The Objective
Fernando Savater

Gracias a Dios

«Una juventud más interesada por la cultura judeocristiana lo estará también por los principios que sostienen nuestro sistema político. No parece ganancia desdeñable»

Despierta y lee
Gracias a Dios

Iglesia San Pedro de Alcántara (Sevilla).

¿La religión se ha puesto de moda? ¿Se llevan ahora las monjas? ¿El Papa marca tendencia? Solo mencionar el tema me resulta bastante ridículo. A lo largo de mi vida, ya he conocido otras olas más o menos piadosas, aunque con un toque más exótico. En aquellos mis años juveniles, los más modernos viajaban a Katmandú para buscar el satori o pillar opio, en los colchones siempre apetecibles se invocaba mucho el tantra, diversos gurús o Maharishis greñudos entretenían a quienes buscaban la iluminación salvadora y de paso hacían caja, la estética hippie se imponía en Berkeley y en Ibiza, los socorridos pantalones vaqueros (la mayor y más duradera aportación yanqui a la cultura universal) empezaron a llevar petachos y calculados desgarrones, algunos nos empeñamos en leer a Alan Watts.

Fue un periodo drogota y pacifista, se recomendaba hacer el amor y no la guerra (lema con el que era difícil no estar de acuerdo), había que soportar con veneración ceremonial palitos apestosos de incienso en las cenas en casa de los amigos más concienciados, y las referencias hindúes estaban a la vuelta de la esquina aunque también Jesucristo era Superstar. No recuerdo aquel sarampión como especialmente piadoso ni desde luego «religioso» en ninguno de los sentidos más espirituales de la palabra, pero ahora lo veo con simpatía. Lo peor fue que, a partir de entonces, se empezó a tocar la guitarra y a cantar coplillas semilitúrgicas en las iglesias, tanto en misas como en bodas y hasta funerales. Horrendo y disuasorio, desde luego, aunque yo no puedo quejarme demasiado porque por entonces dejé de ir definitivamente a la iglesia.

Lo único que he sacado de las modas supuestamente religiosas que he vivido es una reafirmación de mi conciencia laica. Si tuviera que resaltar alguna experiencia verdaderamente religiosa, en torno a mis veinte o veintipocos años, sería el descubrimiento fascinado de Ordet de Dreyer en la televisión de entonces. Hoy sigo afortunadamente sin haberme repuesto de aquella primera impresión.

La verdad es que estoy mal preparado para calibrar ahora el alcance de este revival religioso. Los acontecimientos culturales que lo demuestran según me dicen son el nuevo disco de una cantante que triunfa fuera de mi órbita de atención, una película que aún no he visto sobre el despertar de una joven a la vocación religiosa y una obrita sobre Dios de un pensador laureado que se llama Fu Manchú o algo así, del cual tuve la mala suerte de leer una obra anterior que para mí selló su destino. Pero más allá de estos hitos, no me extraña que muchos jóvenes se interesen de nuevo por cuestiones religiosas. Son chicos y chicas hiperconectados al mundo de internet, apaleados constantemente por una información desbordante por la que nadie les enseña a navegar.

En épocas anteriores, la religión hubiera formado parte de sus vivencias familiares y tendrían ya una cierta vinculación con ella, fuese entrañable o despectiva. Pero estos jóvenes de hoy han crecido en ambientes ateófilos, con adultos que jamás les han mencionado ningún tema teológico ni siquiera para negarlo. De modo que a los menos planos se les ha despertado cierta curiosidad. Para un español clásico, el catolicismo es algo demasiado conocido como para suscitar mucho glamour, de modo que si alguien se interesa sinceramente por él no será por esnobismo.

«Los jóvenes que hoy se interesan por la espiritualidad tienen verdadero mérito porque es un camino que tienen que recorrer solos»

Además, hoy, el esnobismo, sobre todo diseñado para los más jóvenes, ofrece tal multitud de variantes que recaer en la más piadosa solo puede deberse a haberse aburrido de muchas otras. No desdeñemos ese camino hacia la verdad, es, por ejemplo, el que siguió el príncipe Siddartha Gautama y por ahí llegó a ser Buda. Es sin duda mejor tener un padre o una madre, incluso una abuelita, que nos hable de estas cosas, aunque sea mal y nos pongan el belén en casa por Navidad, pero estos lujos son mucho más raros ahora que el afán de comprarse una nueva consola en el Black Friday (que me suena, lo siento, a satanismo). Los jóvenes que hoy se interesan por la espiritualidad tienen verdadero mérito porque, por lo general, es un camino que tienen que recorrer prácticamente solos.

Las religiones siempre han sido fármacos potentes y con ellas pasa como con el alcohol: bebidas en ayunas —intelectuales— hay gente a la que alivian sus penas, pero a otros les sientan muy mal. Y tampoco la calidad de todos los credos es igual. El cristianismo, católico o protestante, con su énfasis en la libertad del alma individual y la igualdad de todos los seres humanos, se ha convertido desde hace mucho tiempo, con fe o sin ella, en el mejor suplemento espiritual de la democracia. Volver a valorar el cristianismo es retornar a nuestras raíces occidentales, lo que no se consigue invocando a la Pachamama o sometiéndose al islam, cuya incompatibilidad efectiva con las libertades cívicas está de sobra demostrada. Una juventud más interesada por la cultura judeocristiana lo estará también por los principios que sostienen nuestro sistema político y no el de Irán o Arabia Saudí. No me parece ganancia desdeñable.

Por lo demás… Estando en París, el París —¡ay!— de mi juventud, leí una entrevista a Jacques Lacan en el que definía el psicoanálisis como una batalla sin tregua con la religión. El periodista le preguntó, tímidamente: «¿Y al final quién ganará?». Lacan contestó: «Mientras los hombres mueran, sin lugar a dudas la religión». Y ahí estamos.

Publicidad