debido. Eso es lo que trascendió gracias a un micrófono abierto indiscretamente de una conversación privada nada menos que entre dos eminentes autócratas, Putin de Todas las Rusias y Xi Jinping de Toda la China.
Ambos próceres se animaban mutuamente augurándose, gracias a los avances de la ciencia actual, una longevidad probable de 150 o 170 años, que si con un trasplante por aquí o una prótesis por allá. Incluso quizá les estuviera reservada la inmortalidad misma, porque quién la merece más que ellos y tiene más medios a su disposición para alcanzarla. El vídeo muestra muy ufanos a los dos ogros, que hablan medio en serio, medio en broma, aunque se nota que el asunto ocupa sus insomnios más de una noche. Probablemente, nada interesa más a estos dos perros de presa que la posibilidad de vivir eternamente. Conformarse con menos sería indigno de su alcurnia y del alcance de su poder.
Seguramente ninguno de ellos conoce esa fábula que cuenta Baltasar Gracián en El Criticón. Trata de un poderoso rey que decide erigir un palacio que asombrará al mundo y donde podrá vivir con el debido resplandor de su gloria. Pero antes de comenzar la magna obra, consulta a sus adivinos para enterarse de cuál será la duración de su vida. Conciliábulo de adivinos que le auguran que vivirá mil años. Entonces el rey abandona su ambicioso proyecto: «¡Bah! Para sólo mil años me basta cualquier choza».
Cuando uno ve a esa pareja bamboleante de pordioseros riquísimos y les oye pedir años y más años, incluso inmortalidad, no hay más remedio que preguntarse para qué pueden querer durar tanto. ¿Tan satisfechos están de sí mismos y de su vida? ¿Qué inéditos placeres esperan del aumento de sus días? ¿Qué recompensas puede traerles la decrepitud? Marco Aurelio dijo que quien ha visto un día de la vida del hombre ya conoce toda la historia humana, pero los ansiosos de longevidad parecen esperar que la existencia mejore y se haga más gratificante con tal de que se estire más y más. Algo tan poco sensato como suponer que una película que dure tres o cuatro horas siempre será mejor que un cortometraje.
Claro que Putin y Xi son notorios asesinos, lo cual les da quizá una peculiar intensidad vital… pues no creo que deseen más tiempo para estar seguros de poder arrepentirse de sus crímenes. En una novela popular de Dean Koontz que leo estos días un peligroso asesino muy satisfecho de sí mismo se hace estas consideraciones: «Esa capacidad para absorber la fuerza vital de sus víctimas era el don que le diferenciaba de todos los demás hombres. Gracias a ese don él sería siempre fuerte, vital, despierto. Viviría eternamente». Y dale, vuelta la burra al trigo… En menos sofisticado, el criminal novelesco expresa algo parecido al chute de inmortalidad que recibe el superviviente de una catástrofe o una matanza, según cuenta Elías Canetti en Masa y poder. Una vez que, sea por azar, habilidad o coraje, hemos logrado vencer a la muerte cuando nos acosó… ¿por qué no seremos ya capaces de vencerla siempre?
«¿De qué nos sirve pedir longevidad o eternidad si nos olvidamos de reclamarla también para quienes amamos?»
La proximidad de un gran alpinista, un torero o un notable cirujano, de alguien que, como suele decirse ha burlado a la muerte cuando ésta ya parecía haber ganado la partida, ejerce un efecto tonificante, inmunizador. Es precisamente ese contagio salvífico lo que probablemente buscan los dos peligrosos fantoches coronados de que hemos hablado. Creerán que la derrota de la muerte es adjudicársela a otro, decirle «tú la llevas» como en el juego infantil, quitársela de encima y traspasarla al enemigo o al esclavo. Vano esfuerzo que ningún trasplante ni injerto mecánico puede conseguir.
No es el héroe victorioso el que puede inmunizarnos frente a la muerte ni doblegaremos al destino humano mejorando nuestra dotación de piezas de recambio. La única imagen antitanática que tenemos a nuestro alcance es la madre, en cuyo vientre fértil se esconde el secreto de dar a luz contra las tinieblas. Por eso en tantos lechos de muerte la última palabra que se escucha es «¡mamá!».
¿De qué nos sirve pedir longevidad o eternidad si nos olvidamos de reclamarla también para quienes amamos? Y cuando ya no están los que despertaron el ciclón amoroso en nosotros, queda el mismo amor, tirano a veces cruel pero siempre a fin de cuentas bondadoso. No conozco mejor expresión de este enigma que un par de líneas del poeta mexicano Arreola: «La mujer que amé se ha convertido en fantasma. Yo soy el lugar de sus apariciones». Sólo esta inmortalidad quiero y en ella me reconozco.