The Objective
Fernando Savater

La paradoja de Condorcet

«Condorcet conservó su fe en que la humanidad es mejor que los humanos que la encarnan y seguirá desplegando sus mejores promesas a pesar de ellos»

Despierta y lee
La paradoja de Condorcet

Ilustración de Alejandra Svriz

Hace bastantes años, atravesé un período de entusiasmo ilustrado. Por entonces tuve que traducir a Voltaire y Diderot, principalmente por razones pecuniarias pero en parte también por gusto. Leía todo lo que caía en mis manos sobre el Siglo de las Luces, me aficioné (por influencia de mi amigo Cioran) a la correspondencia de las doctas libertinas que regían los salones parisinos, peregriné a Ferney y hasta perpetré una novelita sobre Voltaire (El jardín de las dudas). Me habían hablado mis educadores tanto contra éste que no pude resistirme a su seducción, aunque mi preferido ideológicamente fue el sensual e imaginativo Diderot.

Pero en cuanto biografía, la que más me impresionó siempre fue la del considerado último de los grandes de la época, el único colaborador de la Enciclopedia y amigo de todos sus principales creadores, que participó activamente en el acontecimiento revolucionario que derivó de ella y trastocó el orden europeo: el marqués de Condorcet al que quizá no le hubiese gustado que me refiriese a él mencionando su título nobiliario. Otros títulos de nobleza intelectual y humana desde luego no le faltan, porque fue filósofo y matemático, secretario perpetuo de la Academia de Ciencias, antiesclavista, feminista, anticlerical, projudío, proprotestante, político reformista con Turgot durante el final de la monarquía y después protagonista durante la Revolución en la Asamblea Legislativa, de la que fue representante por París llegando a secretario de la misma.

Allí fue aprobado un proyecto suyo de educación laicista que todavía hoy tiene mucho que enseñar a nuestros ministros del ramo. Se posicionó junto a los girondinos moderados y votó en contra de la ejecución de Luis XVI. Cuando llegó el Terror de Robespierre, esta toma de posición y quizá su prosapia no le fueron perdonadas: fue declarado traidor y condenado a muerte.

Y aquí comienza lo extraordinario de esta historia. Antes de que lo arresten, Condorcet se escapa y se refugia en casa de una amiga, donde permanece varios meses escondido. Allí se dedica a escribir la que es hoy su obra más conocida, Los progresos del espíritu humano, una especie de manifiesto del ideal ilustrado: el avance gracias a la razón del ímpetu que acabará con las supersticiones y la ignorancia para conquistar la felicidad social. Ni Voltaire, que se burló de la candidez leibniziana, ni el realista Diderot, poco amigo de utopías, hubieran sido capaces de tal declaración de optimismo, aunque esté subyacente a la ilusión positiva de sus obras.

Pero ¿qué puede ser más emocionante que leer tanta fidelidad al invencible progresismo ilustrado escrita por alguien que vivía escondido y perseguido pese a haber siempre sido fiel al espíritu de los avances sociales? Rodeado de cabezas cortadas por la guillotina y de nuevos tiranos nacidos al calor de las declaraciones libertarias, Condorcet conservó su fe en que la humanidad es mejor que los humanos que la encarnan y seguirá desplegando sus mejores promesas a pesar de ellos.

«Los desvaríos de los dogmas religiosos son fehacientemente criminales, pero los de la ciencia o la política tampoco les van a la zaga»

Tras un encierro que se le hacía largo y confiando en que los inquisidores se cansan antes que sus víctimas –lo que no puede ser mas falso–, abandonó su refugio en los alrededores de París. Parece que harto de privaciones entró en un albergue y se zampó una tortilla gigante de una docena de huevos, lo que despertó sospechas y la inevitable delación. Fue encarcelado y dos días después hallado muerto en la celda, quizá gracias a un veneno que llevaba oculto para burlar a la guillotina.

La editorial Laetoli lleva años publicando las obras principales y también otras menos conocidas de los más notables ilustrados. Un auténtico tesoro para los aficionados a la irreverencia que no comparten mi preferencia por leer las blasfemias en francés. De Condorcet hay en esa colección dos títulos, Los progresos del espíritu humano y Reflexiones sobre la esclavitud de los negros. Ahora acaban de editar su Almanaque antisupersticioso, una obra juvenil y militante que es un feroz ataque a la religión católica, aunque no exclusivamente. Día tras día, con motivo de cada fecha del año, acumula  desvaríos, torturas y feroces castigos llevados a cabo en nombre de creencias más absurdas que piadosas. Se trata convincentemente (aunque no siempre con el mismo rigor histórico) de probar las fechorías que llegan a justificarse cuando las supersticiones, es decir, las creencias basadas en leyendas y carentes de fundamento racional se unen al poder de imponerlas socialmente.

Este Almanaque sigue de actualidad, aunque ya el catolicismo no tenga la fuerza de cometer tropelías como antaño. El peligro de la superstición aliada a la fuerza continúa vigente, como es evidente hoy en el trato a las mujeres y a los apóstatas en el mundo islámico, pero también a los homosexuales en diversos países y sobre todo a quienes discrepan de ciertos dogmas que se han puesto de moda, apoyados en extrapolaciones supuestamente científicas. Los desvaríos de los dogmas religiosos son fehacientemente criminales, pero los de la ciencia o la política tampoco les van a la zaga.

El autor al que hoy dedico esta nota padeció en su vida buena prueba de ello. Sin embargo, su fe en la Ilustración progresista no flaqueó: «Sería vano que cualquier despotismo invadiera todas las escuelas. La instrucción que todo hombre puede recibir de los libros en silencio y soledad jamás podrá corromperse por completo». Imposible saber qué hubiera pensado de la inteligencia artificial… Así fue Jean-Antoine-Nicolas de Caritat, marqués de Condorcet. Señores, a descubrirse.

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